El nefasto bienio del coronavirus en estas latitudes no parece haber sido especialmente prolífico en escrituras de la pandemia, esto es, diarios de la peste, crónicas del encierro o tramas escapistas que, por oposición, enfrentaran a la catástrofe. Parecería ser que la mayoría de los escritores se dedicó a continuar sus proyectos en curso, seguir chapoteando en los tembladerales del mundillo editorial, sumirse en trancaderas creativas o postear sus eventuales iluminaciones en las redes sociales, ese espacio público donde suelen ir a morir ideas, argumentos, vueltas de tuerca y ocasionales chispazos de inspiración. Es que siempre es difícil hacer literatura atada a un episodio colectivo concreto en tiempo real, como se dice, porque entre otras cosas parece faltar en la ecuación la propia introspección que otorga el tiempo. Lo anterior no es una generalización, desde luego, ni pretende asumirse como máxima de nada, pues la propia historia de la literatura exhibe sobrados casos que desmienten la afirmación. Por poner sólo un ejemplo, extraído de las limitadas lecturas de quien esto firma, puede mencionarse acá el libro Francamente, Frank (2014), de Richard Ford, compuesto por cuatro relatos protagonizados por el personaje emblemático del autor, Frank Bascombe, y situados en los meses posteriores al pasaje del ciclón tropical Sandy, que afectó a 24 estados de Estados Unidos en 2012.
Las crónicas reunidas por el escritor argentino –radicado desde 2005 en Uruguay– Manuel Soriano (1977) en el flamante libro Las cosas que veo tienen la marca indeleble de haber sido escritas durante la pandemia, bajo el domo sanitario que impuso la cuarentena. En ese sentido, puede decirse que nos encontramos ante un libro surgido a partir del coronavirus, aunque las piezas que lo integran fueran publicadas antes en las páginas de las revistas Lento (Uruguay), ERM (Uruguay), Gatopardo (México), La Agenda (Argentina), Brando (Argentina) y Coolt (España) y no necesariamente pensadas como parte de una unidad. La aparición de este libro subraya, además, el prolífico momento editorial que vive Soriano: el año pasado publicó en Argentina el libro ¡Canten, putos!: Historia incompleta de los cantitos de cancha, y hace unos meses se reeditó en Uruguay su primera novela, Rugby, oportunamente comentada en estas páginas.
El libro, que toma su nombre de un verso de la icónica canción “Adiós juventud”, de Jaime Roos, complementa en los hechos el resto de la afirmación de la estrofa, aquello de “por las calles de Montevideo”, porque justamente es la ciudad la gran protagonista de las crónicas escritas por Soriano. El epicentro de la Montevideo que camina y describe el autor es la plaza Seregni, ese reducto público de 16.000 metros cuadrados, delimitado por las calles Daniel Muñoz, Martín C Martínez, Eduardo Víctor Haedo y Joaquín Requena, que se alza como un grito de apacibilidad en medio del tránsito pistoneante del Cordón y de la cada vez más fea geografía inmobiliaria de la zona. Por la plaza de marras Soriano camina con su hija y con su perro Pocho, saluda a los vecinos que también la frecuentan, conversa con los cuidacoches, juega algún picadito con los gurises que se dan cita allí todos los días y atisba desde sus contornos el propio universo adentrándose en la pandemia.
En “Anatomía de una plaza” el autor construye un plano físico y también humano del entorno, deteniéndose en detalles que pueden pasar inadvertidos para el paseante de paso o para quien concurre a diario: “En el tercer nivel, en toda la plaza en realidad, hay una gran variedad de árboles. No sabría nombrar a ninguno porque no soy ese tipo de persona ni ese tipo de escritor, pero sí puedo decir que los vi crecer, los sigo desde que tenían un palo tutor para que salieran derechitos, y ahora dan sombra abundante, y todo tipo de verdes, y hay uno gigante de ramas finas que es mi preferido: parece Animal de Los muppets y se mueve con el viento, adquiere formas diversas, y entre sus hojas una noche pude ver la cara de Domingo Faustino Sarmiento tal como aparece en el billete de cincuenta pesos argentinos”.
Exceptuando dos interesantes perfiles/conversaciones con músicos –“El mundo según Juan”, sobre el cantautor Juan Wauters, y “Directo al cráneo”, sobre la banda Buenos Muchachos–, el resto de las crónicas parten de determinadas situaciones personales de Soriano (una conversación con su hija, el viaje con su novia a una función de ballet, la reflexión sobre las ventajas de hacerse socio de Cinemateca, etcétera), incluso la pieza más “periodística” del conjunto, “El extraño fenómeno del suicidio en Uruguay”, que se desarrolla a partir de un recital de Eduardo Darnauchans al que el autor asistió al poco tiempo de establecerse en el país y el posterior descubrimiento de la letra de “Ni siquiera las flores”. En esa crónica, además, cuando reflexiona sobre la frase “Triste como uruguayo contento” que escuchara alguna vez, Soriano ensaya una suerte de ubicación geográfica de sí mismo en el tránsito entre dos países: “Al mudarme de Buenos Aires a Montevideo, no sentí muchas más diferencias culturales que las que tienen que ver con la escala de una ciudad y la otra. Acá me siento levemente extranjero. Pero ahora me sucede lo mismo en Buenos Aires, donde viví hasta los veintisiete años”.
La sensación de extranjería presente en el libro no refiere sólo al cambio de domicilio entre dos países vecinos, aunque el elemento aparezca dos por tres, sino a la propia situación espacial en la que durante casi dos años nos ubicó el coronavirus. Por una ciudad cuarentenada y confusa, pautada por el distanciamiento social y las omnipresentes mascarillas, caminó y escribió Manuel Soriano estas crónicas. El libro que las reúne constituye otro triunfo sobre la pandemia.
Las cosas que veo. De Manuel Soriano. Montevideo, Criatura, 2022, 150 páginas. El libro ser presenta este jueves a las 20.00 en el Bar Clandestino (EV Haedo 1997). Hablarán el autor y Micaela Domínguez Prost.