Con menos de 30 años, Ida Vitale publicó su ópera prima La luz de esta memoria (1949). Compuesto por 14 textos, el poemario se organiza en dos secciones. Cada una cuenta con un destinatario manifiesto: Ángel (Rama, su esposo entonces) y José Bergamín, en forma respectiva.

Se presentó en 1949, el 29 de mayo, cuando, por fin, Amanda Berenguer, José Pedro Díaz y la misma Ida Vitale lograron finalizar la ardua tarea artesanal. Sí, la primera edición se forjó de forma manual en el hogar del matrimonio Díaz-Berenguer (uno de los núcleos espaciales de la generación del 45, ubicado en la calle hoy conocida como María Espínola, en Malvín), con la prensa tipográfica que bautizaron literariamente La Galatea.

La primera reseña de la obra poética de Ida fue escrita por Manuel Flores Mora para el semanario Marcha el 30 de diciembre de ese año. El intelectual y dirigente batllista comienza su comentario indicando la indiferencia de la crítica literaria frente a este libro que llama “cuaderno”. Destaca en él lo que considera “poesía verdadera”, y a su parecer este rasgo hace que la obra de Vitale sea “la más eterna y honda de nuestra lengua”. Entiende que “su parquedad verbal, la severidad bien entendida [...] como expresión inmediata natural de una línea profunda de pensamiento poético musical” le otorgan la clave para expresar una premisa que fue dicha desde siempre con honestidad. Maneco cierra su comentario augurando la llegada de un “nuevo y extraordinario poeta”.

Al celebrarse los primeros 50 años de La luz de esta memoria, Vintén Editor presentó un facsímil impreso en agosto de 1999 y del que resultan 400 ejemplares.

En mayo de 2022, La Galatea retomó su suspendida labor gracias a la restauración encomendada por la Biblioteca Nacional y llevada a cabo por Gabriel Pasarisa junto a su equipo de Caja Baja. En esta segunda época de La Galatea se llevan editados dos títulos: La historia de La Galatea, a cargo del investigador Alfredo Alzugarat, y El otro 45, antología poética que incluye un prólogo de Valentín Trujillo, actual director de la Biblioteca.

A fin de engalanar el reconocimiento que la obra de Ida Vitale merece, los moldes de la Minerva se volvieron a reunir y pasaron por los rodillos impregnados en nueva tinta. La luz de esta memoria, una vez más, brilla en sepia.

De estos tiempos

Lope de Vega, Giacomo Leopardi y Antonio Machado, presentes desde los epígrafes, ofician como guías para transitar el camino propuesto por la autora. De las entrañas de la “Canción a la muerte de Carlos Félix”, contenida en las Rimas sacras de Lope de Vega (1614), nace el título que le da nombre al libro. Canto del suplicante que pide se troque el sentimiento de pena del llorar la muerte de su hijo en gozo, sangre que derramada no deje en penumbras esa memoria que lo salva porque ella es luminosa. Y casi sin dar tiempo a templar el alma propone la lectura de dos versos en lengua original del poema “L’infinito” de Leopardi. Se entra en la humana impotencia de comprender que jamás se verá la totalidad de la luz, aunque esta misma imposibilidad resulte, hacia el final de los versos, dulce.

De esta manera, el encuentro con esta obra no es comienzo de nada, sino que lo que se experimenta es la continuidad de un diálogo que a modo de melodía se escucha desde tiempo atrás, y, al presente de esa publicación, el yo ensaya aquellas notas que sugiere desde el silencio del pensamiento.

Así es que se abre su primer texto, “La noche, esta morada”: con la afirmación que reconoce en la noche la morada para el avance de la lectura y variar la metáfora hacia mundo, mar y, en último lugar, sombra. Se habita la noche, se navega el piélago no sin advertir que lo que no es yo lo desviste de su misterio, es decir, de su caballo y de su nube. Caballos que tiran el carro de Poseidón y otorgan al mundo la fuerza ciega de lo primigenio, nubes que en su movimiento constituyen las aguas superiores de su morada, siempre en transformación, resultan, de esta manera, los mensajeros de lo inefable.

