Hablemos de quién cuenta una historia. Hay novelas en las que la voz narradora, encarnada en una primera persona, domina la extensión total de la trama y desarrolla el relato desde el recorte que a los hechos le impone su propio visor. En otras novelas, en cambio, quien cuenta la historia asiste de primera mano a los hechos, interactuando con el personaje central, siguiendo sus pasos, sin abandonar la condición de privilegiado testigo. Un ejemplo de la primera modalidad es el sheriff Lou Ford, que protagoniza y relata los acontecimientos contados en la novela El asesino dentro de mí (1952), de Jim Thompson. Un ejemplo de la segunda variante es el de Biaggio, el hermano de Cosimo, protagonista de El barón rampante (1957), de Italo Calvino. Mientras que el narrador de Thompson es un psicópata de apariencia apacible, que va desgranando capítulo tras capítulo los detalles de su raid criminal con una pasmosa naturalidad, el narrador de Calvino no pierde del centro del relato las peripecias de su hermano desde el momento en que decide irse a vivir a los árboles, y aunque interactúa con él, lo escucha y lo interpela, nunca domina a pleno la escena.

Estas elucubraciones vienen a cuento de la voz narradora de Rugby, novela del escritor argentino –aunque aquerenciado en Uruguay desde hace varios años– Manuel Soriano (1977), publicada originalmente por Alfaguara en 2010 y que acaba de ser reeditada por Estuario. Desde el preciso momento en que el Mocho, protagonista y narrador de la historia, emerge de la estación de subte Catedral, en pleno Buenos Aires, y comienza a hablarles a los lectores, la voz adopta un tono de guía turístico, pero no del conocedor aséptico que reproduce banalidades ante los edificios históricos, sino de alguien desencantado y harto de la realidad que lo rodea. El primer gran logro de Soriano en esta novela, evidenciado ya en la página inicial, es la composición particular de la voz narrativa, que, ciñéndonos al doble modelo expresado más arriba, tiene algo del sheriff de Thompson pero también del testigo de Calvino.

La fuerza que adquiere la voz del Mocho (22 años, hijo de una familia acomodada de peruanos, huérfano de madre, exempleado de un estudio jurídico, estudiante de derecho y rugbier) permite entrar y salir de la historia central –las particularidades de un partido de rugby y, sobre todo, de los acontecimientos que ocurren en el tercer tiempo, ese espacio de camaradería que se desarrolla entre los equipos luego del enfrentamiento– a instancias de la propia estructura de la novela. Los sucesos de la tarde del partido y del tercer tiempo, narrados en capítulos encabezados por una hora determinada, se entremezclan con asuntos del pasado del narrador, en una conformación espiralada que tiende a adensar la historia toda. En ese sentido, los capítulos finales conforman un envidiable prodigio narrativo, un tour de force en el que Soriano administra sabiamente la información, sin dejar de arrimarle astillas de tensión a todo el entramado, hasta que se convierte en una voraz llamarada.

Pero permítaseme volver a la voz del Mocho, porque una vez fijadas las señas socioeconómicas y culturales del personaje, el autor sabe aprovecharlas al máximo, sin caer nunca en el estereotipo de clase o en la lisa y llana caricatura. Así, por ejemplo, durante la caminata por la ciudad rumbo a la calle Tucumán, expone el narrador-guía: “Ese muchachito que parece agonizar contra la pared es un auténtico adicto al paco. Crack, ice, pasta base, esa sustancia tiene muchos apodos. El paco es la basura de la droga, aunque tenga el nombre de un amigo juguetón y compinche. La gracia del paco es que es muy barato. Estos negros son los peores. Un negro desesperado es un negro peligroso. Pero acerquémonos un poco. Sin miedo. Son inofensivos en ese estado. Las marcas que tiene en el antebrazo nos dicen que ha conocido el reformatorio”.

Hay otros momentos de trazos de humor negro, como cuando el Mocho relata la vez que acompañó a una exnovia a una marcha contra la inseguridad, emprendida por la llamada gente de bien ante la ola de robos y secuestros: “Yo no tengo hijos pero creo que soy uno de los hijos con los que no se tienen que meter. Lo pedimos con oraciones, con velas y con promesas de mano dura. No puede ser que ahora secuestren y maten a nuestros hijos. Eso nunca ha pasado en este país, decían las madres de la Plaza del Congreso”. Y también hay momentos que pueden provocar conmociones a los ojos sensibles de muchos lectores del presente, como el momento en que el protagonista es aconsejado en sueños por Cacho Castaña: “Cuando una mina me chupa, quiero que me transmita que tener mi verga en su boca es lo mejor que le puede pasar en su vida. Si no ves esa chispa felina en sus ojos, dejala. Haceme caso, Mocho, dejala”.

Esta flamante reedición de Rugby –lamentablemente intervenida en el primer capítulo por el inefable y odioso duende de las imprentas, que cortó de forma incorrecta varias palabras en los saltos de líneas– vuelve a poner en circulación el primer libro de Manuel Soriano, el más que atendible autor del tomo de cuentos Variaciones de Koch (2012), de las novelas Fundido a blanco (2013) y ¿Qué se sabe de Patricia Lukastic? (2015) y del volumen de crónicas ¡Canten, putos!: Historia incompleta de los cantitos de cancha (2020).

Rugby. De Manuel Soriano. Montevideo, Estuario, 2022, 152 páginas.