Sobre el inicio de la película El séptimo sello (Det sjunde inseglet, Ingmar Bergman, 1957), de regreso de las Cruzadas, el caballero Antonius Block y su escudero Jöns se detienen a la vera del camino para preguntarle a un peregrino con capucha, recostado en una roca, sobre la posada más cercana. Es Jöns el que desmonta, se acerca al lugareño y, luego de zamarrearlo un poco porque el otro no responde, descubre que su interlocutor está muerto, vacías ya las cuencas de los ojos y abierta en un espasmo de pavor la boca semidesdentada. De regreso al camino, el caballero, que no se ha enterado del estado cadavérico del hombre que dejaron atrás, le pregunta al escudero si acaso el otro era mudo. Y Jöns responde: “De mudo no tenía nada. Más bien diría que ha estado sobradamente elocuente”.

El enfrentamiento del caballero Antonius Block y la Muerte en una interrumpida y reñida partida de ajedrez, conflicto central de El séptimo sello, ocupa varias páginas del libro Morir por las ideas. La peligrosa vida de los filósofos, del filósofo estadounidense nacido en Rumania Costica Bradatan (1971), publicado originalmente en 2015 y que acaba de aparecer en la serie Argumentos de la editorial Anagrama. Y aunque es la partida legendaria entre blancas y negras la que invita a la reflexión sobre la forma en que los mortales se enfrentan a la caída final, en la argamasa del volumen late y se adensa aquella frase del escudero Jöns sobre la elocuencia que alcanzan algunos después de la muerte.

Uno de los epígrafes que aparecen en Morir por las ideas pertenece a la filósofa parisina Simone Weil (1909-1943): “La muerte es lo más precioso que le ha sido dado al hombre. Por esa razón hacer un mal uso de la misma constituye una impiedad suprema. Morir mal”. La elección de la frase calza a la perfección con la vida y, especialmente, con la muerte de Weil: a los 34 años, ingresada por una severa tuberculosis en el Middlesex Hospital de Londres, se negó a tomar el alimento que se le ofrecía, limitándose a probar apenas unos bocados y afirmando que no tenía derecho a comer más de lo que comía entonces la gente en la Francia ocupada por los nazis, ya que ella era de allí. Al momento de su muerte, en aquel aciago 1943, muy pocas personas sabían quién era Simone Weil; sus escritos habían aparecido en algunos periódicos y recién varios años después de la guerra sería publicada en libro y copiosamente traducida, convirtiéndose en una de las figuras filosóficas más fascinantes del siglo XX.

El caso de Simone Weil ilustra una de las tesis que Costica Bradatan desarrolla en su libro, a saber, la práctica de la filosofía como un arte de la vida y, especialmente, un arte del morir. Desde luego, el nombre de Sócrates (470 a.C.-399 a.C.) y su archifamosa muerte por envenenamiento –entendida como una de las piedras fundantes de su filosofía– inaugura el repaso de nombres y de hechos que componen Morir por las ideas, dándole forma a un ensayo arborescente que, si bien se ciñe a una progresión cronológica que llega hasta el presente, se impulsa en un interesante devenir iconoclasta pautado por la propia organización interna del material: entreactos biográficos, múltiples interconexiones de ideas y de tiempos y un aparato de citas y de fuentes que nunca atosiga sino que, al contrario, invita a realizar nuevas búsquedas y a ampliar las lecturas, como debe hacer siempre cualquier libro de divulgación.

A los nombres (más bien, a las muertes) de los ya mencionados Sócrates y Simone Weil, Bradatan agrega el de la filósofa y maestra neoplatónica griega Hipatia (del 355 al 370-415), cuya vil ejecución (que incluyó el desollamiento, el descuartizamiento y la posterior quema), así como la ausencia absoluta de cualquier escrito, se encuentran en la base de un culto que no dejó de crecer con los siglos, y los del filósofo, historiador y teólogo (entre muchas otras cosas) inglés Tomás Moro (1478-1535), el astrónomo, filósofo, teólogo, matemático y poeta italiano Giordano Bruno (1548-1600) y el filósofo checo Jan Patočka (1907-1977).

Más allá de narrar las circunstancias de las muertes de los pensadores antes mencionados, Bradatan establece subtextos, conecta universos aparentemente disímiles y hurga en una serie de textos literarios y filosóficos que le permiten repertoriar la idea del final de la existencia para diversas corrientes de pensamiento. Es especialmente notable, en ese sentido, su estudio de la novela La muerte de Iván Ilich (1886) y la conexión que establece entre la obra maestra de Leon Tolstoi y el libro más importante del filósofo alemán Martin Heidegger, el más citado que verdaderamente leído Ser y tiempo (1927), o el abordaje que realiza de las circunstancias de composición de la litografía Autorretrato con brazo de esqueleto (1895), del pintor noruego Edvard Munch. También la exhumación del libro Ensayo sobre la experiencia de la muerte (1937), del filósofo existencialista Paul-Louis Landsberg (1901-1944), que estudia diversos clásicos de la filosofía y el misticismo y que, afirma el autor, “en el contexto de la filosofía del siglo XX, es al mismo tiempo audaz y tradicional”.

Detrás de este compendio de muertes de filósofos se agita, inabarcable, silenciosa y tenaz, la propia idea de la libertad, no como mero eslogan o principio motivador sino como manifestación máxima del ser humano. Bradatan la ejemplifica a pleno en un pasaje de su descripción de la ejecución de Giordano Bruno, el 17 de febrero de 1600, en Campo de Fiori, registrado en la carta de un testigo de los hechos: “Mientras lo conducían a la pira, se despidió de un modo muy elocuente de la religión que lo había condenado: cuando le pusieron delante un crucifijo, volvió la cara con desprecio. Si podemos apartar la cara de algo es que aún tenemos toda la libertad que nos hace falta”.

Morir por las ideas. La peligrosa vida de los filósofos. De Costica Bradatan. España, Anagrama, 2022, 334 páginas. Traducción de Antonio-Prometeo Moya.