Ahora que nuestra poeta mayor se adentra en los 91 años, es un buen momento para detener el vértigo y asomarse a su vida y su poesía. Pesadora de la palabra, es traductora por placer y alguna vez fue narradora porque no hubo más remedio. Autora del texto de “Otra voz canta”, canción emblema de la búsqueda de los desaparecidos de la última dictadura, habitante de los espacios de resistencia cultural en los años 1960 y 1970, su compromiso es, sobre todo, con la literatura. Montevideana de Tacuarembó, es mucho más que un gran premio a la labor intelectual. Es la elegida de sus pares.

Saber de Circe Maia ha sido siempre saber de cosas antiguas que están ocurriendo en este preciso momento. Pero un poco en el costado. Nunca en el centro. La academia sabe sobre Circe Maia, le ha dedicado coloquios, la ha diseccionado en estudios. Sus colegas poetas, aunque también sepan sobre Circe, sería más preciso decir que saben de Circe. Por carta (siempre ha sido generosa cultora del género epistolar), por el correo electrónico después (al que sabe plantear de tal manera que parezca siempre escrito con la nobleza del papel), por los encuentros en los que se forja la amistad algunas veces, o por otros poetas, en esas charlas en las que queda la sensación de que la escritora está instalada de un modo tan definitivo, tan vecinalmente canónico en la literatura uruguaya de hoy, que se la puede encontrar en todas partes donde el tema sea la poesía del aquí y ahora.

Basta hablar con un poeta, con una poeta, para que surja un acto compartido, una lectura, incluso una entrevista que se hizo alguna vez y que no se publicó nunca, o que apenas llegó a circular en esos circuitos donde circula la poesía. Una de esas entrevistas secretas la hizo la también poeta Silvia Guerra en 2018: fruto de tres días de conversación en Tacuarembó, algunos breves fragmentos aparecieron en diversas oportunidades, pero nunca llegó a conocerse impresa (de ahí están extraídos los diálogos y los recuadros que se publican en este artículo).

Circuitos raros los de la poesía que, de tan marginales, parece que son los más adecuados para dar testimonio de un género (es cierto, algún día habrá que discutir si se puede seguir llamando género a lo que no es formato sino sustrato) que es el que más hondo cava para encontrar los ríos subterráneos del lenguaje. Y desde ahí cala -también hondo- para poner en cuestión el edificio entero desde los mismos cimientos. Como una antigua insularidad homérica habitando en el norte sin mar.

Infancia

En vez de un rezo, como en las familias cristianas de las viejas películas, el padre de Circe, en el almuerzo, antes de empezar la comida, recitaba poesía. Casi siempre de Ruben Darío. Muchas veces “Los motivos del Lobo”, le cuenta Circe años después a Silvia Guerra. Escribano sanducero en Tacuarembó, soñaba con ir a España como un espeleólogo de superficie y descubrir, debajo de lo que se veía en la vieja casa de Francisco Goya, la quinta del Sordo, más obras de Goya. Sabía al detalle la biografía del autor de las pinturas negras, de quien había dado alguna charla en el club del pueblo. Ahí, en ese Tacuarembó, vivió Circe Maia hasta los siete años.

Además de libros sobre Goya, su padre, que la hubiera querido pintora y la descubrió poeta (él mismo editó un libro con los poemas de su hija, Plumitas, cuando Circe tenía 11 años), tenía una nutrida biblioteca de poesía. Ahí estaba Antonio Machado, de quien luego Circe (junto con Walter Ortiz y Ayala y con Washington Benavides, dirá Luis Bravo) será uno de los mejores reflejos de esa ascendencia poética. En esa infancia también aparece Federico García Lorca, con la claridad y el misterio de sus poemas-canciones, pero también Julio Herrera y Reissig. Del modernista uruguayo, Circe y su hermana jugaban a recitar poemas. Recitar poesía con su hermana, le dice Circe a Silvia Guerra, “era como tener un caramelo en la boca”. Así, y escuchando las canciones portuguesas que cantaba su madre, que era de Rivera, empezó todo.

Circe Maia en su casa en Tacuarembó (archivo, octubre de 2015).

Circe Maia en su casa en Tacuarembó (archivo, octubre de 2015).

