El 19 de enero, la pantalla gigante ubicada detrás de los jurados del Premio Alfaguara de novela mostró el rostro de Gustavo Rodríguez, quien acababa de quedarse con el prestigioso galardón a las letras en español con su novela Cien cuyes, que según el jurado abordó “con destreza y humor” el mundo de la tercera edad y la muerte digna.

Cuando le dieron el premio, Rodríguez dijo ser un “convencido” de que “cuanto menos se habla de algo directamente, más daño se forja al interior de uno al esquivarlo”. Así que imaginó la historia de una cuidadora de ancianos en su Lima natal, que termina involucrada con diferentes personas que quieren irse del mundo bajo sus propias condiciones.

La novela se editó en España y América Latina en marzo, y hace algunas semanas el autor visitó nuestro país como parte de la gira promocional. En charla con la diaria, demostró compartir el candor y la sinceridad de la voz narrativa de Cien cuyes y habló de la gestación de esa obra, de las características de su prosa y del tratamiento de la eutanasia en su país.

Escribiste la novela en un período de muchas muertes en todo el planeta, y una en particular muy cercana. ¿En qué momento dijiste “acá hay algo”?

Conforme me acercaba a los 50 años, me iba preguntando inconscientemente cómo iba a ser el siguiente tramo de la vida; se dice que queda un tercio. Un día me enteré de que me construirían un edificio al costado y me quitarían toda la vista, y creo que hice la relación entre esa construcción inexorable que yo no podía detener, con la inexorabilidad de envejecer y perder facultades. De hecho, perder esa vista era perder un placer, y yo lo relacioné con eso. Digamos que me puse pesimista. Y hace cinco años empecé a fantasear con una señora sola, a la que le quitan la vista igual que a mí, pero en silla de ruedas. También con un anciano que aterriza en Lima después de un terremoto y busca a su esposa, 20 años menor. Tenía estas ideas dando vueltas, y la pandemia y los ancianos muriendo o languideciendo solos también aportaron su drama. Pero, como dices tú, no fue hasta que murió mi suegro y fui testigo de su muerte digna, rodeada de amor, con sus hijas, sus nietos, que me dio la urgencia de materializar todo esto que venía sintiendo de algunos años hasta hoy.

¿En qué momento de la escritura surge la posibilidad de participar en el Premio Alfaguara?

Yo escribí esta novela apresuradamente, porque necesitaba sacar este vómito, pero no voy a negar que veía con el rabillo del ojo izquierdo que el Alfaguara cerraba a fin de año. Pero no le mostré mi manuscrito a nadie; se lo envié a mi agente, esperando el veredicto de ella y sus lectores, y no fue hasta que ella y sus lectores me dijeron “Es un muy buen manuscrito, lo vamos a enviar”, que yo dije “Listo, lo que había visto por el rabillo se va a materializar por ellos”. Pero el aliciente vital no fue el premio en absoluto. Tanto así, que para mí fue una sorpresa total haberlo ganado.

¿Tuviste sugerencias durante ese período de escritura?

El manuscrito, tal cual fue terminado, se mandó al premio. Una vez que ganó el premio hubo algunas sugerencias del jurado, que las tomé como una maravillosa oportunidad de que lectores de altísimo nivel te den sugerencias leves, cositas que debía considerar, y yo consideré la mayoría.

La ceremonia coincidió con un momento particular en tu país y tu ciudad.

Sí, ese día fue muy complicado para Perú, y sobre todo para Lima, que recibía protestas de las regiones del sur.

Imagino que los vaivenes de los países sudamericanos se terminan colando en las obras, quizás en algunas más directamente que en otras.

Sí, claro. Por ejemplo, la frustración que a mí me genera que se mate con más impunidad a ciudadanos que no son blancos en mi país... Esa frustración, evidentemente, va a aparecer en mis próximas novelas. Así como, de alguna manera, algo de esa frustración se cuela en Cien cuyes. Aunque de una manera más sutil.

Leyendo esta historia está claro que hay dos Perú, y que el color de piel es gran parte de la diferencia.

El racismo es la gran tara que cruza la espina dorsal de mi país.

Gustavo Rodríguez.

Gustavo Rodríguez.

Foto: Rodrigo Viera Amaral

El oficio de escribir

Tengo la impresión de que las novelas que suelen recibir premios prestigiosos son larguísimas, verbosas y serias. Cien cuyes no es ninguna de las tres. ¿Sentías esa diferencia a la hora de competir?

No. No pensaba contra qué textos podría estar compitiendo el mío, honestamente. Lo que sí he ganado con la experiencia es el abrazar qué tipo de escritor soy. Cuando era más joven, por mi edad, por mi extracción, porque vengo de un país culturalmente conservador, pensaba que demostrar más cultura libresca podía darme más laureles o más reconocimiento. Con los años me he dado cuenta de que tenía que abrazar no solamente mi influencia literaria por todos los libros que he leído, sino la influencia que he tenido del cine, de la música, de las series de televisión. Y siento que desde que he asumido mejor esa tradición, mis novelas me salen más naturales, más auténticas, y mucha gente se identifica más con ellas.

