Una pregunta por demás pertinente que todo escritor de ficciones se plantea al momento de afrontar un nuevo relato, subliminalmente o en voz alta, tomando notas en una libreta o mientras dialoga consigo mismo, es la de quién cuenta la historia. ¿De quién es y desde dónde parte la voz que emprende el recorrido por los vericuetos de la trama? ¿Es un testigo, un demiurgo, un trasunto del propio autor o su contracara? ¿Desde dónde habla y para quién lo hace? ¿Posee toda la información de los hechos que se apronta a referir o descubrirá algunos de ellos durante el proceso? ¿Se propone contar la mismísima verdad o tergiversará los acontecimientos para acomodarlos a su antojo? ¿Dónde estaba esa voz antes de ser convocada para expresar lo que ahora leemos? Son varias preguntas, como puede verse, pero todas se condensan en una sola, la primigenia: ¿quién cuenta la historia?

La ficción narrativa dispone de un muestrario amplio de variaciones, pero a efectos de ilustrar ciertos aspectos del libro que acá se pretende comentar, a modo de ejemplo mencionaré dos novelas muy diferentes entre sí, escritas en siglos también diferentes, por dos autores que la gloria ha tratado de diversa forma y que tienen pocos puntos en común: La piedra lunar (1868), de Wilkie Collins, y Mientras agonizo (1930), de William Faulkner. Considerada la primera novela de detectives de Inglaterra, La piedra lunar es un verdadero parteaguas del género por muchas razones, siendo la más importante el mecanismo del que se valió el autor para que avance la acción: una suma de testimonios escritos por los propios testigos de un hecho delictivo (procedimiento que Collins había ensayado con menor suceso ocho años atrás en La dama de blanco). En el caso de Mientras agonizo, la novela se compone por los monólogos interiores de los integrantes de una familia de granjeros pobres que trasladan el cadáver de la esposa y madre para enterrarla en el suelo de sus antepasados. Las dos novelas, cada una a su manera, exponen en primer plano el asunto de quién cuenta la historia, naturalizando el efecto para que el lector avance por sus páginas, conformando una suerte de unidad estilística que también se vuelve modelo. Estos asuntos vienen a cuento del procedimiento del que se valió el escritor francés Franck Bouysée (1965) para escribir la novela Nacido de ninguna mujer, con la particularidad de que lo que debería ser el mejor acierto del libro se convierte en su problema más grave.

Primero, los hechos. Sin que venga mucho a cuento de nada, un viejo sacerdote rural rememora un oscuro episodio ocurrido más de 40 años antes, cuando fue llamado a un manicomio en medio de las sierras para bendecir el cadáver de una interna que acababa de morir. Una serie de circunstancias determinan que el padre Gabriel se apodere de un manuscrito que la difunta, de nombre Rose, escondiera entre sus ropajes. El manuscrito presenta una sórdida historia contada en primera persona por Rose joven, una hija de campesinos que a los 14 años fue vendida por su padre a un maestro herrero que la llevó a trabajar como sirvienta a la casa que habitaba junto a su madre y a su esposa enferma. El manuscrito se toma su tiempo para presentar el escenario central de la acción –un derruido castillo en medio del bosque, con una fragua cercana y en medio de una red de caminos poco frecuentados– y los oscuros motivos que impulsan al maestro herrero, el antagonista total de la historia, un villano tan ruin que raya en lo caricaturesco.

El manuscrito de Rose que lee el padre Gabriel, y que conforma la fuente principal de la novela, es presentado en forma de breves capítulos intercalados con el relato en primera persona de Edmond, un empleado del maestro herrero que asiste al proceso de degradación de Rose, y con las peripecias que viven primero el padre y luego la madre de la joven cuando salen a buscarla, narradas en tercera persona.

Esto plantea un problema estructural, referido a lo que se apuntara antes sobre la pertinencia de determinar quién cuenta la historia, porque si se asume que el padre Gabriel leerá (y con él el lector) el manuscrito que tiene delante, tal como anuncia en un momento inicial de la novela, nada explica la irrupción del monólogo de un personaje secundario (testigo parcial de los hechos) ni el relato sobre el periplo de los padres que va mechándose entre los capítulos escritos por Rose. ¿Por qué el sacerdote no lee de corrido el manuscrito? ¿Quién registra el monólogo de Edmond? ¿Quién cuenta la aventura de los padres de Rose tras sus huellas si el sacerdote sólo conoce lo que refiere la joven en primera persona? Nada de esto impide que la historia se lea con fluidez, pero la brusquedad que establecen los cambios de tono es tan notoria que ningún lector, por más distraído que sea, puede hacerse el desentendido.

Al margen de los aspectos antes señalados, Nacido de ninguna mujer, que ha ganado una decena de premios literarios en Francia, tal como informa la solapa, le saca provecho a su ambientación gótica y adensa una trama de maldad y muerte no apta para todos los estómagos (incluye un largo proceso de asesinato y posterior desaparición de un cadáver que deja a los guionistas de esas infames sagas de terror juvenil hollywoodense a nivel de párvulos haciendo palotes), aunque no evita caer, sobre el final, en ciertos giros excesivamente melodramáticos y en una resolución bastante obvia.

Nacido de ninguna mujer, de Franck Bouysee. Traducción de Rosa Alapont. Anagrama, Barcelona, 2022. 300 páginas.