Muchos conjuntos carnavaleros, humoristas televisivos y contadores de chistes, al momento de “interpretar” ante un auditorio a un paisano de tierra adentro, que en ocasiones, erróneamente, suele ser llamado “gaucho”, apelan a una malformación del lenguaje coloquial basado en la contracción de ciertos términos, en la alteración de la terminación “ado” por “au”, o en bautizar a sus “creaciones” con nombres como Pancracio, Gumersindo y Rosendo, enamorados siempre de alguna Rosaura y dedicados solamente a montar a caballo, frecuentar boliches e interrumpir una guitarreada al grito de “aro, aro, aro”.

Tamaña reducción caricaturizante, basada en el establecimiento de ciertos estereotipos, de fácil asimilación para un público que comprende y festeja el golpe de efecto, es tan vieja como aquella célebre línea de El pozo (“Detrás de nosotros no hay nada. Un gaucho, dos gauchos, treinta y tres gauchos”) con la que Onetti pareció labrar, para cierta crítica miope y reduccionista, una suerte de desprecio hacia el universo campesino, y ha reverberado a lo largo de los años hasta llegar al paroxismo, en un amplio y variado muestrario que puede incluir desde Los cuentos de don Verídico, el libro de 1972 en el que irrumpió la célebre creación de Juceca (interpretado luego por el propio autor y por Luis Landriscina), hasta el payador sin rimas Eugenio Rimas Álvarez, el personaje creado por el actor Pichu Straneo.

Lo anterior viene a cuento de la experiencia que significa enfrentar a cualquiera de las piezas agrupadas en los Cuentos completos del treintaitresino Julio C da Rosa (1920-2001), el volumen número 218 de la batalladora Colección de Clásicos Uruguayos de la Biblioteca Artigas, editado en 2021 y recientemente presentado en la Biblioteca Nacional. Los 42 cuentos reunidos –provenientes de los libros Cuesta arriba (1952), De sol a sol (1955), Camino adentro (1959), Caminos (1978) y Aguafuerte y cuentos viejos (2000)–, al margen de las derivas editoriales y de los eventuales cambios que impuso el propio autor a algunos de ellos desde la aparición original en una revista al salto final en volumen, repertoriados en el prólogo que firma Juan Justino da Rosa, desmontan todos esos lugares comunes erigidos en torno al “hombre de campaña” y problematizan de variadas formas la doble tensión del sujeto enfrentado al espacio geográfico en el que se mueve (que en el autor siempre es algún pueblo o paraje del departamento de Treinta y Tres) y, por supuesto, a su propio destino sobre la tierra.

Atraviesan los cuentos de Da Rosa carboneros, curanderas, troperos, milicos de campaña, contrabandistas, chacareros, sirvientas, bolicheros y carreros que, generalmente, deben sortear una circunstancia peliaguda o que, al advertir de golpe el derrotero gris hacia el que se encamina su existencia, deciden darle un giro a la suerte. Da Rosa es un escritor de los sucesos, que no se regodea en firuletes introductorios y va a los bifes de entrada; cada cuento arranca presentando con claridad al eventual protagonista y la raíz o el atisbo del conflicto: “Apenas empezaban a blanquear las primeras heladas, ya andaba Antonino preparándose para las salidas. El oficio no era de los más livianos. Andar solo, noches adentro y campo afuera, chapaleando escarcha, no es para el primero que se ponga” (“Bichero”); “Cuando el gallego Candamil puso la tiendita en la esquina de enfrente, Alcira llevaba cuarenta y tantos años en lo de Perrone, calle por medio” (“Dada”); “Crispín Artigas debe haber sido uno de los hombres más completos en cuestión trabajo bruto que se vio vivir por aquella zona de Los Avestruces” (“Crispín de las manos”).

Otro elemento a destacar en la argamasa con la que Da Rosa construye sus relatos tiene que ver con el rescate y puesta en arte de ese llamado “lenguaje campesino”, tan aparentemente fácil de caricaturizar pero que en los hechos, esto es, en su aprehensión y posterior puesta en escritura, revela una complejidad (polisémica, retórica, sentenciosa) que excede por lejos ese balbuceo de rusticidad e incultura al que muchos pretenden reducirlo. Este elemento, que no es propiedad y mérito único de Da Rosa –también puede verse, para mentar apenas dos ejemplos, en la escritura de Serafín J García y Wenceslao Varela–, se integra a pleno en la disposición de cada relato, no erigiéndose nunca como un exotismo o un intríngulis que deba ser aclarado en una nota al pie.

Estos Cuentos completos incluyen auténticos mojones del arte de Julio C da Rosa en particular y del cuento uruguayo en su conjunto, relatos que justifican el sitial que este escritor ocupa dentro del panorama de las letras vernáculas y que excede, con creces, los homenajes puntuales como el que se le tributara tres años atrás, en el centenario de su nacimiento (una celebración algo deslucida por coincidir con las centurias de Idea Vilariño y Mario Benedetti, nombres más canónicos y afines al sempiterno centralismo montevideano, pero que tuvo como acierto principal la reedición de la mastodóntica novela Mundo chico, oportunamente comentada en estas páginas).

Entre los puntos más altos de estos Cuentos completos se encuentra, desde luego, el relato “Hombre-flauta”, cuyo inicio es un verdadero prodigio de presentación de un destino humano (“Sin la flauta, Ansín no hubiera salido de cero. Con la flauta, llegó a ser el pobre infeliz que era”), pero a modo de cierre de este comentario, quisiera detenerme en el relato “Cuento de negros”, premiado por la revista Asir en 1950, originalmente aparecido en sus páginas y luego integrado al primer libro de cuentos de Da Rosa: a través de la historia de la amistad entre dos hombres –el negro Felipe y don Chico– el escritor de Treinta y Tres plasma en pocas páginas una triple celebración: de la igualdad, de la lectura y, sobre todo, de la imaginación.

Cuentos completos, de Julio C da Rosa. Biblioteca Artigas, 2021.