Durante las semanas siguientes al anuncio del ganador del Premio Nobel de Literatura el sistema editorial entra en paroxismo: se editan nuevos títulos, se reeditan otros que no se encontraban en el mercado, se traduce en tiempo récord todo lo que se puede, se recupera de mohosos depósitos algún paquete-clavo de viejos volúmenes, se diseñan gigantografías para las grandes superficies, proliferan los ensayos, emergen las entrevistas, se exhuman antiguos testimonios y las páginas culturales de los medios se ven desbordadas por especialistas ad hoc en el premiado autor de turno.

Al mismo tiempo, miles de lectores que muchas veces ni siquiera han escuchado al pasar el nombre del galardonado en Estocolmo irrumpen en las librerías en procura de su ejemplar. Ocurrió con VS Naipaul, con Imre Kertész, con Orhan Pamuk, con Tomas Tranströmer, con Svetlana Aleksiévich y siguen los nombres. Y sucede también que las frases con las que el Comité del Nobel justifica su decisión, siempre en un tono altisonante, atiborradas de adjetivos y valoraciones cerradas e hiperbólicas (una obra que es “un monumento al valor y el sufrimiento de nuestro tiempo”; una “imaginación narrativa, que con pasión enciclopédica representa cruzar las fronteras como una forma de vida”; “su capacidad para transmitir la épica de la experiencia femenina y narrar la división de la civilización con escepticismo, pasión y fuerza visionaria”, etcétera), repetidas luego en esas molestas banditas que rodean los libros nuevos, entrecomilladas en las contratapas o copiadas y pegadas sin más por reseñistas perezosos, adquieren el valor de una ley y el peso de una lápida.

En el caso de la última ganadora del Nobel, la francesa Annie Ernaux (1940), tras agitar la coctelera de los lugares comunes institucionalizados, el inefable comité sueco justificó la distinción “por el coraje y la agudeza clínica con la que descubre las raíces, los extrañamientos y las trabas colectivas de la memoria personal”, un juicio tan general que puede aplicarse a otros miles de escritores que borronean cuartillas en este mismo momento. Para escapar de esa retórica carga pesada de inscripción de mausoleo (y de mercadeo), lo mejor es acercarse a la obra descontaminándose de los juicios de terceros, hurgar en las entrañas de la escritura con la guardia baja para darle entrada al deslumbramiento o la indiferencia.

En la novela –o nouvelle, o cuento largo más bien– La ocupación, publicada por Gallimard en 2002 y que acaba de aterrizar en librerías locales junto a otros títulos de Annie Ernaux, bellamente publicados por la preciosista editorial Cabaret Voltaire, es difícil hallar “las trabas colectivas de la memoria personal”, aunque es de suponer que el juicio del comité se forjó por acumulación edilicia y no por la mera contemplación de un ladrillo aislado. Historia de opresivos ambientes internos –el de la mente de la protagonista y narradora sin nombre, pero también de los recintos en los que se mueve mientras refiere los hechos–, La ocupación, compuesta por una suma de pasajes breves, encadenados por espacios en blanco que le otorgan al conjunto una palpitante respiración, como de corredor excesivamente abrigado o manipulador de pesos muertos que no ha calibrado bien el impulso de un bulto que se echó sobre los hombros, parece iluminada por una titilante luz de pasillo, poblada de ominosos rincones, al estilo de la trilogía de películas de apartamentos de Roman Polanski (Repulsión, La semilla del diablo y El inquilino).

Los hechos por arriba: una mujer y un hombre se separan y algunos meses después él le cuenta a ella que está conviviendo con otra mujer. Es entonces cuando el fantasma de los celos –ese ente omnipresente que permanece siempre agazapado entre los pliegues de toda pareja– toma el dominio de la historia, leudándose en el amasijo cotidiano de acciones de la protagonista, volviéndose avasallante carnadura, protuberancia irracional que contamina cada minuto del día, impeliéndola a concretar las más cuestionables acciones, pues hay un vacío de conocimiento que debe ser llenado, más allá incluso del amor y la posesión. La protagonista debe saber quién es esa otra mujer que ha realizado la ocupación, que ha establecido, sin saberlo, una férrea rivalidad, el más cerrado antagonismo. “Lo más extraordinario de los celos es que se puebla una ciudad, el mundo, con un ser al que no se conoce de nada”, reflexiona la narradora al momento de comenzar a desarrollar la telaraña que le permitirá atrapar a la presa.

Annie Ernaux presenta en este libro a una protagonista que se desplaza entre las coordenadas racionales (hay horarios, derroteros, planos de edificios, constatación de rutinas y cotejamiento de desplazamientos, casi al nivel de un detective de novela policial) y el liso y llano desequilibro emocional (una sensación de zozobra creciente, contenida, que se despliega gradualmente durante la novela y se constituye en su mejor logro). Cuando la otra mujer ha ocupado todos los espacios que antes ocupara ella, la protagonista entiende que el enfrentamiento no es contra una semejante sino contra el mundo todo, porque cada cosa que la rodea, cada canción que escucha, cada sabor, color, aroma o palabra recordada subraya su condición de desplazada. No se trata de un triángulo amoroso, motivo harto trillado por la ficción desde los griegos, sino de una suerte de círculo en mutación que se expande alcanzándolo todo a su paso. En medio del testimonio de su desmoronamiento, la protagonista subraya: “Escribo los celos como los vivía, persiguiendo y acusando mis deseos, mis sensaciones y mis actos de entonces. Es la única manera para mí de conferir una materialidad a esa obsesión. Y siempre tengo miedo de estar dejando escapar algo esencial. La escritura, en suma, como unos celos de lo real”. Así, Annie Ernaux suma en este libro, a través de su inestable protagonista, otro perturbador efecto del acto de escribir.

La ocupación. De Annie Ernaux. España, Cabaret Voltaire, 2022, 88 páginas. Traducción de Lydia Vázquez Jiménez.