Esa honestidad literaria es algo que se nota muchísimo en esta novela.

Ya no tengo que impresionar ni mostrarle nada a nadie, y desde que asumí eso, que viene con los años, pues creo que escribo mejor. Es tan sencillo como eso.

¿Creés que tu experiencia como publicista puede haber influido en eso de ir al punto, de ser más directo a la hora de escribir?

Es una pregunta que me persigue desde hace un tiempo. Escribir publicidad es muy distinto a escribir literatura, porque lo que es una virtud en publicidad es un pecado en literatura. Es decir, nadie le paga a alguien mucho dinero para que el mensaje sea multiinterpretable. La publicidad tiene que ser una cosa muy directa, que vaya al punto. En el caso de la literatura, mientras más interpretable mejor, ¿no? Pero quizá en lo que sí me haya ayudado es en esos años de entrenamiento del cerebro para relacionar ideas. Yo creo que en el fragor de la escritura, ese entrenamiento me ha ayudado para que la trama sea más fluida. Yo escribo mi prosa tratando de relacionar, tejiendo ideas una tras otra, una tras otra, y en los diálogos también. Entonces, quizá ahí sí le agradezca ese entrenamiento a la publicidad.

Leyendo Cien cuyes encontré que las resoluciones de ciertas subtramas llegan más rápido que en otros libros, dicho esto como algo muy positivo.

Quizá tenga que ver la influencia del cine y el streaming en mi literatura. Ya son más de 20 años de streaming, de estas series televisivas maestras que todos hemos seguido, que son el equivalente a la novela del siglo XIX entregada por partes, pero con la tecnología de hoy.

O sea que sentís influencia de la narrativa televisiva de los últimos años.

Sí, sí, también.

Porque una cosa son las influencias del cine que están presentes en las conversaciones que tienen los personajes, pero decís que también influyó en tu forma de escribir.

Mi anterior novela, por ejemplo, se llama Treinta kilómetros a la medianoche [disponible en ebook] y ocurre en una hora y 15 minutos dentro de un auto, mientras el auto avanza. Recuerdo perfectamente haber pensado “a mí me gustaría que esto fuera 24”, la serie. O sea, narrado en tiempo presente sin saber qué va a ocurrir a la página que sigue. Con la sensación de que no sabes qué va a pasar.

Hablamos de la influencia de la televisión en tu prosa, pero ¿hay influencias literarias en esa brevedad y en el uso del humor en los textos?

Quizá haya una combinación. Yo siempre admiré a Julio Ramón Ribeyro, un gran prosista peruano, cuentista, que además habla específicamente sobre Lima. Pero es imposible llegar a esa elegancia. Quizá mi ilusoria tentativa de escribir como él se combine con escritores que me han fascinado desde chico, como Felisberto Hernández, que es un escritor que usa el humor de una manera deliciosa.

Y que también iba al punto, comparado con otros escritores de su época.

Exactamente. Felisberto Hernández siempre me pareció fascinante. Como escritor, y como personaje, más. No sé si sea una mezcla de eso. Una vez dije en una entrevista en El País de España (en 2018) que yo era una mezcla de Felisberto Hernández y Netflix. De repente eso es lo que está pasando conmigo. Vengo de la tradición latinoamericana más urbana, puntual, mezclada con la impronta audiovisual.

¿Dudaste en algún momento si matizar los localismos, tanto en las referencias como en el vocabulario de los personajes?

No, en lo absoluto quise homogeneizar, pretender hacer literatura de aeropuerto, no. Yo quise ser lo más real posible con la manera en que se habla en mi país. Porque entiendo que los lectores pueden perdonarle muchas fallas a un texto, menos la falta de autenticidad. Además, te hace sentir que estás en el lugar.

Realmente dan ganas de visitar Lima.

Qué bueno. Ese es un bonito halago que no me esperaba.

El público uruguayo mayormente te está conociendo gracias a Cien cuyes. ¿Es una buena puerta de entrada para luego sumergirse en el resto de tu obra?

Es una buena pregunta. Creo que mis cuatro últimas novelas son sólidas y mantienen vínculos entre ellas; creo que la ternura y el humor están en ellas, y los referentes pop también están. Acá en Uruguay está Madrugada, que fue mi penúltima novela [también disponible en ebook]. Esa novela es incuso más pop que esta, y también tiene una protagonista mujer. Entonces, hay una novela prima hermana de esta, aunque el tema no sea la vejez en lo absoluto. Pero igual, la dignidad de sobrevivir es el tema central.

Gustavo Rodríguez.

Gustavo Rodríguez.

Foto: Rodrigo Viera Amaral

La muerte le sienta bien

En este poco tiempo, ¿te encontraste con alguna interpretación de la novela que te haya sorprendido?

Aquí en Uruguay, un lector me dijo que las muertes que tienen los protagonistas de la novela son las muertes ideales que merecía cada personaje. Muertes relacionadas con su personalidad. Me quedé pensando y tenía razón. Es como si hubiera un dios benevolente que hubiera escuchado a estos personajes y les hubiera dado exactamente el final que se merecían.

