Pablo Capanna (Florencia, Italia, 16 de febrero de 1939) llegó a Argentina con diez años. Estudió Comercial (y dibujo de historietas por correo, fascinado por el estilo de Alex Raymond), llegó a ser perito mercantil y luego estudió Filosofía en la Universidad de Buenos Aires. En 1967 ingresó como profesor de Integración Cultural en la Universidad Tecnológica Nacional, cátedra que mantuvo hasta 2004. Pero bastante antes de eso había descubierto la ciencia ficción y hecho lo que pocos (o más bien nadie) hacían: contemplarla con seriedad y en detalle. Analizarla. Y escribir un libro al respecto.
El sentido de la ciencia ficción marcó la línea de su carrera literaria posterior. Ya de por sí, la elección del tema lo desmarcaba de cualquier otro investigador o analista literario. Tampoco era nada común el camino que eligió para esa y todas sus publicaciones posteriores: la investigación personal, fuera de la academia, sin soporte ni respaldo. Y no sólo para su primer libro, o para los que escribió luego referidos a la ciencia ficción. Hizo lo mismo para sus investigaciones sobre filosofía, ciencia o cualquier tema que le interesara. Es, en forma y contenido, el paradigma del autor independiente. Hace tiempo perdió interés en la ciencia ficción moderna (el último libro del género que le interesó, ha dicho, fue Un verano infinito, de Christopher Priest, publicado en 1976), pero nunca en la tecnología, el hombre, la naturaleza y la relación entre los tres. Sus libros y artículos son siempre claros, rigurosos y racionales, ya sea que se sumerja en cuestiones abstractas sobre los cambios históricos del concepto de naturaleza, que repase la historia de las teorías conspiracionales o que escriba libros de divulgación sobre los errores conceptuales de la filosofía new age o el delirio del fenómeno ovni.
Actualmente, retirado y dedicado por completo a la escritura, está recibiendo una nueva dosis de atención. La editorial española Gaspar y Rimbau está reeditando todos sus libros (ya van cinco), y el sello digital Samizdat ofrece nuevas versiones ampliadas de varios de sus títulos, tanto previos como inéditos. Y el 20 de julio en la Biblioteca Nacional de Argentina se presentó el libro Exploraciones. Ensayos en torno a Pablo Capanna, publicado por la Editorial de la Universidad Nacional de Quilmes, donde varios autores e investigadores revisan y significan su producción de más de 50 años. Es cuestión de justicia y sentido común que quien tanto observó y explicó sea, por fin, observado y apreciado.
Publicó libros dedicados a JG Ballard, Philip Dick y Cordwainer Smith, autores que tienen en común cierta dimensión ontológica. Al día de hoy, ¿le siguen pareciendo relevantes?
Yo diría que todas mis elecciones se debieron al instinto de un lector entusiasta que desde temprano se había familiarizado con esos autores. Cuando empecé a escribir sobre ellos no hubiera podido contar con el respaldo del sistema académico, porque eran ignorados. Pero se ve que no andaba tan errado, porque con el tiempo la crítica terminó por consagrarlos como clásicos. Si pude elegir con toda libertad y a la vez tuve tantas dificultades para publicar mis trabajos es porque no trabajaba en un proyecto institucional, donde seguramente me hubiesen orientado hacia otros temas.
Hice toda mi carrera como profesor de Integración Cultural en la Universidad Tecnológica Nacional, que incluía en sus planes algo de epistemología y de ciencias sociales para completar la formación de los ingenieros. Hasta llegué a diseñar los programas y redactar los manuales.
La investigación siempre la hice por iniciativa personal, quitándoles tiempo al descanso y las diversiones y contando con los escasos recursos de mi bolsillo. Hoy las cosas son completamente distintas: el investigador cuenta con un empleo estable e investiga aquello que es compatible con las prioridades (o las modas) del momento. Lo que yo hacía era toda una aventura.
¿Cómo llegó a interesarse por estos tres autores? ¿Hay algún canon personal?
Como muchos otros, descubrí la ciencia ficción en la adolescencia, la edad en que uno contrae ese tipo de adicciones. En cierto modo el género también me despertó un vago interés por la ciencia y la filosofía. Durante mucho tiempo mi libro El sentido de la ciencia ficción fue el único en su género. Pero a medida que esa literatura se iba haciendo respetable dispuse de un espacio donde darme a conocer. Procuré no hacerlo con la actitud del catedrático que juzga y clasifica, sino de quien quiere compartir su entusiasmo con un amigo lector.
De Cordwainer Smith puede que me hayan atraído la vida y la personalidad más aún que sus impecables ficciones. Me llevó muchos años ir armando el rompecabezas de su vida. Entonces no había internet, todo era más artesanal, y me lo pasaba persiguiendo por correo a cualquiera que pudiera aportarme algún dato.