Foto: Iván Franco

Diálogo 11

Puede hablarse entonces, en determinado momento, en ti, del nacimiento de un pensamiento poético.

Del pensamiento poético. Eso como tú decías el otro día, que hay una forma en lo que estás hablando o en lo que estás leyendo, y, de repente sopla como una ráfaga sobre lo que está escrito... Por eso digo yo que no es un género, sino un modo de pensamiento...

Una mirada, una manera de mirar.

Sí, esa mirada distinta, que es tan común en la infancia a veces.

Y que está llena de misterio también, ¿no?

Y que tiene que ver con el misterio, sí; aunque sea algo simple, es misterioso. Para un niño es un misterio cómo el escarabajo tiene esos colores que cuando le da la luz, se ven así. Y que generalmente el adulto de repente le dice “ah, sí, es un escarabajo, sí, no es nada” y el niño pierde esa percepción... Lo leíamos con mi hermana [a García Lorca] y nos encantaba, y no teníamos idea de qué significaba “cuando las estrellas clavan rejones al agua gris, cuando los erales sueñan verónicas de alhelí, voces de muerte sonaron cerca del Guadalquivir” en ese romance que es de la muerte de Antoñito el Camborio. Estaba ese pedazo, por ejemplo, que nos resultaba especialmente oscuro, ¿qué eran esos rejones, esas verónicas de alhelí? Mucho tiempo después descubrí que el viento mueve las ramas haciendo un movimiento que es el movimiento del torero cuando hace una verónica. Pero sin saber el significado exacto también aparece eso que te emociona, ¿por qué? Porque sí, no sabés bien el sentido, ¿te emociona por la belleza?

Creo que hay algo en la sonoridad, ¿no? A los niños les pasa a veces cuando juegan con las palabras, algo como una extrañeza, pero algo fabuloso que de repente surge entre las palabras, un relumbre en el sonido, algo así, ¿no?

Sí, tenés toda la razón, el sonido despierta una atracción. Ahora vuelvo a Lorca que tanto nos apasionaba. Por ejemplo, en la muerte de Sánchez Mejía, de repente cambia el ritmo, cuando dice “y a través de las caballerías hubo un aire de voces secretas que llamaban a toros celestes mayorales de pálida niebla”, eso es un misterio, porque ¿qué será eso de los toros celestes, mayorales de pálida niebla? ¡Pero cómo disfrutábamos eso! ¡Y el ritmo! Nos parecía extraordinario que la brisa saltara, cuando dice que salta los montes de hierro...

Juventud

De Tacuarembó a Montevideo. A los 17 años algún poema suelto influenciado por Gabriela Mistral (luego de la gran influencia de Antonio Machado) que se publica en una revista de Salto. En Montevideo el IAVA, uno de esos liceos donde se ha forjado siempre el pensamiento crítico. Del IAVA al IPA, y no es un salto de siglas, es el salto de la adolescencia a la juventud, a la intención de volcar de nuevo, tamizado, lo que se aprendió tan pronto. No termina el Instituto de Profesores Artigas. Lo deja en segundo año porque se casa. Antes, es una de las fundadoras del Centro de Estudiantes, el Ceipa, del que es tesorera –“malísima”, le confiesa a Silvia Guerra– y donde milita con Germán Rama y José Pedro Barrán. Pasa entonces a la Facultad de Humanidades, que quedaba en el viejo edificio de la zona portuaria. Ahí estudia Filosofía. Fue la lectura de Platón la que le abrió caminos, le cuenta a María Teresa Andruetto en La pesadora de perlas (2013), y reconoce rastros de Immanuel Kant en “De una conversación con Circe Maia” (Obra poética, 2007). También lo confirma Mercedes Estramil cuando analiza “la inflexión filosófica de su poesía”. Ambas citas están en el artículo de Carina Blixen para la Revista de la Academia Nacional de Letras (enero-diciembre de 2019). En esa misma publicación dice Luis Bravo: “Circe Maia ha logrado una hazaña poco común: una poesía que, sustentada en la cualidad reflexiva de lo filosófico, indaga, se pregunta y cuestiona sobre la palabra como fenómeno en sí”. Sobre esto podría ahondarse en otros textos del aparato crítico sobre Circe, como el artículo de Néstor Sanguinetti “La reflexión filosófica sobre la temporalidad” o, incluso, en “Fragmentos contra la flecha del tiempo”, de Álvaro Ojeda, que integran el libro Circe Maia, palabra en el tiempo (Rebeca Linke Editoras, 2021).

