Seis años después de su muerte, ocurrida el 22 de diciembre de 2016, el escritor argentino Alberto Laiseca ha regresado a las librerías con un volumen que agrupa tres novelas muy diferentes entre sí –por sus temas, circunstancias de escritura y derivas editoriales–, pero aunadas no sólo por el particularísimo fraseo del autor sino por la recurrencia a un puñado de motivos que atraviesan toda su obra, desde la inicial Su turno para morir (1976) a Sí, soy mala poeta pero... (2006), a saber, la ontológica condición solitaria del individuo en el universo, las innúmeras variaciones del sadomasoquismo, la humanización (o deshumanización) del poder y el entramado esotérico que rige la realidad que habitamos, piedra fundante del llamado “realismo delirante” en el que se inscribe cada línea escrita por este originalísimo novelista atonal.
Ignorado –cuando no lisa y llanamente despreciado– por un sector del establishment literario, reducido a una simple rareza dentro de la literatura argentina (el mismo destino que con diversas gradaciones han padecido autores como Juan Rodolfo Wilcock, Juan Filloy y Jorge Barón Biza, entre otros), intraducible y al mismo tiempo inimitable, creador de un universo atravesado por “chichis” y “esotes”, en el que cobran especial significación palabras como “conchaza” y “ortex” y poblado por personajes como el tirano Monitor Iseka, la momia viviente de Motzart, el Maestro De Quevedo y el Gusano Máximo de la Vida Misma, capaz de asesinar a una mujer sodomizándola por la conjunción simultánea de catorce orgasmos, Alberto Laiseca se valió del “realismo delirante” para describir, en verdad, un universo demasiado real, en el que criaturas astrales y mágicas intervienen todo el tiempo sobre el destino de los mortales.
Hybris, el flamante libro editado por Random House, con un prólogo de Selva Almada y un epílogo de Sebastián Pandolfelli –alumnos ambos del mítico taller literario de Laiseca, que además de acompañarlo en sus años finales se encargaron de rescatar y ordenar los papeles que el Monstruo dejó tras de sí–, está compuesto por la novela Camilo Aldao, redactada durante sus últimos meses de vida en un geriátrico sobre la calle Donato Álvarez, en la frontera de los porteños barrios de Flores y Caballito, La puerta del viento, una nouvelle originalmente publicada por la editorial Mansalva en el año 2014 (y que fue lo último que el autor editó en vida), y su mítica (y extensa) primera novela, Sindicalia (la fuente de la eterna anti-juventud), que empezó a escribir a los 25 años en el cuarto de una pensión en Santa Fe y que culminó dos años después, al poco tiempo de establecerse en Buenos Aires, mientras trabajaba como peón de limpieza y operario en EnTel y se codeaba con otros escritores que se reunían a diario en el bar Moderno.
Presentadas y ordenadas en el volumen en sentido cronológico inverso, lo que permite un viaje desde las líneas finales escritas por un Laiseca físicamente disminuido, “rodeado de viejos y viejas a los que llamaba zombis”, según cuenta Selva Almada en el prólogo, hasta el flujo escritural de un autor bisoño, que había dejado atrás su pueblo natal, la carrera de Ingeniería y el trabajo como peón cosechero en Mendoza, las novelas reunidas en Hybris le dan forma a un libro extrañísimo, de edición algo caprichosa (¿cuál es la razón, por ejemplo, para haber incluido La puerta del viento, editada ocho años atrás?), pero que tiene la inconmensurable virtud de regresar al autor de Los sorias a este plano de las cosas, sustrayéndolo del odioso Más Allá sobre el que tanto machacara en sus libros y acerca del que también advierte al final de Camilo Aldao: “El paraíso terrenal es esta tierra. El infierno eternal es la región donde no hay tetas ni cerveza. Tampoco pitulines para las chicas, si a eso vamos”.
El centro del mundo
Si bien Alberto Laiseca nació en Rosario el 11 de febrero de 1941, estaba dispuesto a escupirle en la cara a quien lo llamara rosarino. A los pocos días de lanzar el primer berrido, sus padres se trasladaron a Camilo Aldao, una localidad ubicada al sudeste de la provincia de Córdoba, donde vivió su infancia y adolescencia, perdió a su madre a los 3 años y forjó un ambiguo vínculo con su padre médico, una figura que en sordina (y no tanto) atraviesa toda la obra literaria del hijo. Laiseca siempre volvió a (o quizás nunca terminó de salir de) Camilo Aldao en su literatura, y si bien en los años finales tuvo oportunidad de regresar al menos dos veces –en la película Deliciosas perversiones polimorfas (Eduardo Montes-Bradley, 2004) viaja a su pueblo para reencontrarse con los sitios de la infancia, al tiempo que informa que aquel sitio es, en verdad, el centro del mundo, una potencia tecnócrata militar con un ejército de millones de soldados y rascacielos de 100 pisos que en vez de elevarse descienden hacia el centro de la Tierra; en el documental Lai (Rusi Millán Pastori, 2017) relata el cuento “El gato negro”, de su adorado Edgar Allan Poe, ante un grupo de alumnos algo asustados en la misma escuela en la que él aprendió a leer y escribir varias décadas atrás–, nunca había tenido la oportunidad de dedicarle un libro en exclusiva. En ese sentido, la novela Camilo Aldao es, al decir de Selva Almada, “el esfuerzo supremo por no entregar el Territorio Lai a las tropas de la muerte”.
