No hay nada más certero para comprobar los caprichos y las veleidades del mercado de valores literario que ojear la lista de ganadores del Premio Nobel de Literatura desde su primera concesión, allá por el año 1901. Como en toda lista, el efecto de acumulación establece diversas interpretaciones, pero hay algunos hechos que rompen los ojos, como la gran cantidad de escritores que con el paso del tiempo fueron hundiéndose en el olvido, convirtiéndose en meras notas al pie, lejos de cualquier rescate o reedición.

¿Quién lee hoy en día al finlandés Frans Eemil Sillanpää, por ejemplo, premio Nobel de Literatura en 1939? ¿Y qué pasó con Bjørnstjerne Bjørnson, el poeta y dramaturgo noruego que se alzó con el galardón en 1903?

Otro elemento a tener en cuenta es el etario, ya que muchos de los premiados recibieron la llamada de Estocolmo cuando les quedaban apenas un par de cortes de pelo o, como en el caso del poeta sueco Erik Axel Karlfeldt, el mismo año de su muerte, en 1931 (acá hay un atenuante: se había dado el lujo de rechazarlo 18 años antes).

También está el aura de faro, lumbrera o referencia en la que se convierte el premiado tras la distinción. En ese sentido, hay casos emblemáticos –para mal, se entiende–, como el de William Faulkner, premio Nobel de Literatura en 1949, que a la luz del reconocimiento terminó de escribir y publicó su novela más olvidable: Una fábula (1954), así como el marqués de Vargas Llosa, premio Nobel de Literatura 2010, que tras el lauro mayor aceleró su decadencia como autor (iniciada un poco antes, es verdad) con la publicación de una serie de títulos menores, tales como El héroe discreto (2013) y Cinco esquinas (2016), para no hablar del infame Medio siglo con Borges (2020), oportunamente diseccionado en esta pequeña mesa de operaciones.

Lo anterior viene a cuento de la reciente aparición en librerías locales de Los libros de Jacob o gran viaje a través de siete fronteras, cinco lenguas y tres grandes religiones, sin contar otras pequeñas (tal su título completo), de la escritora polaca Olga Tokarczuk, premio Nobel de Literatura 2018 (otorgado en 2019), un ladrillo de 1.070 páginas que por su propio peso y por el espacio que ocupa se constituye, al mismo tiempo, en un anacronismo y una declaración de principios en plena era de la brevedad y la velocidad, de emoticones que reemplazan palabras y de un sostenido déficit atencional general. Con este libro a Tokarczuk no puede endilgársele el mal de Faulkner pos Nobel porque fue publicado originalmente en 2014, cuatro años antes de que los suecos hicieran la llamada con la buena nueva.

Los libros de Jacob es una novela total, un artefacto diseñado y puesto a andar que se cierra sobre sí mismo, una suerte de Aleph borgeano entre dos lomos en el que, por su tema, desarrollo y alcance espaciotemporal, todos los actos que describe ocupan el mismo punto, “sin superposición y sin transparencia”. En el centro hay un personaje histórico –Jacob Frank (1726-1791), un judío polaco creador del “frankismo”, seguidor de Shabtai Tzvi (1626-1676), un rabino que en 1647 se autoproclamó el Mesías– que oficia de nexo entre decenas de personajes que a lo largo del libro se mueven por diversos puntos de la convulsionada Europa de la segunda mitad del siglo XVIII.

Como en toda novela que gira alrededor de un personaje histórico de carne y hueso –desde el San Pablo de El reino de los réprobos, de Anthony Burgess, al John Brown de El pájaro carpintero, de James McBride, y, acercándonos a estas costas, desde el Juan Díaz de Solís de El mar dulce, de Roberto J Payró, al José Pedro Varela de la soporífera (y en dos tomos) El hombre de marzo, de Tomas de Mattos–, la autora escribe en verdad sobre la época, atenta a los detalles de verosimilitud que hacen al registro historiográfico pero sin que esto sea el centro ni una limitante.

La Europa de Los libros de Jacob es una suerte de lado B de la Europa de la Ilustración y el ritmo de los hechos que se narran (y que nunca se detiene en el millar de páginas que los contienen) desplaza permanentemente el foco, desde una remota aldea en Polonia a la parafernalia propia de una corte alemana, desde la habitación en penumbras donde agoniza una matriarca judía en un villorrio a la bóveda impresionante de la Catedral de Lwów.

Los lectores que antes deslizaron sus ojos por las páginas del mejunje de relatos que conforma Los errantes y por la novela Un lugar llamado Antaño, publicados ambos, al igual que Los libros..., por Anagrama, podrán palpar otra vez, y acá con mayor porosidad, la textura del proyecto escritural de Tokarczuk, siempre mediado por la traducción, desde luego. Esto último debió constituir todo un desafío para los traductores Agata Orzeszek y Ernesto Rubio, pues los personajes del libro se expresan en un vocabulario dieciochesco que no mereció ninguna nota al pie aclaratoria sobre eventuales determinaciones en la traslación.

Teniendo sobre la mesa todo el material para construir un relato moralizante, de tinte humanista (en el plan de Faulkner con Una fábula), donde el prójimo se alza triunfal sobre sus circunstancias, la escritora polaca elude el chicotazo de los grandes temas y no derrapa nunca hacia la abstracción filosófica. Es verdad que a la novela, especialmente cuando se cruza la mitad, pueden sobrarle algunas páginas, o que la inclusión de ciertos episodios parece gratuita, cuando no lisa y llanamente estirada.

Finalmente, me permito recomendar, antes de que se emprenda el viaje por la novela propiamente dicha, la lectura del posfacio “En torno a la constelación de Olga Tokarczuk”, que firma Abel Murcia, y que presenta una suerte de mapa en el que se ubica a este libro dentro de la obra total, así como las derivas editoriales de la autora en español.

Los libros de Jacob, de Olga Tokarczuk. 1072 páginas. Anagrama, 2023.