La escritura como práctica sostenida en la comunidad, una técnica adquirida y perfeccionada por el uso, un sistema de comunicación adoptado entre pares y un elaborado mecanismo en permanente mutación, más allá de las fronteras propias que imponen las lenguas, es, sin dudas, “la gran invención”, el elemento capital que desarrolla y regula la interacción humana, al margen de que a diario millones de personas en diversas partes del mundo, a través del empleo de esa prolongación del cuerpo humano en la que se ha convertido el celular (o cualquier otro dispositivo digital) reemplacen palabras y enunciados por la amplia gama de rostros con emociones que ofrecen los emoticones.

Desde el llamado Disco de Festo, un disco de arcilla cocida con diversas inscripciones en sus dos caras, fechado sobre finales de la Edad de Bronce y que se encuentra en el Museo de Heraklion, en Creta, al despliegue de pictogramas de rostros, gestos y variadas figuras conocidas como emojis, originados en los teléfonos celulares japoneses a partir de 1997, la escritura conforma una sustancia viva, ingobernable pese a la permanente codificación y regulación sobre su práctica y, por eso misma, pasible de los más diversos abordajes por parte de quienes se dedican a estudiarla.

La gran invención. Una historia del mundo en nueve inscripciones, de la milanesa Silvia Ferrara (1976), profesora de Filología Micénica de la Universidad de Bolonia, es un texto de divulgación sobre la historia de diversos tipos de escritura, que atraviesa múltiples períodos históricos y civilizaciones, en procura de repertoriar las condiciones de surgimiento de determinadas inscripciones, analizadas al detalle para ilustrar la denominación de “gran invención” que le da título al libro.

En un plano menos histórico y más cotidiano de la materia a analizar, Ferrara propone descubrir ciertas configuraciones de las cosas que nos rodean intervenidas por el alfabeto, estableciendo que el diseño de algunas letras se reproduce o es asimilado por el mundo circundante: “Si tomamos todos los sistemas de escritura de la historia, sin mirar ni cuándo ni dónde se crearon o se utilizaron, vemos que la frecuencia de las formas de los signos es constante. Combinaciones de segmentos como los que forman la L o la T tienen la misma frecuencia de distribución (alta) en los sistemas de escritura (incluso cuando son históricamente distantes). La X o la F son menos frecuentes”.

El viaje que la profesora Ferrara emprende a través de La gran invención no sólo analiza las particularidades de la escritura cuneiforme en las antiguas culturas del Asia Menor, las particularidades del jeroglífico cretense, los fragmentos de tablillas escritas en chipro-minoico, el misterio de la tablilla Mamari con inscripciones en rongo-rongo, el silabario de las Islas Carolinas (woleai), las variaciones de las etiquetas inscriptas en egipcio antiguo en la tumba de U-j de Abydos, los detalles del abecedario en ugarítico cuneiforme de Ugarit (Siria), las inscripciones en chino antiguo conservadas en caparazones de tortuga y el sistema de variaciones para un mismo término de la escritura maya, sino que también dedica un extenso e intenso capítulo a los experimentos de escritura desarrollados por “inventores solitarios”, tales como el alfabeto de Hildegarda de Bingen, compuesto por la santa abadesa y polímata alemana homónima en la Baja Edad Media, o el manuscrito Voynich, un libro de 200 páginas fechado en el siglo XV, minuciosamente ilustrado con imágenes fantásticas de flores, plantas quiméricas, siluetas de mujeres desnudas y un gran despliegue de diagramas alquímicos, que nadie ha podido leer (esto es, entender) nunca.

La evolución cronológica que propone La gran invención, más allá del orden propio y natural para un texto de divulgación, permite calibrar nuestro actual vínculo con la escritura. La profesora Ferrara despliega en cada capítulo su incuestionable erudición sin recurrir a un apabullante aparato de notas al pie (de hecho, son muy pocas las que aparecen en casi 300 páginas), introduciendo cada sistema de escritura que analiza a partir de algún elemento anecdótico (protagonizado por figuras históricas y, en ocasiones, desde una vivencia personal) y, sobre el final, presenta un interesante catálogo sobre lo que no hay que hacer al momento de intentar descifrar una escritura (uno de los mandamientos reza: “No formuléis propuestas abstrusas o fuera de contexto. Como Becanus, el médico de Ámsterdam que en 1580 quiso demostrar que los jeroglíficos egipcios por fuerza debían transcribir el holandés”).

El mayor problema del costado divulgativo del libro es el estilo que permanentemente adopta la autora para dirigirse a sus eventuales lectores, “una forma intencionadamente oral”, como ella misma señala en el Post Scriptum que, en los hechos, desmerece en cierto punto el relato con interrupciones innecesarias en medio de una argumentación o dudosos cambios de tono en el discurso (cito algunos acá, los menos vergonzantes: “Intentad imaginaros sin leer las notas (no hagáis trampas)”, “No podemos pedirle peras al olmo, diría mi abuela”, “¿Lo intentamos? Venga. Finjamos que somos Agatha Christie tras los indicios de un asesino esquivo”, “Sorry, Champions League. ¡Viva Chipre!”, y un muy largo etcétera).

La gran invención. Una historia del mundo en nueve inscripciones, de Silvia Ferrara. Anagrama, 2022. 290 páginas. Traducción de Xavier González Rovira.