Conocemos a Eufrasia en movimiento, y así se mantendrá durante casi toda la novela. La conocemos en función de Lima, esa metrópoli cosmopolita que se ve obligada a cruzar a diario (en tren, luego en combi, luego a pie), para ir desde su humilde vivienda hasta el edificio de doña Carmen, con el portero viejo que le mira los pechos cada vez que pasa. Frente a su dinamismo y su inocencia casi infantil, pese a que se trata de una madre, tenemos a Carmen, la primera de un sinfín de ancianos estáticos y algo cínicos para los que trabajará en las 250 páginas de esta novela.
“Doña Carmen siempre había sido celosa con su autonomía, y no sin razón, porque valerse por sí mismos es el hito final que separa a los ancianos de los infantes”. Con la misma economía de palabras que caracterizará el resto del texto, Rodríguez empieza a marcar la cancha acerca de la temática que sobrevolará todas las acciones. Hace tres meses la anciana sufrió un accidente que afectó esa autonomía, pero Eufrasia sospecha que la debacle comenzó con la construcción de un edificio que le quitó la vista al mar. “Perder esa ventana había sido casi como perder los ojos y quién sabe si más doloroso que haberse roto la cadera”, pinta el narrador, que sufrió un golpe arquitectónico similar y fue una de las grandes inspiraciones de este texto.
Con agilidad, la historia introduce a otro vecino veterano del edificio, Jack Harrison, que ahoga sus penas en whisky. Este ciudadano prolijo sufrió una parálisis facial y su próstata es “una papaya”, que transformó el acto de orinar en “una larga novela del siglo XIX que se entregaba en minúsculos capítulos”. Estos personajes comparan constantemente su presente decrépito con su pasado de gloria, y el mayor mérito del autor está en encontrar la dignidad que les queda. La muerte indigna está representada en la gráfica descripción de un perro atropellado por un auto durante uno de los mandados de Eufrasia; ni Carmen ni Jack quieren eso para ellos.
Todo transcurre a un ritmo sorprendente, máxime para una historia galardonada. En menos de 30 páginas queda claro el deseo explícito de la eutanasia, de la que la cuidadora humilde y sencilla tendrá que hacerse cargo. Su mente, que conocemos gracias a la narración, no está preocupada tanto por las consecuencias judiciales sino económicas: cumplir el último deseo de un empleador es, también, aceptar que recibirá un último sueldo.
Lo que otras plumas arrastrarían durante centenares de páginas (despojando a la historia de un final digno, justamente) Rodríguez lo hace en decenas. Mientras introduce a los protagonistas de las futuras aventuras de Eufrasia en un residencial, resuelve en pocas puntadas los dilemas planteados al comienzo. Y a través de sus personajes entrañables nos inyecta dosis de humanidad. Jack dice que si fuera joven y tuviera energía, le daría pena saber que se va a morir al otro día. “Pero mírame. Tú conoces mí día a día. ¿Crees que hay algo que me dé pena extrañar?”.
Por ahí andan los cuyes del título, que tienen que ver con la independencia económica de la protagonista. Pero no dejan de ser una excusa (peruana) para seguir de cerca a grupos humanos tan distintos: Eufrasia y su familia, los vecinos del edificio, los amigos del residencial que conversan de cine y también de cosas igual de profundas, como la muerte. Con mucho humor, pero también con momentos que desgarran el alma (“¡Hasta siempre, Henricito!”).
Incluso cuando los lectores somos capaces de descubrir el truco e imaginar qué es lo que puede ocurrir, el autor apura los tiempos, cierra las tramas e introduce nuevos obstáculos hasta llegar al último, que no sorprenderá a nadie que haya prestado atención, pero no por obvio en cuanto a la circularidad de la historia significa que emocione menos.
Cien cuyes deja de lado todas las solemnidades posibles. Primero desde su concepción, con una prosa sencilla que habla de amor y de pañales cagados, con Lima como gran fondo de postal. Y después desde la forma de encarar una temática cuyo secretismo y cuya conexión con cosmogonías vetustas hace que se tenga que estar reclamando dignidad como quien reclama casa y comida. Que tampoco abundan, dicho sea de paso.
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Cien cuyes, de Gustavo Rodríguez. 260 páginas. Alfaguara, 2023.