Entre el sinfín de etiquetas, definiciones y juicios trasnochados asumidos como verdades que circulan por los corredores, en ocasiones mal ventilados, del edificio siempre en reformas de la literatura, repetidos por críticos, académicos, editores, periodistas, libreros y lectores, se encuentra la expresión “escritor de escritores”, un rótulo que se adhiere a cada libro publicado por determinado autor como una suerte de firma o de marca, que tanto puede significar “producto de calidad”, “consúmase con moderación” o “evítese su ingesta”.

¿Qué se entiende por “escritor de escritores”? ¿Alguien que sólo escribe para sus colegas de oficio? ¿Un autor más atento a los procedimientos que al amasijo argumental? ¿Quién determina, en todo caso, el alcance de la práctica y su eventual categorización? ¿Es Ítalo Calvino un “escritor de escritores”? ¿Raymond Queneau lo sería? ¿Georges Perec? Todo indicaría que sí. ¿Y Joyce? ¿Todo Joyce o sólo el de Ulyses y Finnegans Wake? ¿Henry James? Sipi. ¿Borges? Sí, anotado. ¿Y Onetti? Bueno, está aquello que ocurre en la mitad de La vida breve. Podríamos decir que sí. ¿Guillermo Cabrera Infante? De cabeza. ¿Y Vila-Matas? Bueno, acá tenemos un claro caso de “escritor de escritores” y de inexplicable fervor colectivo.

Al neoyorquino Stephen Dixon (1936-2019) le han pegado sistemáticamente, en cuanta contratapa, reseña y comentario ha aparecido sobre sus libros –algunos de los cuales vienen desembarcando en español de la mano de la editorial argentina Eterna Cadencia, en cuidadísimas traducciones de Ariel Dilon: Calles y otros relatos (2014), Ventanas y otros relatos (2015), Interestatal (2016), Historias tardías (2018)– la designación de “escritor de escritores”, categoría que él mismo se encargó de diluir en una entrevista aparecida en 2016, cuando afirmó que escribía mucho y para sí mismo, al margen de imposiciones de agentes y editores, y que el hecho de ser publicado carecía de todo tipo de importancia para él.

Esta suerte de baladronada se diluye como tal y exhibe su verdad más desnuda si uno se acerca a cualquiera de los títulos del autor aparecidos en español, como por ejemplo las casi quinientas páginas de la novela Interestatal, con muy pocos puntos y aparte, en la que el protagonista arremete en loop un trágico suceso familiar y carretero, o la novela discontinuada y conformada por una treintena de relatos de Historias tardías, en la que una serie de acontecimientos biográficos de un escritor se mezclan hasta borrarse, volviéndose a contar, incluso, desde otro punto de vista.

Dixon es un escritor que practica hasta el paroxismo una serie de procedimientos formales que nunca –atención, etiquetadores de turno– agotan la historia que cuenta, elemento que permanece siempre en el centro. En el caso de Gould, una novela originalmente publicada en 1997, a la que de forma innecesaria (al santo botón, hablando en criollo) los editores en español le agregaron el subtítulo de Una novela en dos novelas, el procedimiento en cuestión es un híbrido entre el flujo de conciencia y un narrador omnisciente que adiciona diálogos, percepciones e interpretaciones con un minucioso trabajo de la puntuación y, especialmente, el entrecomillado. El protagonista de la novela es Gould Bookbinder, otro escritor biográficamente emparentado con el Nathan Frey de Interestatal y, sobre todo, con el Philip Seidel de Historias tardías.

El libro se compone de dos novelas –Abortos y Evangeline–, que a pesar de compartir al mismo protagonista pueden leerse de manera independiente, ya que son muy pocos los elementos en común que se cruzan en ambas: la pertenencia a Nueva York y una tensa relación con California, la necesidad de ser padre, su condición de judío y el hecho de vivir siempre con el dinero justo, al borde del desahucio, cuando no de la indigencia. De la obra literaria de Gould Bookbinder es poco lo que se sabe en las dos historias, pues aparte del hecho de cargar de a ratos una máquina de escribir, nunca aparece un manuscrito ni se comenta un vínculo editorial, ni la presencia de otros autores.

El centro de las dos novelas es la relación de Gould con las mujeres, una suma de vínculos complejos –como lo es cualquier vínculo sentimental, si vamos al caso–, que en ocasiones alcanzan el sumun del patetismo, lo que se convierte en las páginas más logradas de Gould. Mientras que la primera historia desarrolla cada uno de los abortos en los que el protagonista se vio involucrado a lo largo de su vida, la segunda se centra en la intermitente relación que durante años Gould Bookbinder mantuvo con Evangeline, una bailarina, madre de un pequeño hijo y que exhibe primero como una preocupación y luego como algo asumido el hecho de tener unos senos muy pequeños.

El procedimiento escritural de Dixon es único en su sistema expresivo y está explotado al máximo en cada una de las historias. Si bien el foco sigue en todo momento al protagonista, volviéndolo la voz dominante en cada relato, el narrador desmonta dos por tres algunas afirmaciones de aquel, exhibiéndolo bajo una luz poco favorable, presentándolo lisa y llanamente como un imbécil (tal como ilustra la secuencia del robo de unos cepillos de dientes en un supermercado, en Evangeline). El flujo narrativo de Dixon parece absorberlo todo a su paso –impresiones, ideas peregrinas, maquinaciones, balbuceos, sueños, raptos de genialidad, contradicciones–, de tal forma que al distribuirlo en el plano de una composición literaria, alcanza altísimos momentos de creatividad. Si todo eso lo vuelve un “escritor de escritores” poco importa. Al final del día, y del libro, la que ha ganado es la literatura.

Gould. Una novela en dos novelas, de Stephen Dixon. Editorial Eterna Cadencia, Argentina, 2022. Traducción de Ariel Dilon. 296 páginas.