La historia de la literatura está atravesada por sagas familiares, novelas o ciclos de novelas que desmenuzan un linaje, una ascendencia o un apellido a través del relato de sus diversas capas, adensándose en el seguimiento de determinados integrantes o volcándose a una narrativa coral, pero sin alejarse de la pertenencia al núcleo común que establece la cohesión interna. Esos relatos intergeneracionales le permiten al escritor sumergirse en la propia historia de una época (o de varias épocas), ubicando la crónica de la familia de marras en un contexto social y político, cuyo cambio, desplazamiento o eventual desaparición establece modificaciones en los propios personajes (de ahí la recurrencia en muchas de estas sagas a la fórmula “ascenso y caída de…”).
La novela El abuelo, del escritor ruso Aleksandr Chudakov (1938-2005), despliega algunos de estos elementos al narrar varias décadas en la historia de una familia durante el régimen soviético, desde los albores de la revolución de 1917 hasta los coletazos de la disolución de la Unión Soviética. Sin embargo, dos elementos notorios separan esta novela de otros exponentes del género: el episódico montaje temporal y la disgregación de la voz narrativa.
Aleksandr Chudakov, un respetado académico que integró el Instituto de Literatura Internacional de la Academia Rusa de Ciencias, impartió clases en la Universidad Estatal de Moscú y fue profesor visitante de las universidades de Hamburgo, Seúl y Colonia, entre otras, supo constituirse en uno de los mayores especialistas rusos en la obra de Anton Chéjov (su Vida de Anton Chéjov, publicado en 1987 y sin traducción al español, es considerado un auténtico parteaguas en la materia). Pasados ya los 60 años, Chudakov sorprendió al estamento literario con su debut en la ficción, el libro que acá se comenta, nominado al toque al Premio Booker Ruso en 2001 y merecedor, diez años después, cuando el autor ya había dejado atrás estos andurriales en los que chapoteamos, del Premio Booker Ruso de la década.
En El abuelo se encuentran todas las marcas evidentes de los “clásicos rusos”, que Chudakov leyó y releyó con pasión y detenimiento a lo largo de su vida, a saber, las particulares muescas románticas de Aleksandr Pushkin, las perturbaciones realistas de Nikolái Gógol, el particularísimo tamiz decimonónico de León Tolstói y, desde luego, la paleta sutil en la composición de personajes y escenas de su admirado Chéjov; pero también es posible encontrar el rastro, en sordina o evidenciado por algunos de los propios personajes, de autores no tan internacionalmente canónicos de esa entelequia conocida como literatura rusa, tales como el poeta Nikolái Nekrásov o el novelista Alexéi Nóvikov-Pribói.
Ambientada en Chebachinsk, ciudad ubicada al norte de Kazajistán, la historia se construye alrededor del vínculo entre Leonid Lvóvich, el abuelo del título, y su nieto Antón, el narrador de la historia, que dos por tres, incluso en el interior de un mismo párrafo, se desdobla como narrador en tercera persona, en una interesantísima variación sobre el punto de vista que, lejos de entorpecer o distraer la atención, potencia y redimensiona los hechos al presentarlos continuamente bajo una nueva luz. Leonid Lvóvich es el gran personaje de esta extensa e intensa novela: a sus 90 y pico, sintiendo a sus espaldas la respiración cada vez más cercana de la muerte, este agrónomo de variados oficios, que ha pasado su vida despreciando a Stalin y su nefasta cohorte, convoca a sus posibles herederos para despedirlos y calibrar en persona al que recibirá sus pocos bienes.
La anécdota inicial oficia como disparador del largo relato de la novela, conformada por una multitud de historias, muchas de ellas protagonizadas por Leonid Lvóvich y referidas por él mismo al nieto, otras contadas por terceros y que le llegan al narrador de segunda mano, para terminar siendo reconstruidas por él, sin ceñirse a un estricto orden cronológico (a veces el narrador es un niño, en otras es un estudiante de historia en Moscú, y en algunas ocasiones es un apacible jubilado en el living de la casa de su hija). Por momentos, el amasijo argumental se aleja del núcleo e incorpora los relatos de otros familiares (la historia de los hermanos de Leonid Lvóvich conforma una saga paralela), vecinos, gente que cruzó de paso la región, profesores, aldeanos y compañeros de clase de Antón, que siempre termina encauzando la crónica hacia la figura omnipresente del abuelo. Sobre todos estos personajes, sobre la ciudad de Chebachinsk en particular y sobre cada versta de territorio ruso, se yergue, implacable, la larguísima mano del régimen encabezado por Stalin, que propicia las eventuales y sorpresivas desapariciones de muchos personajes (encarcelados, exiliados, fusilados) por el solo hecho de emitir una opinión contraria a los designios de Koba.
Otro elemento a subrayar en El abuelo es la prédica permanente de la dupla protagónica por el conocimiento como un valor en sí mismo. Antón, que a lo largo del libro alcanza su propia senectud y comparte muchos momentos con su nieta, atrapada, ya en el siglo XXI, por los artilugios tecnológicos de un sinfín de pantallas, revaloriza cada escena en la que Leonid Lvóvich, mientras realizaba la tarea más pedestre, explicaba determinados aspectos de las cosas, no por mera pose didáctica sino como una forma de compartir con los demás aquello que había aprendido. La incomprensión inicial ante alguna de aquellas máximas –“Para usar las fuerzas de la Naturaleza y sus benévolas ofrendas es preciso penetrar en las leyes de la mecánica, la botánica, dominar la historia natural y proceder en consecuencia. Entonces la Naturaleza ya no será sólo severa, sino también amigable”– cuajará plena de sentido con el paso del tiempo, redimensionando así el propio vínculo entre el abuelo y el nieto.