Más tarde mis amigos Marcial Souto, Carlos Gardini y Luis Pestarini me convencieron de que ahora tenía que ocuparme de Dick, un autor que todavía no me interesaba. Empecé con desgano, lo dejé por un tiempo, pero cuando volví a reencontrarme con él ya no me pude despegar. Era otra personalidad fascinante que paradójicamente me despertaba tanto admiración como piedad.
De Ballard me atrajo su prosa tan única como sugestiva, cuando sólo era conocido por los lectores del género, mucho antes de que Spielberg lo llevara a la fama. Fui siguiendo paso a paso toda su carrera con la complicidad de Marcial Souto, que había llegado a ser su amigo.
Supongo que esos tres, y más aún Andréi Tarkovski, tocaban alguna cuerda metafísica que me resonaba en lo más profundo, y de algún modo anticipaban otras búsquedas.
Si bien hoy un tanto olvidado, Smith sigue gozando de respeto entre los críticos. En cuanto a Dick, ha pasado a ser una suerte de segundo Kafka, y Ballard resulta casi más actual que cuando murió.
Un clásico no es algo que sólo atrae a los historiadores o a los nostálgicos: es algo que resiste el paso del tiempo y admite nuevas lecturas.
¿Cómo llegó a interesarse por la relación entre el hombre y la tecnología?
Esa opción tampoco fue parte de una misión asignada desde alguna nube académica, sino un efecto colateral de las vicisitudes de la vida, que me empujaron en esa dirección. Mi primer empleo como profesor fue en una escuela técnica modelo, ante alumnos que eran escogidos por su inteligencia para educarlos con criterios más bien convencionales. Siendo profesor full time me vi obligado a dictar una variedad de materias de las cuales sabía muy poco. Tuve que volver a estudiar e interesarme por todo lo que atraía a esos chicos. Hasta traté de contagiarles mis gustos, pero entre todos logramos una buena ecuación.
La tecnarquía fue mi segundo libro, escrito casi a escondidas en la escuela. Logré publicarlo en España, pero en Argentina apenas circuló. Con el tiempo sería reconocido como uno de los primeros textos de filosofía de la técnica aparecidos en nuestra lengua.
Para esos días, yo me había sumado al equipo de la ahora casi centenaria revista Criterio, donde tuve que hacer periodismo y escribir sobre toda clase de temas. La costumbre de discutir todos los textos en las reuniones del consejo de redacción fue la escuela donde aprendí a afirmar y a la vez aligerar el estilo.
El otro paso lo di al entrar a la Universidad Tecnológica, donde al igual que en Criterio pasé 30 años. Cuando las autoridades de la dictadura amenazaron con eliminar las tres asignaturas culturales, logramos que toleraran dos cursos, con la condición de que sólo habláramos de algo tan neutro como historia de la ciencia. Como yo ignoraba casi todo del tema, le pedí ayuda a Marcelo Monserrat, un amigo historiador. Contando con su vastísima biblioteca me sumergí en un verdadero posgrado casero. Terminé redactando unos textos tan neutros que a nadie se le ocurrió impugnar, pero en ese momento le salvaron el empleo a un centenar de profesores de todo el país.
Cuando otro gran amigo, el español/uruguayo/argentino Marcial Souto, fundó la revista El Péndulo y me sumó a su proyecto, pude llegar a un público más amplio con algo parecido a esos artículos de divulgación que solían traer las revistas de ciencia ficción. Los lectores fueron tan benignos que con el tiempo llegaron a soportar hasta mis artículos más pedantes, con notas al pie de página y bibliografía.
A la última etapa ingresé de la mano de Leonardo Moledo, uno de los mejores divulgadores argentinos. Durante 15 años escribí un artículo mensual para su suplemento Futuro, donde tenía que rendir examen ante un público de estudiantes, profesores e investigadores científicos. Mis miserables honorarios se los llevó el fisco, en uno de esos conflictos entre capital y provincia. Por no haber llenado a tiempo un formulario, el Estado se apropió de todo lo que había ganado en diez años. Lo que no pudieron quitarme fue el trabajo que había invertido en esos textos, que luego fui reescribiendo y ampliando hasta componer varios libros.
¿Cómo definiría su área de interés principal, esa combinación entre formación e intereses?
Creo que hubo mucho de sana curiosidad y bastante de resiliencia. En un país difícil, siempre sujeto a cambios repentinos, desarrollé cierta capacidad para aprovechar las ocasiones que me daba la vida, por más que el momento no fuera prometedor. Siempre me atrajo la metafísica que había en las ciencias y me importó la dimensión espiritual más que el entretenimiento. La personalidad de los creadores siempre me interesó más que saber cuántos libros vendían.
Sus libros sobre ciencia y técnica, sobre todo La tecnarquía, podrían dialogar con los de otros autores muy diversos que también se cuestionaban sobre el contacto del hombre con la tecnología, como Ernst Jünger o Buckminster Fuller.
