El motivo de los viajes en el tiempo suele ser recurrente en esa entelequia conocida como ciencia ficción, un motivo abordado de innúmeras formas y con resultados diversos que siempre tiene en el centro, en verdad, la cuestión del tiempo en sí, a secas, tema central (junto a otros pocos, que se cuentan con los dedos de una mano) de la literatura.

Dos ejemplos del tratamiento del viaje en el tiempo –uno literario, otro fílmico– pueden mencionarse a modo de aproximación al libro que se pretende comentar: el brevísimo relato “El final” (1961), del escritor estadounidense Fredric Brown, apenas una media carilla que condensa a modo de viñeta la problemática de la teoría del tiempo, a través de su protagonista, el profesor Jones, un científico que descifra la “ecuación clave” en una máquina que, al hacerla funcionar, revierte la propia escritura, de tal forma que el cuento regresa sobre sí mismo; y la película Je t'aime, je t'aime (1968), de Alain Resnais, que sigue las peripecias de Claude Ridder (Claude Rich), el sobreviviente de un suicidio que es seleccionado para volver a su pasado a través de otra máquina del tiempo, reviviendo de forma aleatoria (no en la clave pautada por el experimento) ciertos pasajes de la historia de amor que lo llevó a querer poner fin a sus días.

La referencia al icónico relato de Brown y a la obra maestra de Resnais no es caprichosa al momento de plantarse ante Péndulo, el flamante libro del novelista y dramaturgo Carlos Rehermann: el primero es parafraseado por un personaje y la segunda alienta la doble flecha del tiempo que atraviesa la historia de amor que se encuentra en el centro de la novela.

Péndulo es la historia de los diversos encuentros que a lo largo de sus vidas mantienen Alejo y Melina, personajes casi excluyentes de esta breve pero potente novela, pautados por ciclos de nueve años, alrededor de sus propias fechas de cumpleaños, que en realidad son una sola. Cada nueve años, un hombre y una mujer se encuentran para revivir con diversas variantes una historia de amor, con la particularidad de que la doble flecha del tiempo antes mencionada viaja en sentidos diversos: al principio un joven se encuentra con una anciana, luego un hombre maduro está frente a una mujer ya no tan vieja, luego el protagonista envejece y aquella mujer mayor es más joven, etcétera. Rehermann, novelista puntilloso, desarrolla esta historia en base a los diálogos de los dos protagonistas (por momentos el lector parece situado ante una composición teatral) y proyecta y diseña –dato no menor: el autor se formó como arquitecto– una estructura medida y pesada hasta el mínimo detalle.

Es de suponer que el autor debió dedicar una cuantas horas de desvelo a dibujar los planos en que se mueven los personajes (cada capítulo, de hecho, se encabeza con una doble fecha que pauta el alcance de sus desplazamientos temporales, en plan 1953-2007, 1971-1989, 1998-1962), a lo que se le agrega un elemento clave: el viaje de cada uno de los protagonistas hacia el futuro de su propia existencia es, al mismo tiempo, un desplazamiento en el pasado del otro, de tal forma que el conocimiento de determinadas situaciones, en principio compartidas por ambos, se diluyen o son elididas directamente, en un perturbador fenómeno que potencia el extrañamiento general de toda la novela, un extrañamiento que no está marcado por los vaivenes existenciales, filosóficos y hasta ontológicos de estos dos seres, sino por la propia cotidianidad, por eso que podría llamarse la rutina del diario vivir.

Asumiendo en este punto que no corresponde develar más detalles acerca del argumento de Péndulo, una historia que debe ser leída, justamente, con especial atención a los detalles, quisiera detenerme en algunas marcas de la escritura de Rehermann, un novelista contumaz aunque no necesariamente prolífico, sobre todo si se lo compara con otros autores del medio que publican libros cual máquina de chorizos. Como se apuntó, la nueva novela de Rehermann tiene uno de sus pilares en la progresión de los diálogos, que siempre fluyen con soltura y que, teniendo en cuenta que aquellos que hablan son los miembros de una pareja en diversos momentos de su relación, no se empantanan en ese lenguaje propio, entre íntimo y cursi, que cualquier pareja elabora para uso propio. Otro elemento a destacar es el manejo de la tensión, pues si bien desde el primer momento el lector conoce la disposición temporal que pautará la historia de los dos protagonistas y, por lo tanto, parecería quedar poco margen para la sorpresa, Rehermann desarrolla escenas muy potentes, con diferentes niveles de potencia, tales como las que ocurren a la puerta de un bowling o sobre un avión de PanAm con destino a Nueva York.

Un párrafo aparte merece la disposición espacial de Péndulo, cuya historia transcurre en una ciudad claramente identificable como Montevideo, aunque con ciertos cambios mínimos de ubicación y nomenclátor, tal como sucede casi al inicio de la novela, cuando los personajes recorren el gran salón del Museo Daners, dedicado a Juan Andrés Daners, el Pintor de la Patria, para caminar luego por el jardín japonés ubicado en los fondos del edificio, cuya descripción reproduce hasta el último detalle al que se encuentra en los fondos del museo Blanes. Es en esos pequeños desfasajes donde se atisba en sordina, casi como una sombra fugaz debido a un abrupto cambio de luz, la presencia del novelista, que sonríe al saberse demiurgo total de la historia.

Péndulo, de Carlos Rehermann. Hum, 2023. 144 páginas.