Circe Maia en su casa en Tacuarembó (archivo, octubre de 2015).

Circe Maia en su casa en Tacuarembó (archivo, octubre de 2015).

Foto: Iván Franco

Sí, habrá que pensar, en algún momento, el vínculo entre esa carrera de Filosofía y la creación literaria, aunque tantos escritores elijan estudiar Letras. Mientras tanto, Circe está tan lejos del “ambiente” que dice que, en esa época, no conoce poetas. Las vacaciones las pasa en Tacuarembó, donde Dumas Oroño, amigo de su padre, le hace un retrato. De la generación del 45 no verá de cerca a nadie en esa época. Los mirará de lejos “y con respeto”.

La foto

Empezamos a escribir, pero hacia dónde va a ir el poema no se sabe. Es como un experimento científico. Y a veces también fracasa. Fracasa en muchos casos y el poema no cierra, queda ahí. O el poema va encontrando su verdadero tema. Por ejemplo, el poema de la foto de Nira no es comentar la foto de mi hija. No es que yo hiciera poemas a mis hijos, nunca lo pensé. Ni a la foto, es algo en concreto. En un momento la foto me empezó a llamar la atención por la mirada. Ella no estaba contenta, ella estaba disgustada. Ciro llegó y le dijo sentate ahí, mirame. Mirame. Quiero el reflejo en el vidrio, mirame. Entonces Nira lo miró como para matarlo. Y esa es la foto. Y yo pensé qué interesante que la foto que es tan inmóvil, tan inmóvil toda foto, que escondiera un movimiento que es el movimiento de la mirada. La mirada como un movimiento de tus ojos a los míos. Le doy mucha importancia a la mirada. Lo que hay por detrás de las palabras. Yo creo que ese es mi arte poético, a veces la mirada detrás de las palabras es lo que importa.

Circe Maia (en la citada entrevista con Silvia Guerra).

Regreso a casa

Ya casada con Ariel Ferreira, médico, a los 30 años regresa a Tacuarembó, donde vive desde entonces. A sus espaldas lleva su primer poemario adulto: En el tiempo (1958). Ahí conoce a Washington Benavides, antiguo compañero de banco escolar de su esposo, con quien entabla una amistad que se labra en los ámbitos de la docencia y la poesía. Igualmente, sigue ajena. “Anclada en Tacuarembó desde los sesenta, parece haber realizado un ejercicio de autofiguración disidente, sin alardes ni querellas, del escritor comprometido en principio, y después, de cualquier pose de escritor”, escribe Carina Blixen.

Aunque el compromiso sea, como en todas las buenas poetas, un compromiso con la literatura, su buena literatura es, también, comprometida con la sociedad en la que vive. Forma parte de los espacios cuestionadores de la realidad primero y de resistencia cultural a la dictadura después. Edita con el sello Siete poetas hispanoamericanos (Presencia diaria, 1964; El puente, 1970; Cambios permanencias, 1978; Dos voces, 1981) y participa de las “carpetas” que impulsa Nancy Bacelo. Además, la canción “Otra voz canta”, sobre los detenidos desaparecidos, es la musicalización que hizo Daniel Viglietti de un texto de Circe Maia.

En 1972 su esposo es encarcelado, con la acusación de tener vínculos con el Movimiento de Liberación Nacional-Tupamaros, y de las visitas a la cárcel que hacen Circe y su hija surge el libro Un viaje a Salto (Ediciones Nuevo Mundo, 1987). En Tacuarembó (¿o “desde Tacuarembó?”) escribe, pero también traduce: al griego Constantino Cavafis, al escocés Robin Fultón. Luego pensará esas traducciones, ese oficio, en La casa de polvo sumeria (Rebeca Linke Editoras, 2011).

Circe Maia a los 12 años, fotografía aparecida en el libro Plumitas.