Al comienzo de su proceso creativo identifica que “Todo está desposeído” como consecuencia de “un nombre que he llamado letra”. En la necesidad de nombrar, entendida como designación de una naturaleza, lo que rodea al individuo lo deja en soledad porque se poda con la palabra todo lo que ella no alcanza a decir. De ahí “el cielo vuelto un hueco sin voz y sin /orillas”: nadie alcanza a pronunciar al cielo y aun, siendo de este modo, es el yo que se declara con la fuerza del instante, el celador de lo latente porque “viene a salvarse en mí” la nube, el caballo ahora obtiene la dimensión de lo azul y en esa inmensidad se perpetúa en “eterno cielo”.

Casi al final de La luz de esta memoria una pieza parece continuar, como todas las del poemario, pero de modo más explícito; lo planteado al inicio. La angustia se presenta en ese goteo de luz que imperceptible mengua la existencia “siempre hacia el mar, siempre hacia el mar./ Otra vez, arista por arista/ se van los cuerpos. ¿Dónde están?”. La tradición literaria se hace presente en estos versos donde no sólo leemos a Vitale, sino que en su confirmación del mar como último destino trae con los suyos los versos de Antonio Machado y, con los de él, viene también Jorge Manrique con sus coplas.

Entonces, sí: honda poesía que pone sobre el tapete las grandes preguntas con sus respuestas intuitivas que expresan las angustias existenciales de la tradición occidental. El eterno ubi sunt sigue reclamando las ausencias que la humana condición no permite encontrar. La memoria como Última Thule que otorga la posibilidad de, en algún espacio, seguir siendo uno en ese mar. En los versos finales de esta composición se lleva el desconsuelo al límite y se muestra un yo que se espanta de la posibilidad de un tiempo sin memoria, pero en el que la última línea lo salva: “una pena celeste donde la noche recomienza el sueño”.

Ida Vitale inaugura su página en blanco y, de esta manera, posiciona al yo en su rol de poeta y asume el desafío del que en alerta aguarda deducir las claves. El tiempo la ha encontrado náufraga en mares de cantos y decires y, luego de 70 años, le permitirá afirmar que se llega a un Tiempo sin claves (2021). Leopardi la invitaba a sumergirse en lo inmenso que aún, siendo siempre piélago sabe dulce, alcanza el “Intersticio” (como también escribe en Tiempo sin claves). Ahora aquella no dicha sombra es sol tibio que mece y acuna con canto la memoria que la esperanza ilumina.

El centenario llega con la paciencia del que ya no se frustra en la imposibilidad del decir, es el tiempo de la espera desconocida en un “día que no da claves”, pero que encuentra al yo sin percibir lo inmenso en sombras, sino bebiendo aquellas aguas de almíbar, aunque en ellas el pie no encuentre sostén. La ausencia del amor en lo cotidiano recuerda la presencia de la amargura siempre al acecho. Ausencia presente en el centro de Tiempo sin claves como aquella gran pregunta del inicio: “¿Qué hacer? ¿Abrir al mar la estancia de la muerte? ¿O enterrarse entre piedras que encierran amonitas fantasmas y prueban que fue agua este humano desierto?”.

No sólo las ausencias sino también el desencanto son testimonio de su largo recorrido: “ya has llegado / al mercado del inútil saber”, a esa curiosidad de antaño que hoy la suplantan expertas certezas: “Por más que uno se ponga voluntarista, aquellos (brotes) no van a aparecer por ningún lado si no logra una mínima raíz”, la abrazan los recuerdos que resultan analgesia a la espera de “ese poco que resta”.

El tono transmite alivio. No hay angustia en este tramo y sí dolor frente a la falta del que ama, pero el largo camino da la lucidez para comprender que nada llega con aviso ni merece aspavientos: “algo cayó sin ruido: fue la tarde/ el maltratado amor, lo que no arde”. A su vez, el tiempo parece haber dado todo y la voz entiende que no hay pendientes al decir de Quijote: “no nos quedamos a deber nada en otras muchas demandas y respuestas que entre los dos pasamos”, porque a esta altura el yo acepta que nunca se alcanza a ver el último horizonte y que en esa búsqueda se extravía el pensamiento y es ínfimo el ser frente a lo eterno, y como espiral que envuelve su lectura, un nuevo naufragio lo libera.

La luz de esta memoria. Biblioteca Nacional, 2023 (1949). Tiempo sin claves. Estuario, 2019.