En el Museo de Orsay, en París, hay un retrato de tres cuartos de Charles Baudelaire (1821-1867), ligeramente inclinado y algo borroso por haberse movido el modelo en el preciso momento del registro. El poeta mira despectivamente hacia la cámara, con la mitad derecha del rostro en penumbras, de forma tal que la boca parece estar siendo aspirada por la prominente nariz. Más perturbadora aún resulta una fotografía de Thomas Arnaulder, un amigo del autor de Las flores del mal, recientemente descubierta, en la que al fondo y sobre la derecha del cuadro aparece un rostro fantasmal que espía la escena y que los estudiosos han determinado que es el del mismísimo Baudelaire. La referencia a estas dos imágenes captadas a mediados del siglo XIX, la prodigiosa centuria en la que la fotografía se consolidó como técnica a partir de diversos experimentos y procedimientos (el heliograbado, el daguerrotipo, el calotipo, la cianotipia, el colodión húmedo, etcétera) ilustra la tesis del libro Baudelaire, el irreductible, del catedrático francés Antoine Compagnon (1950), formado originalmente como ingeniero de caminos, profesión que se emparenta bastante con la de la investigación literaria.

Compagnon, autor del imprescindible El demonio de la teoría. Literatura y sentido común (2015), publicado, al igual que el libro que acá se comenta, por la preciosista editorial española Acantilado, problematiza la etiqueta de Charles Baudelaire como “inventor de la modernidad”, desmontándolo del pedestal en el que cierta crítica lo ha ubicado para analizar el vínculo ambiguo que el poeta mantuvo con diferentes expresiones del progreso de su época, tales como la ciudad, las multitudes, la prensa, las caricaturas y, por supuesto, la fotografía. Con todas estas manifestaciones sociales de la modernidad, Baudelaire estableció una relación ambigua y tirante, que Compagnon rastrea en la copiosa correspondencia del poeta con colegas, amigos y con su madre (aprovecho este paréntesis para recomendar el volumen Cartas a la madre publicado por la editorial argentina Schapire en 1947, en una exquisita traducción y al cuidado de Ulises Petit de Murat) y, especialmente, a partir del estudio de las circunstancias que rodearon la escritura de los poemas en prosa que terminaron conformando el libro El esplín de París, publicado póstumamente en 1869, dos años después de que la sífilis y sus complicaciones acallaran la voz del poeta a los 46 años.

Baudelaire, el irreductible, de Antoine Compagnon. España, Acantilado, 2022, 320 páginas. Traducción de José Ramón Monreal

Para acometer el estudio sobre los años finales de Baudelaire, la redacción y publicación seriada en diversos periódicos de los poemas en prosa, la vinculación con otros poetas, pintores y músicos y la propia valoración de la obra del bardo en el mercado de valores literarios de su época (en enero de 1866, un año y medio antes de morir, desde Bruselas, ciudad en la que se establece por un tiempo para intentar ganarse la vida dictando conferencias, le escribe a su notario para que rastree el elogioso comentario de un poema aparecido en la prensa), Compagnon pinta un fresco colosal del París de mediados del siglo XIX en el que no faltan las buhardillas malolientes y los transitados bulevares, la intensa vida teatral y las borbollantes redacciones de los periódicos, la irrupción del alumbrado a gas y la amplísima oferta de prostitución, en una suma de elementos modernos que el vate condensa en los versos iniciales del poema “Los siete viejos”: “Hormigueante ciudad, ciudad llena de sueños, / donde asalta de día el espectro del viandante! / Por doquier los misterios como savia discurren / por las venas angostas del nervudo coloso”. (TS Eliot veía en los dos primeros versos el resumen de toda la obra de Baudelaire).

El estudio que emprende Compagnon no se detiene en la mera composición del cuadro escénico en el que se mueve el poeta ni en la enumeración de los diversos signos del progreso que rechazó o explotó (“La fe en el progreso le repugna: ha pensado en suicidarse, asqueado de la vida por los periódicos de gran tirada, pero asedia a esos ‘canallas’ de directores, y no ceja hasta que lo publican; arremete contra la fotografía como si fuera un moderno becerro de oro, pero ha posado para fotógrafos que nos han dejado algunos de los mejores retratos de escritor que conocemos”), sino que lo ubica en el centro de una constelación de nombres claves de la época, que el futuro –del que es parte nuestro deslavado presente– ha tratado y asimilado de diversa formas, tales como los del pintor Édouard Manet (1832-1883), en cuyo cuadro La música en las Tullerías (1862) Baudelaire es apenas una silueta desdibujada entre la multitud; el poderoso crítico literario Charles Augustin Sainte-Beuve (1804-1869), que desde las páginas de los más prestigiosos periódicos parisienses analizaba con lupa cada verso publicado; y el dibujante Constantin Guys (1802-1892), “un obrero anónimo de la nueva prensa de gran formato”, que ni siquiera firmaba sus colaboraciones en los diarios y al que Baudelaire ubicó en el centro de su ensayo El pintor de la vida moderna (1863).

En Baudelaire, el irreductible Antoine Compagnon no se enclaustra en las catacumbas de la prosa académica, sino que desmonta el mito del “inventor de la modernidad” para ponerlo a dialogar con el presente, quedando expuesta, así, como de pasada, su insoslayable vigencia. La reacción inmediata tras cerrar este libro no es otra que la de salir a leer (o releer) a Baudelaire.