¿Cómo es la conversación actual en Perú acerca de la eutanasia y la muerte digna? ¿El tema está en agenda?

No está en debate en este momento. Solamente salta cuando hay un caso específico de alguien que lo saca a la luz. En la época en que terminaba de escribir la novela, fue tendencia por un breve tiempo el caso de Ana Estrada, a quien nombro de la novela. Es una señora, de 40 años más o menos, que tiene una enfermedad degenerativa que la va a inutilizar definitivamente en unos años. Ella quería tener la carta de poder decidir su muerte y al final la Corte Suprema la apoyó. Es un caso individual; no está legislado para todo el mundo. A mí me impactó mucho la inhumanidad de mucha gente, de algunas personas en las redes que se referían con fiereza contra ella y esa decisión. Me chocó mucho esa falta de empatía, el colocar una noción divina, etérea, gaseosa, sobre una persona que realmente va a sufrir. No tengo nada en contra de las religiones, pero la culpa me parece que es una pésima consejera para las decisiones y para las políticas públicas.

¿Tuviste repercusiones negativas por el tratamiento del tema?

Será porque ha salido recién, pero todavía no he recibido críticas o posiciones muy severas contra la novela. Quizá también porque presenta el tema a través de los personajes, y los personajes están tratados con ternura. Entonces, la novela lo que intenta lograr es un ejercicio de empatía. Si de verdad llegas a ser empático con los personajes, pues te van a quedar menos ganas de ser violento contra la dignidad a la hora de morir.

La voz narrativa de Cien cuyes parece ser la empatía máxima, metiéndose en la cabeza de cada personaje para contarnos lo que siente, sin juzgarlo.

Me gusta esa observación, porque una cosa que he aprendido en esta larga artesanía y en esta escritura es que la voz narrativa no debe cuestionar ni juzgar a los personajes. No debe ser moral. En todo caso, hay que tratar de entenderlos y no juzgarlos. Y que finalmente sean los personajes, a través de sus acciones, sus pensamientos y sus diálogos, los que se revelen, y sea el lector quien finalmente los juzgue y tome su propia perspectiva.

El humor está presente, pero no es humor que surja desde los nervios, ni para camuflar el dolor. Es un humor... más humano. ¿Puede ser?

Es que sin humor esta novela no enciende en lo absoluto. Yo no encuentro ningún mérito en haber usado el humor en esta novela, porque el humor me acompaña desde pequeñito para relacionarme con los demás en situaciones complicadas. Ha sido mi recurso. Yo nunca he sido el más fuerte, pero el humor me ha dado herramientas. Y quizá sea el ejercicio constante el que te lleva a tener cierta sabiduría sobre cómo dosificar el humor. Creo que hay dos tipos de humor que más o menos están en esta novela: hay un humor tierno, irónico cuando lo usa la voz narrativa, y hay un humor visceral, de las tripas, de arranques, de ocurrencias, cuando se expresan los personajes. Mi humor escatológico, escandaloso, el mío, como persona, como autor, se expresa a través de cómo muchos de estos personajes reaccionan.

En las conversaciones entre los Siete Magníficos.

En esas conversaciones, entonces quizá uno lo sienta natural porque sale a través de la boca de los personajes. No se nota antinatural. Quizá por eso es mejor recibido este humor: porque se lo pongo en personas que, entre comillas, están viviendo.

¿Cómo exorcizás o intentás exorcizar la muerte?

En realidad yo la vengo exorcizando desde hace tiempo. Ya tengo años hablando con mis hijas acerca de mi propia muerte, bromeando sobre ella. Tenemos códigos: yo les bromeo cuando me subo a un avión. Les mando un mensaje en broma. Del tipo, “Chicas, la clave de la caja fuerte es...” y corto. Ese tipo de bromas. Entonces, sí, creo que ya llevo procesando esto hace tiempo. Mi propia muerte. Es más, tengo un libro infantil que habla sobre la muerte en familia, que está hace tiempo escrito pero por la pandemia no pudo salir. El tema de naturalizar la muerte yo lo tengo bien, bien, bien trabajado. Es el adicional de la muerte digna el que me faltaba ventilar, y es el que he ventilado en esta novela.

Que el libro infantil salga luego de la novela puede ser una linda casualidad. Alguien que termina de leer Cien cuyes puede compartir la temática con otros públicos.

Es una versión más infantil de Cien cuyes, es verdad. No lo había visto así. No le puedo dar a mi hijo pequeño Cien cuyes, pero le puedo dar esa otra novela. No tiene fecha de salida aún. El librito se llama El tigre que vivió conmigo, y es un libro de texto como para chicos de diez años en adelante.

¿Pensás que la ficción puede ayudar a la naturalización de temas como este?

La ficción es una gran fuerza para asimilar conceptos más allá de la racionalización. Es decir, todos tenemos dentro de la mente nociones como la muerte digna, la equidad entre hombres y mujeres... Pero no es hasta que una ficción te hace poner en los zapatos de otra persona, que sientes. Y es al sentir, donde la noción intelectual se convierte en una noción más viva. Por eso creo en las ficciones para hacernos entender, finalmente, los cambios que son necesarios en nuestras sociedades.