Hay un mundo que ya no existe, o mejor dicho, un mundo que sigue estando ahí, en pequeños detalles, pero que hemos olvidado. Un mundo más lento, dotado de una elegancia cotidiana, de una sensualidad sutil, del placer pequeño. Ese mundo vuelve a emerger en el presente a través de Todo es amarillo, el último libro de Irene Delponte, no sólo por el universo creado, sino principalmente por la energía, el tono, el aroma, y también el lenguaje.
Los dos relatos que componen este libro comparten esa atmósfera, una textura como si todo, el pasado, la fantasía y también el presente, se viera tras un velo que a veces permite ver mucho y a veces muy poco, pero que nunca desaparece del todo. Como un sueño o un recuerdo, la prosa va flotando por historias, personajes, acciones y escenarios, desde lo más abarcativo y panorámico hasta el más mínimo detalle, esa partícula de polvo que nadie ve, posada tras un objeto que ya no existe. La narración también fluye en ese vaivén, desde el goteo mínimo y constante al torrente repentino, lo que evita que el ritmo se vuelva monótono y sedante.
Un verano en un pueblo argentino. Una adolescente en la casa de su abuela. Meses en que el ritmo vertiginoso del resto del año da paso a una contemplación del entorno y de la propia subjetividad y el propio cuerpo. Las siestas y su sopor, que vuelve todo cansino; la educación sentimental, el despertar de otro tipo de deseo sexual, los cambios en el cuerpo y en la personalidad. El pasaje confuso entre la niñez que se va y otra etapa extraña de la que poco se sabe pero que mantiene todo a flor de piel. El contacto con otra realidad, menos urbana, la relación con la naturaleza, por momentos tierna y bella, por otros terrible y cruel, la celebración de la vida y la constatación de que la muerte ya no es esa palabra que no se puede ni nombrar sino una presencia acechante en todo momento. Ser niña, adolescente y mujer, y lo que eso significa para los propios personajes y también para su entorno. En este sentido, es interesante la forma en que la mayoría de las relaciones y vínculos son entre mujeres, y cómo muchas veces esa complicidad casi secreta entre mujeres de distintos roles y generaciones permite también la supervivencia en un mundo hostil y masculino y, por qué no, sentirse menos solas.
Todo este entramado se sitúa en un pasado que en muchos aspectos ha quedado muy atrás. La narradora rescata cierto refinamiento y elegancia de las formas, los hábitos y los consumos de cuando ese comportamiento no era patrimonio de la aristocracia. La distinción de barrio, que no dependía del consumo de bienes suntuosos sino que se apoyaba en pequeños detalles, rituales, objetos, y en la búsqueda permanente de la belleza y lo placentero. Para generar y recuperar este clima, es finísimo no sólo el ojo de la narradora, que describe con exhaustividad acciones, lugares, vestimentas y personajes, sino sobre todo el trabajo con lo sensorial. Toda la narración está dominada por aromas, sabores, sonidos, texturas, colores, luces y sombras, logrando así el mérito de que un relato no sea sólo letra sobre papel que el cerebro decodifica, sino que también genera reacciones en el cuerpo.
El vaivén permanente se repite en el cuento final, “La belleza de los monstruos”, en el que queda expuesto desde el propio título. Lo remoto y lo cercano, Nueva York urbana y herrumbrada y la noche en el campo y la luz mala, lo monstruoso y su belleza, el caos y su orden. Un ida y vuelta que a esta altura no es ida y vuelta entre dos partes diferenciadas, sino un fluir entre partes de lo mismo. El universo de Delponte es diverso y no conoce de distinciones ni etiquetas, y se puede contemplar constantemente en su totalidad. O no, porque hasta en los lugares más iluminados y evidentes sigue el velo que, al terminar el libro, notamos que no era tal, sino la constatación de que el recuerdo es un territorio real pero grumoso, esmerilado, neblinoso, en donde todo puede ser, y puede ser como lo recordamos o queremos recordarlo, o no.
Es importante que en la narrativa local (Delponte es argentina, pero su libro entra en el diálogo de la narrativa contemporánea uruguaya editada por editoriales locales) surjan propuestas distintas al tronco duro de la seriedad y racionalidad de la escuela mitad estadounidense, mitad onettiana tan presente en nuestras letras, y se establezcan lazos con otras tradiciones latinoamericanas (se puede encontrar, por ejemplo, una relación con las primeras películas de Ana Katz, los pueblos del interior argentino, las siestas, lo onírico) y hasta uruguayas, como sería el caso de Marosa Di Giorgio. Una narrativa menos cerebral, que explora lo sensorial y lo corporal en todas sus dimensiones, en la que la narración no funciona como un mecanismo de relojería, como una pieza de ingenio, sino como una planta. Como una enredadera que crece sin parar, pero con distintos ritmos, de forma en apariencia azarosa, pero siguiendo lógicas que a la razón, muchas veces cercenadora, por suerte se le escapan. Una narrativa que está ahí y que cuenta con muchos nombres nuevos, en su mayoría mujeres, por lo general publicadas por editoriales recientes, chicas, de tirajes cortos y difusión acotada, que por el momento no gana premios ni cuenta quizás con el favor del público masivo, pero que en silencio, tal vez como la enredadera, va rodeando un edificio gris y un poco en ruinas y le va devolviendo el pulso que debe tener el arte, que siempre tiene que estar más cerca de la imperfección caótica de la vida que de la supuesta perfección y belleza hegemónica del mármol frío e inerte.
Todo es amarillo. De Irene Delponte. Uruguay, Fardo, 2021, 95 páginas.