Cuando, en mayo de 1940, Jorge Luis Borges publicó en la revista Sur el relato “Tlön, Uqbar, Orbis Tertius”, alcanzó el punto más alto entre las ficciones que cuentan la contaminación de un universo –un plano de los hechos– por otro, como espejo ideal o prototipo máximo de una idea que permite innúmeras variaciones. Ese efecto contaminador que avanza sobre la trama, colonizando y modificando sentidos a su paso, se abre en un amplio abanico que alcanza a personajes, espacios, giros argumentales y hasta la propia disposición de la página. Puede verse, por ejemplo, en la conformación de Santa María en la novela La vida breve (1950), de Juan Carlos Onetti, en la que el creador de una ciudad ficticia se va a vivir a ella, convirtiéndose luego en un dios, pero también en el relato de Rodolfo Walsh “Nota al pie” (aparecido en el libro Un kilo de oro, de 1967), en el que la carta de un traductor suicida incluye una nota al pie que va creciendo a medida que avanza la historia, o en el recontracitado cuento de Julio Cortázar “Continuidad de los parques” (publicado por primera vez en la segunda edición del libro Final de juego, en 1964), en el que el lector de una novela se convierte en la víctima del protagonista del libro que está leyendo.
Estas consideraciones vienen a cuento ante la flamante novela Morir es poca cosa, del escritor salteño Daniel Abelenda (1962), que incluye un doble juego de contaminación sobre las claves del relato policial, pero que no se agota en el costado metaliterario del asunto sino que desarrolla diversos aspectos que merecen destacarse.
En primer término hay que resaltar el puntilloso manejo del aspecto temporal de la trama, particularidad que Abelenda ya evidenciaba en sus novelas anteriores El día de plomo (2014) y El americano discreto (2017) y que, seguramente, le debe mucho a su condición de docente de Historia: la primera se centra en los trágicos sucesos ocurridos en Uruguay el 14 de abril de 1972, que acabaron con 12 muertos en menos de 24 horas, y la segunda se ubica en 1983, en el departamento de Colonia, aunque en el trasfondo del relato se mueve la figura de Dan Mitrione, el agente del FBI asesinado en Montevideo en 1970. En esta novela, además, apareció por primera vez el inspector de Homicidios Óscar Washington Cáceres, que será el protagonista de Morir es poca cosa, ambientada a mitad de la década de 1990 entre Montevideo y el ficticio balneario canario Marazul, emplazado sobre el kilómetro 42 de la ruta interbalnearia. El cuidado en el aspecto temporal que oficia de marco de la historia se evidencia en una infinidad de detalles que el autor maneja con soltura: marcas y modelos de vehículos, ofertas gastronómicas de ocasión, disposición geográfica de los comercios en un balneario de mala muerte, la recurrencia a los teléfonos tarjeteros, la irrupción de los primeros celulares plegables y un largo etcétera.
En los primeros días de 1996, el exinspector Cáceres se establece en una casa alquilada de Marazul con el propósito de escribir su primera novela policial, inspirada en un caso que investigó algunos años atrás: los asesinatos de varias prostitutas sobre Bulevar Artigas, en Montevideo. Para ello crea una dupla investigadora, conformada por el inspector Walter Omar Carreño (su álter ego) y el oficial Eric Colo Smith, que recorrerán una Montevideo nocturna y fantasmal, tras los pasos de un asesino que irrumpe, mata y desaparece con quirúrgica precisión. Poco a poco, la segunda línea argumental de la novela, la historia que escribe el exinspector Cáceres, comienza a ser contaminada por la realidad; por momentos, el ficticio Carreño se metamorfosea en el policía devenido escritor, y algunos personajes del plano “real” de los hechos (una médico forense, el superior inmediato del policía, etcétera) pasan a la trama que está siendo escrita. Es ahí donde se aprecia a pleno la densidad de Morir es poca cosa, no solamente como una novela policial a secas sino como una reflexión acerca del propio acto de escribir una novela policial.
Para convertir al avezado exinspector Cáceres en un escritor primerizo que desea concluir la redacción de su novela, publicarla y alcanzar cierta repercusión de crítica y público, Abelenda echa mano al repertorio de recursos, manías, temores y aciertos que conforman esa tarea solitaria, que alguien realiza sin que se la hayan solicitado y que se encuentra rodeada de ciertos preconceptos que han devenido en meros lugares comunes. Cáceres matea, escucha la radio por lo bajo mientras teclea la Olivetti, se entretiene con un perro vagabundo que apareció en los fondos de la casa, camina hasta la provisión cercana para comprar fideos y salsa de tomate, vuelve a ubicarse ante la hoja en blanco y reflexiona sobre los dos personajes que investigan los crímenes de Bulevar Artigas. El work in progress que vamos leyendo de forma gradual no sólo desarrolla la madeja del caso policial –bien condimentado con pistas, soplones, reporteros policiales (hay un popular cronista de enmarañada cabellera pelirroja llamado Nano Foglia), pesquisas truncas y hasta una espectacular persecución automovilística por una Montevideo suburbana–, sino que incorpora las propias resoluciones que el autor ha ido adoptando y de las que el lector fue testigo en los capítulos previos. Y cuando la novela se termina (o las dos novelas, sería lo correcto decir), el lector queda a la espera de un nuevo caso del exinspector Cáceres y de una nueva obra de Cáceres escritor.
Morir es poca cosa. De Daniel Abelenda. Montevideo, Deletreo, 2022, 252 páginas.