Fragmentario y engañosamente caótico, el monólogo delirante que conforma Camilo Aldao oficia como una suerte de puesta a punto de todas las obsesiones de la literatura de Alberto Laiseca. Camilo Aldao es presentado como un pueblo de 180.000.000 de habitantes, gobernado por el Monitor, en permanente conflicto con otras naciones. Entre la crónica de la historia y la actualidad del pueblo, se enreda la propia biografía de quien cuenta los hechos, el vínculo con su padre, sus rituales de iniciación y su cosmovisión del mundo, al tiempo que se incrustan en el manuscrito párrafos de neta marca laisequeana, destinados a subvertir la propia noción de relato, con imperativos al narrador, tales como este: “(¡¿Y las tetas?! Las tetas. Queremos ver las tetas de las muertitas. Bueeeeno, está bien. Si querés vení a la morgue donde tenemos a una recién llegada: joven, linda, desnudita y muerta por sobredosis. Le podés chupar las tetas media hora, si se te antoja. Al oír esto al otro se le pasó la furia)”.
Comparada con sus grandes obras –El jardín de las máquinas parlantes (1993), Los sorias (1998), El gusano máximo de la vida misma (1999) y Las aventuras del profesor Eusebio Filigranati (2003)–, Camilo Aldao parece una pieza menor, una suerte de resumen de todos sus grandes temas, pero tiene, en verdad, la forma del más lúcido testamento. Sobre el final mismo de la novela se lee una frase que parece oficiar, al mismo tiempo, de constatación y despedida: “Siempre llego tarde o demasiado temprano. En realidad, constantemente llego temprano para un tiempo que nunca llegará”.
God save America
Si Camilo Aldao es la novela con la que Laiseca ajustó cuentas con su infancia y adolescencia, La puerta del viento es el libro que le debía a su juventud y, especialmente, a un episodio que lo marcó a fuego: la guerra de Vietnam. El escritor contó varias veces sus intentos por alistarse en el ejército de Estados Unidos para ir a combatir a los “ateos bolcheviques” y regresar repleto de condecoraciones o en el interior de una saca. En la primera página de la novela resume esa suerte de obsesión que, al no haberse podido concretar, alentó el entramado bélico que se agita en varios de sus libros, especialmente en Los sorias, la novela más extensa de la literatura argentina, que relata el enfrentamiento entre dictaduras de Soria, Unión Soviética y Tecnocracia: “Yo siempre tuve miedo (a todo). Por eso me ofrecí de voluntario. Fui a la embajada norteamericana y de allí me sacaron cagando. Le mandé entonces una carta al presidente Johnson, que nunca me contestó. Horror. Tal vez tuve buena suerte. No lo sé. De todas maneras: God save America”.
La historia de La puerta del viento está narrada por el teniente Lai, cuyo doble o contracara, el teniente Reese, combate en Vietnam mientras que aquel, a modo de un inquieto fantasma o un estrambótico viajero en el tiempo, puede desplazarse desde las enlodadas selvas vietnamitas al campo de batalla en la Indochina de la década del veinte. El relato de las aventuras y desencuentros de los tenientes con sus unidades y con el enemigo (el Viet Cong o Charlie) se encuentra atravesado por datos duros, que Laiseca había estudiado en el sinfín de fascículos sobre las guerras del siglo XX que acumulaba en su biblioteca, y que van desde la corrupción en las jerarquías del ejército de Vietnam del Sur a la cronología del escándalo de Watergate y las razones que llevaron a Richard Nixon a actuar como actuó.
Embebida en cierto tono melancólico, crepuscular, La puerta del viento se distancia bastante del derroche de realismo delirante de otras obras del autor, y por su particular tratamiento de la historia y la arborescencia documental que la rige, dialoga con las dos grandes novelas “históricas” de Laiseca: La hija de Kheops (1989) y La mujer en la muralla (1990).
Piedra fundante
Sindicalia (la fuente de la eterna anti-juventud), la obra que cierra Hybris, es, al decir de Sebastián Pandolfelli en el epílogo, “un rompecabezas fractal al que parecen faltarle algunas piezas”. Desde el arranque queda claro que el tono general de la narración es muy diferente al de las obras posteriores del autor, con una morosidad atípica y una carga introspectiva que se mantiene, con mínimas variaciones, durante las casi doscientas páginas que la componen: “Vengo caminando. Observo la última fábrica, ya tocando la escollera. Tengo la impresión de que soy como un ser de otro planeta; nada es mío. Todo de los otros: de los fabricantes, de los obreros, de los sindicatos, de los escritores, de los invertidos; pero no mío. Mío nada”.
El manuscrito, que había tenido un primer intento de publicación en el año 2011, se traspapeló y fue reencontrado por Pandolfelli durante los meses finales de vida de Laiseca. Se trata de una suerte de piedra fundante de lo que sería la ficción posterior del autor, que aúna diversos géneros –novela de iniciación, ciencia ficción, ensayo sociológico, diario íntimo– y que termina hundiéndose en su propia pretenciosidad. Esta novela inicial, excesivamente fragmentaria, a la que claramente le faltó la intervención drástica de un editor, sólo puede revestir interés para los completistas de la obra de Laiseca.
Hybris (incluye las novelas Camilo Aldao, La puerta del viento y Sindicalia). De Alberto Laiseca. Buenos Aires, Random House, 2023, 352 páginas.