Circe Maia a los 12 años, fotografía aparecida en el libro Plumitas.

Foto: Sin dato de autor

Diálogo 2

¿Qué incidencia hay en tu trabajo a partir de la experiencia de la traducción, la traducción como meterse a habitar en otra casa?

Uno siempre siente que es una batalla que se va a perder. Porque, claro, se plantea el absurdo de que el poema se traslada, yo creo que no hay traslado ninguno, cada poema está en su lengua. Está con sus propias conexiones semánticas, de sonido y de sentido. Y después, traducido, está la esperanza de que quede un poema en la lengua del traductor. Pero que tenga con el otro, con el original, una relación bastante difícil de ver.

¿Te ha interesado la versificación?

A mí me atrae siempre la parte fónica. El tema del sonido, de la musicalidad de cada lengua es apasionante. Uno trata de acercarse lo más posible, pero no hay caso, cada lengua es un mundo en sí misma.

Identikit

En un país en que la cantidad de poetas mujeres muchas veces deja atónitos a los que caen en la cuenta de ese volumen con esa calidad, Circe Maia –Circe, como le dice todo el mundo– tiene un lugar de peso, del peso específico que una obra austera, precisa, límpida, le ha dado. Nacida en Montevideo el 29 de junio de 1932, pero radicada en Tacuarembó desde 1962, cuando se mudó con su esposo Ariel y sus dos hijas mayores –pequeñas en ese momento–, se dedicó al profesorado de Filosofía en el liceo departamental y en el Instituto de Formación Docente. En 1973 fue destituida de su cargo como profesora de educación secundaria por el gobierno militar. Restituida con el regreso de la democracia, en 1985, siguió enseñando hasta su jubilación, en 2001. En 2010 recibió el Premio Bartolomé Hidalgo a la trayectoria, en 2013 la Medalla Delmira Agustini, y en 2015 el Gran Premio a la Labor Intelectual, que otorga el Ministerio de Educación y Cultura de Uruguay.

Como poeta siempre se ha mantenido en ese margen más o menos obligado de quienes viven en lo que antes se llamaba Interior –una manera de nombrar un poco removida en los últimos tiempos–, margen ensanchado, además, por una voluntad de no acercarse a los circuitos poéticos. Ajena a los mundillos y sus trincheras, ha escrito desde la remota infancia. Su padre, cuando ella tenía once años, publicó un libro con los poemas que esa niña escribía, seguramente sorprendido y admirado por su hija, al que tituló Plumitas, nombre que a Circe nunca le gustó. Literalmente, una vida entera escribiendo poesía, cavilando palabras y expresiones, apasionándose por sonoridades, lenguas y modos de decir. Poeta, ensayista, traductora, hablar con Circe hace fondo en algo de ese poema suyo, tan querido, que dice “Ya te esperaba. Pasa. / Vamos al fondo. Hay algunos frutales. / Ya verás. Entra”. 

Silvia Guerra

¿Y cuál fue el primer idioma del que empezaste a traducir?

Bueno, a traducir, del griego. Me gustaba mucho leer en el original a los poetas. Eso que dice “los días del futuro están ante nosotros como filas de velas encendidas”, y a partir de esto me parecía tan claro que la poesía tiene una carne en el lenguaje mismo en el que está, que existe. No sólo nombra, sino que esos sonidos, en griego, hacen pensar en las velas encendidas. Y dice doradas y vivaces, cálidas. Los sonidos no se pueden reproducir –porque no son sonidos de nuestra lengua– pero de cualquier manera a veces se logran efectos de aliteración inesperados. Mantener el ritmo de esos tercetos de Cavafis sobre los días comparándolos con los días del pasado, en que uno ve las velas a veces medio dobladas, apagadas, algunas humeantes… como los recuerdos cercanos, que todavía laten. A mí los problemas fonéticos –de los sonidos de las letras– me fascinan.

¿Qué contestás cuando te preguntan por qué traducís?

No por una razón, sino por una esperanza. Una esperanza de que sobreviva un poema en la otra lengua.


  1. Agradecemos a la poeta Silvia Guerra la autorización para utilizar fragmentos de su entrevista con Circe Maia.