En paralelo a su trayectoria en el mundo de la danza, Mariana Casares (Montevideo, 1967) ha publicado un libro de cuentos (Capítulos dispersos) y la novela Sex shop no es pecado. Recientemente apareció La chica de la motosierra, un libro de cuentos cortos, realmente cortos –la mayoría de no más de tres páginas– pero abundantes (42).
La primera referencia que viene a la mente al leerlos es, como bien cita Constanza Moreira en la contratapa, Mario Levrero, pero particularmente el Levrero de Irrupciones, aquel que, más que crear mundos alternativos, se centraba en las fisuras de la lógica del mundo real, deteniéndose en pequeños detalles de la vida cotidiana que denotan la artificialidad de nuestros rituales y rutinas a través de un quiebre: una emoción que aflora, un objetivo que no se cumple, un desborde imaginativo. En muchos de los cuentos no existe un final cerrado, contundente o unívoco; el pequeño tropiezo simplemente ocurre y luego todo sigue su marcha, como si nada hubiera pasado. Es el caso de “Volar”, donde una niña juega a subir escalones a los saltos, “Puntos suspensivos”, que no llega a extenderse una página entera, donde la narradora (también una niña) se deleita jugando con bichitos de luz, o “Lluvia en tres actos”, que muestra diversos hechos ocurridos durante las esperas de un día lluvioso.
También hay escapadas un tanto más disruptivas o audaces, como el arresto de una adolescente que sale a pegatinear la imagen del Che con un grupo de militantes (“8 de octubre de 1984. Madrugada. Montevideo”), o una salida de una mujer con una amiga y su nuevo novio en un velero, que la pone en peligro de un abuso sexual (“Boga, niña”). Incluso la autora se permite ponerse en la piel de una prostituta en una whiskería (“Madre ¿hay una sola?”). El cuento que da nombre al volumen es un tanto excepcional dentro del conjunto, en el sentido de lo determinante del hecho narrado (un cruento crimen pasional).
Además (y esto es una diferencia apreciable con Levrero), el libro tiene un punto de vista marcadamente femenino, lo cual no deja de ser una tendencia constante en el mercado editorial actual, tanto internacionalmente como en nuestro país. Todos los cuentos se encuentran concebidos desde un narrador protagonista, y en todos los casos este narrador es femenino (con la única excepción de “Miríadas”, donde se juega con distintos puntos de vista sobre un mismo hecho).
Resulta interesante el modo en que se conciben los personajes masculinos, no sólo porque se encuentran en la categoría de “lo otro”, lo distinto a la propia identidad o subjetividad, sino porque además están imbuidos de un aura inquietante y enigmática: o bien ocultan cosas, como el infortunado donjuán de “La chica de la motosierra”, o bien sus acciones son extrañas o impredecibles, como el hombre que aborda a la protagonista de “Madre ¿hay una sola?”, y hasta amenazantes, como el agresor de “Boga, niña”. También pueden tener actitudes extravagantes, como el excéntrico coleccionista de servilletas de “Las cinco en punto” o el anciano bailarín de “Lluvia en tres actos”. En ocasiones, lo que hay en ellos de misterioso o disruptivo puede ser parte de su atractivo, como en “La última cena”, donde se nos cuenta el último fogonazo pasional de una pareja devorada por la rutina.
Claro está, lo inquietante y enigmático no se limita a los personajes masculinos, aunque sea llamativo verlos en ese lugar. Todo el libro se detiene constantemente en las pequeñas cosas que escapan a la norma, lo que desvía los objetivos. Esto genera también un cierto humor, ligeramente ácido, producto de lo imprevisto, como cuando vemos a una mujer deambulando por una terminal en busca de un pasaje a Asunción que termina en una pista de patinaje sobre hielo (“Obediente”), o una escritora de horóscopos de un diario que es absurda y autoritariamente conminada a escribir un titular (“Horóscopo”). No obstante, se trata de un humor sutil, de esos que provocan una leve sonrisa más que una carcajada.
Dentro de la tradición en la que se enmarca este libro, bastante cultivada en la literatura uruguaya, cuenta con una característica poco frecuente: es mayormente optimista, “luminoso”, como también anota Constanza Moreira en la contratapa. No se trata de un optimismo simplón, puesto que los aspectos negativos de la experiencia humana, desde el peso de la rutina hasta la enfermedad y la muerte (“Límite”, “Ávalon”), se encuentran también presentes. Pero no son pocos los desenlaces felices, las protagonistas que ponen un límite final a situaciones desgraciadas: una pareja disfuncional (“Despedida”), un invasivo e inoportuno artista callejero (“Show”) o simplemente alguna alimaña que desencadena reacciones fóbicas (“Ella o yo”). Si bien esto no es una virtud de por sí, también es verdad que los tonos “luminosos” suelen ser más difíciles de manejar, corriendo el riesgo de caer en la simplicidad bobalicona o incluso en un cierto mesianismo emparentado con la autoayuda, cosa que no ocurre en este caso.
Por último, un plus en la edición son las ilustraciones de Matías Bervejillo, bien logradas plásticamente y que complementan la narración sin caer en la obviedad.
La chica de la motosierra, de Mariana Casares. 200 páginas. Yaugurú, 2023.