A los autores que mencionás les he dedicado algún ensayo. Forman parte de un nutrido grupo de personas con quienes me hubiese gustado dialogar, más allá del tiempo y el espacio. No me identifico con ninguno, pero creo haber aprendido mucho de ellos. Jünger, con su estilo sibilino, siempre me resultó un personaje enigmático, especialmente cuando descubrí cuánto le debía [Martin] Heidegger a él. Fuller era el típico yanqui pragmatista, con un optimismo por momentos tan delirante como el de los millonarios de hoy, pero sin dejar nunca de ser crítico.
En los últimos años la relación persona/tecnología se vio cooptada por el culto al teléfono celular. No se me ocurre un equivalente previo de una relación tecnológica tan íntima y absorbente. ¿Qué opinión le merece esta situación?
Hace poco menos de un siglo, TS Eliot se preguntaba dónde había quedado esa sabiduría que reemplazamos por el conocimiento y dónde estaba el conocimiento al que habíamos renunciado a cambio de la información. Actualmente lo que más nos importa es comunicarnos, con lo cual no tenemos tiempo para leer libros. Sea digital o de papel, el libro sigue siendo el mejor soporte para el conocimiento. Pero si a uno le preguntan qué piensa de algún tema, recoge todo lo que ha recogido de distintas fuentes y se arriesga a opinar. Pero el otro, que está mirando de reojo la Wikipedia, lo interrumpe diciendo “acá no dice eso”. Es que esa enciclopedia de Babel que tan útil resulta cuando se usa para consultar datos se ha convertido en el Oráculo de Delfos.
La fase final parece ser el entretenimiento puro de tipo Tik Tok, por estúpido que sea, que ya amenaza con desplazar no sólo a las redes y sus “me gusta” sino hasta esos tuits que les hacen creer a los gobernantes que están dialogando con el pueblo.
¿Se considera un optimista o un pesimista respecto del futuro humano?
Optimismo y pesimismo son actitudes extremas, que pertenecen al orden de los valores y no cuentan con demasiado sostén en la realidad. Con todo, me siento más cerca del optimismo, considerando las terribles experiencias que nuestra especie ha sabido superar sin que pereciéramos. Lo peor del mundo actual es que ahora nuestro peor enemigo ya no es la naturaleza: somos nosotros mismos. La hierba siempre ha vuelto a crecer entre las ruinas, por más ensangrentadas que estuvieran, pero nuestra desmesura actual puede acabar hasta con la hierba.
Con la llegada de internet, y en particular con los teléfonos celulares, la gente tiene literalmente acceso a todo el conocimiento humano en la palma de la mano. Sin embargo, desde hace unos años lo que se ve es un crecimiento de los negacionismos paranoicos.
En estos días, buscando información en la red sobre otros temas me topé con el libro de un militante antivacunas. Me llamó la atención la arbitrariedad de su argumentación y el uso no pertinente que hacía de toda la información de que disponía. Es muy fácil zambullirse en internet y pescar una lista de nombres y cifras. Todos esos personajes e instituciones existen, y algunos no son nada recomendables. Pero la paranoia está en juntarlos a todos en una conspiración global destinada a esclavizarnos.
Es habitual que esa gente jure que varios escritores fueron asesinados por revelar esa trama siniestra, sin explicar por qué ellos se salvaron y están ganando dinero con eso. La lluvia de información y la nube de la ignorancia nos privan de las pocas luces que nos quedan. Todo pasa con una velocidad nunca vista y se hace difícil seguirlo.
En lo personal, tengo 83 años y estoy trabajando en un nuevo libro. No sé si alcanzaré a terminarlo, pero eso es lo que menos me importa.
Bibliografía de Pablo Capanna
Sólo primeras ediciones físicas
- El sentido de la ciencia ficción (Buenos Aires, 1966)
- La tecnarquía (Barcelona, 1973)
- El señor de la tarde. Conjeturas en torno de Cordwainer Smith (Buenos Aires, 1984)
- Idios Kosmos, claves para Philip K Dick (Buenos Aires, 1991)
- El mundo de la ciencia ficción (Buenos Aires, 1992)
- JG Ballard. El tiempo desolado (Buenos Aires, 1993)
- Contactos extraterrestres (Buenos Aires, 1993)
- El mito de la nueva era (Buenos Aires, 1993)
- La tentación de la magia (Buenos Aires, 1995)
- Excursos, grandes relatos de ficción (Buenos Aires, 1999)
- El icono y la pantalla. Andréi Tarkovski (Buenos Aires, 2000)
- Historia de los extraterrestres (Buenos Aires, 2006)
- Conspiraciones, guía de delirios posmodernos (Buenos Aires, 2009)
- Inspiraciones. Historias secretas de la ciencia (Buenos Aires, 2010)
- Maquinaciones. El otro lado de la tecnología (Buenos Aires, 2011)
- Natura. Las derivas históricas (Buenos Aires, 2016)