Cuando los escritores escriben acerca de su condición de padres o de sus propios hijos en sí, la llamada fibra de la emoción se tensa con la carga de la vivencia personal. En un punto, el autor corre el riesgo de abrir en demasía la ventana a la intimidad del vínculo pero, al mismo tiempo, esa concesión se vuelve necesaria para escapar de la generalidad del tema y para que su experiencia llegue al lector en su condición única, no como mera construcción arquetípica.
Con la argamasa filial se han escrito obras tan variadas e impresionantes como el poema “Tu ti spezzasti” (Tú te quebraste), en el que Giuseppe Ungaretti despide a su pequeño hijo Antonietto, muerto a los nueve años por una apendicitis mal tratada; la novela Un día en el atardecer del mundo, de William Saroyan, que describe con perturbadora cercanía la relación de un autor premiado con sus dos hijos; y el inclasificable volumen Ratos de padre, del treintaitresino Julio C da Rosa, una suerte de anecdotario vivido con sus hijos que representa una auténtica rareza no sólo dentro de la obra del autor sino en el batiburrillo de las letras nacionales, nunca debidamente analizado (el libro de Da Rosa, no el batiburrillo).
Al margen de las diferencias estilísticas, de composición y sobre todo literarias entre sí, Literatura infantil, el último libro del premiado escritor chileno, residente en México, Alejandro Zambra (1975), se vincula con Ratos de padre por la forma de aprehender la domesticidad del vínculo de un padre con sus hijos. Valiéndose de las líneas directrices de la llamada “literatura del yo”, Zambra –o más bien el editor Andrés Braithwaite– armó un libro que si bien se centra en el vínculo del autor con su pequeño hijo Silvestre (especialmente durante el primer año de vida de este), incorpora pasajes de ficción (como el logrado cuento ‘Garabatos’, que abre la segunda parte del tomo) y ramalazos de recuerdos de su propia infancia en Chile.
El verbo armar, que empleé antes, se ajusta al dedillo a la conformación de esta obra, pues no se trata de un libro pensado y redactado como una unidad, sino de una suma de textos que originalmente aparecieron en medios tan disímiles como The New Yorker, The Paris Review y la Revista de la Universidad de México. La labor de Braithwaite (“crucial para que este libro fuera encontrando una forma”), ensalzada por Zambra en los agradecimientos finales, le quita algo de fuerza al valor personal que Literatura infantil puede tener como expresión autobiográfica, subrayando así cierta pereza al momento de pensar y sobre todo escribir la experiencia de ser padre.
El libro es desparejo y por su propia conformación de suma de partes tiende a perder el centro todo el tiempo. La primera parte, centrada en el vínculo de Zambra con su pequeño hijo, nunca despega de lo anodino y de una segunda persona que si bien se justifica por estar hablándole al niño lector del futuro, parece no tener nada interesante para decir: “Contigo en brazos, por primera vez aíslo, en la pared, la sombra que formamos juntos. Tienes veinte minutos de vida”, dice el primer párrafo; “Lloras cuando comprendes que tus pies no sirven para agarrar objetos. Pero luego descifras, asombrado, los dibujos de las sábanas”, se lee más adelante. El problema no está en que Zambra, o el autor que sea si vamos al caso, deba escribir permanentemente frases poderosas o iluminadas sobre su condición de padre, sino en que en Literatura infantil todo termina reducido a un muestrario caprichoso de los temas que ocupan a los progenitores, especialmente si son primerizos y añosos.
Así, desfilan reflexiones descafeinadas sobre qué se entiende por “literatura infantil” y qué libros puede llegar a leer el infante, anécdotas sobre la interacción con un bebé en espacios públicos (es especialmente penosa la narración de un cruce con el encargado de una librería que no le permitió al padre entrar con una mamadera con agua al local) y hasta unas décimas al hijo bastante sosas y cargadas de lugares comunes.
En la segunda parte cambian los tantos y Zambra, desembarazado ya de la cotidianidad de su vínculo con el pequeño Silvestre, desarrolla una serie de relatos autónomos, que tienen en el centro a la figura de su propio padre, que vive en Chile y se comunica con su pequeño nieto por medio de una pantalla.
Al ya mencionado cuento ‘Garabatos’, que además de la historia de una amistad entre dos niños de clases sociales diferentes incorpora una suerte de glosario del insulto en el Chile de la década del 80 del pasado siglo, hay que sumar el muy bien logrado “Introducción a la tristeza futbolística”, que se centra en la condición de espectadores de partidos de fútbol de todo tipo entre padre e hijo (y que incluye, entre otras vivencias, la decepción nacional que representó para Chile el infame montaje del golero Roberto Rojas en el estadio Maracaná durante el partido ante la selección de Brasil, en 1989, autoinfligiéndose una herida y culpando a una bengala disparada hacia la cancha), y ‘Rascacielos’, una historia de amor en Santiago de Chile, con los libros como leit motiv y con un exquisito empleo de la segunda persona (que logra por momentos dejar en el olvido el empalagoso uso del recurso durante la primera parte del volumen).
Libro decididamente menor del autor de las logradas novelas Bonsái (2006) y Poeta chileno (2020), Literatura infantil reviste interés para completistas de la obra de Zambra, fatigadores de la “literatura del yo” y para aquellos lectores que gustan de pispear la cocina de la escritura de un novelista, aunque en vez de cocina acá haya un cuarto con animalitos de colores y, en vez de un work in progress, biberones.
Literatura infantil, de Alejandro Zambra. 232 páginas. Anagrama, 2023.