La vida de León Davídovich Bronstein, Trotsky, estuvo colmada de sinsabores y, pese a todo, cada una de las palabras que derramó a lo largo de su vida estuvo siempre impregnada de una vibra esperanzada. Atravesó el mundo en el exilio por más de 20 años (Reino Unido, Estados Unidos, Turquía, Asia Central y México, entre otros sitios), pero antes estuvo desterrado dos veces en Siberia, ambas por decisión del régimen zarista. De la primera experiencia, poco antes de 1900, tomó el nombre con el que sería conocido (Trotski era un carcelero que conoció allí). Tuvo dos esposas y cuatro hijos. Vio morir a todos ellos en ataques o como resultado de ataques y de las malas condiciones de vida impuestas por la rivalidad política con Iósif Stalin tras la muerte de Vladimir Illich Lenin. A poco de morir, con una intuición y un optimismo envidiables, dejó una de las frases más conmovedoras del siglo XX: “La vida es hermosa. Que las futuras generaciones la libren de todo mal, opresión y violencia y la disfruten plenamente”.

Esa esperanza, explica el escritor cubano Leonardo Padura, es la que impregna también todo el contenido de La fuga de Siberia en un trineo de renos, que Siglo XXI ha rescatado en español por primera vez y en la que un jovencísimo Trotsky relata las peripecias de su escape del segundo destierro, en 1907. Padura, que además de prologar este libro es autor de El hombre que amaba a los perros, en el que relata y ficcionaliza los pormenores del asesinato de Trotsky en Coyoacán, México, a manos del agente del Partido Comunista español Ramón Mercader, señala además su sorpresa por la constante revitalización e interés que convocan las ideas y la vida del antiguo líder del Ejército Rojo. Para él, dirá, se debe en parte a lo que yo llamo precarización de la vida, un estado de miseria, empobrecimiento y deterioro de narrativas convocantes, pero también de posibilidades. Padura simplemente dice: en un mundo tan desigual, y especialmente en una América Latina poco amable con los desposeídos, Trotsky es aún una figura con mucho para decir. Quizás, agrego, porque denunció las derivas del estalinismo en el momento en que acontecieron y no debió esperar a la caída de la URSS y el muro de Berlín para señalar lo que ya para 1930 le parecía evidente: que el socialismo y la revolución habían quedado sepultados por Stalin.

Pero no sólo la esperanza está presente en La fuga. También está el humor. Desde la propia ilustración de portada –una versión dibujada de un Trotsky que lagrimea y mira el paisaje con cierta desconfianza, a bordo de un trineo tirado por dos renos y aterido entre un bosque nevado de pinos– se puede percibir la mezcla entre desconfianza y complicidad que vinculará al exiliado con su chofer, un campesino de la Rusia profunda, hasta lograr el retorno a San Petersburgo para luego irse del país vía Finlandia.

La peripecia, que incluye las cartas que a la ida el propio Trotsky le escribe a su esposa, Natalia Sedova, tiene ese minuto a minuto inicial, el viaje en tren junto a un grupo de desterrados con destino a Obdorsk, y luego todo el regreso narrado por el autor una vez que ha consumado la fuga –de hecho, lo escribe y publica rápidamente para costear sus próximos pasos en el exilio–. Son poco más de 100 páginas, que tienen también como coda el encuentro con Sedova tal como Trotsky lo narró en Mi vida, la autobiografía que publicaría luego, en 1930.

El humor, decía, se cuela en esta fuga por todos lados. En la lectura política ácida e irónica del autor, pero también en la convivencia con Nikifor, el campesino ziriano que habría de sacarlo de allí. En las historias de pérdida, en los momentos dramáticos en los que se cuela una especie de escepticismo y empecinamiento: Trotsky, que debió fingir una dolencia física para que lo dejaran rezagado a la ida y así poder urdir su plan de huida, siente que la fuga pende de un hilo o –lo que parece peor pero acaba siendo terriblemente gracioso– depende de un par de campesinos borrachos: todo el trayecto –más de 2.000 kilómetros– que debe emprender de regreso en trineo lo encuentra entre temperaturas que oscilan entre los 25 y los 40 grados bajo cero, parando en poblados de diferentes grupos de campesinos rusos que, para su sorpresa, estaban tan atrasados respecto de las costumbres y el estilo de vida citadinos como avanzados en conocimiento de la situación política y las derivas de lo que fue ese primer intento de revolución, en 1905.

Además de mantener el clima del relato, el suspenso y también sostener la trama –pese a que uno ya conoce el desenlace, logra desprenderse de esa conciencia–, Trotsky recompone el clima de época y acerca la vivencia para dar, en cierta forma, con el clamor del campesinado y los pueblos rurales rusos. Y en una serie de movimientos en apariencia torpes pero con notables resultados, acaba por desandar ese trayecto que le llevó un mes a la ida y que, en trineo, recorrería en pocos días. No es su libro más famoso ni el más conocido, pero sí muestra una faceta que el dirigente revolucionario sabrá explotar luego muy bien: la crónica y la mirada del foráneo ante los destinos que el destierro le irá imponiendo.

La fuga de Siberia en un trineo de renos. De León Trotsky. Argentina, Siglo XXI, 2022, 125 páginas. Con prólogo de Leonardo Padura.