Aparecida hace un par de años, la obra conjunta de David Graeber y David Wengrow se ha transformado en un mojón para pensar desde una nueva perspectiva la historia –y, por lo tanto, el futuro– de la humanidad. Al tiempo que discuten con otros investigadores de mirada amplia, sus investigaciones e interpretaciones develan distintos tipos de organización social avanzada que existieron durante largos períodos. Con ello, cuestionan ideas como la de la inevitabilidad del capitalismo, la conveniencia de la organización social jerárquica y la concepción de la democracia como torneo.
Todo parece indicar que existe, entre los lectores no académicos, una inquietud por encontrar en la historia de la humanidad –incluida la llamada prehistoria– las causas de la situación actual: en qué estamos mejor, en qué estamos peor, cómo es posible que la riqueza se distribuya tan mal y que el mundo ofrezca un panorama tan desparejo en cuanto a calidad de vida y disfrute de bienes y servicios, de qué manera llegamos a dominar la naturaleza extinguiendo a mansalva y arriesgándonos a nuestra propia extinción. También por tratar de imaginar qué puede deparar el futuro para las próximas generaciones.
Distintos pensadores han respondido a esta demanda y así surgen libros, algunos convertidos en best sellers, con un propósito similar, a veces explicitado en sus subtítulos, también parecidos. Por ejemplo, Jared Diamond y su Armas, gérmenes y acero: breve historia de la humanidad en los últimos 13.000 años (1998), Yuval Noah Harari y De animales a dioses: breve historia de la humanidad (2013) y, por qué no incluir al uruguayo y no tan best seller Juan Grompone con su todavía inconclusa La danza de Shiva, que intenta “reconstruir la historia de la humanidad con un enfoque materialista” (2001).
Los dos primeros son de una lectura muy amena y atractiva: el lector se siente confortado por un enfoque globalizante que aventura hipótesis creíbles sobre los sistemas humanos de convivencia. El de Grompone, un proyecto ambicioso de seis tomos (tres publicados hasta el momento), es un poco más árido, con mucho sustento matemático.
Encuadrado en esta tradición –o rompiéndola–, apareció en 2021 The Dawn of Everything: A New History of Humanity, editado un año después en español como El amanecer de todo: Una nueva historia de la humanidad. Allí el antropólogo social y anarquista estadounidense David Graeber (fallecido en 2020) y el arqueólogo británico David Wengrow cuestionan los enfoques anteriores de corte evolucionista y ponen patas arriba nuestra idea del papel de la domesticación de plantas y animales en los orígenes de la llamada “civilización” y sus condiciones de desigualdad social. Sus abundantes referencias a documentos e investigaciones arqueológicas y etnográficas lo convierten en una lectura atractiva y disfrutable para cualquier persona interesada y curiosa. Cada capítulo y sección abre una puerta a episodios de la historia humana intercalados con reflexiones antropológico-filosóficas inspiradoras de un pensamiento desprejuiciado.
Cómo contar la prehistoria
La agricultura como proceso de cambio productivo, presente en el imaginario común como una etapa fundamental del proceso civilizatorio, fue colocada en la mira por autores como Diamond y Harari. Este titula el capítulo referido a la revolución agrícola “El mayor fraude de la historia” y Diamond publicó, sobre el mismo tema, un artículo llamado “The Worst Mistake in the History of the Human Race” (El mayor error en la historiografía de la humanidad). Su enfoque “pesimista” viene a discutir el tradicional sentido común evolucionista que veía la adopción de la agricultura como un paso decisivo de las sociedades humanas para pasar de la barbarie a la civilización, aun reconociendo este paso como el origen de la desigualdad y el sometimiento de unos por otros.
Graeber y Wengrow vienen a revolver nuevamente ese y otros bolilleros. Cerca del final de su libro señalan que “muchos investigadores que intentan tejer en un solo tapiz los hallazgos de los especialistas a fin de describir el curso de la historia humana a gran escala no han superado del todo la idea bíblica del Jardín del Edén y la Caída en Desgracia, y la subsiguiente inevitabilidad de la dominación. Cegados por la historia ‘única’ de cómo evolucionaron las sociedades humanas, son incapaces de percibir la mitad de lo que tienen hoy en día ante sus ojos”.
El amanecer de todo es un libro largo, especulativo, con muchísimas referencias a investigaciones arqueológicas, estudios etnográficos, crónicas de misioneros y aventureros europeos sobre pueblos no europeos, incluso a textos de pensadores nativos americanos que reflexionan comparando la organización social europea con la propia. Son 12 capítulos sustanciosos y provocadores.1
Uno de los conceptos que tambalea ante los martillazos conceptuales de los autores es el de evolución social, formulado originalmente en el siglo XVIII y que, con variantes, ha sido sustento de las ciencias sociales hasta el presente. Según esta tradición, las sociedades humanas comenzaron organizándose en grupos pequeños e igualitarios que usaban tecnologías simples hasta llegar a la civilización actual con su consiguiente complejidad social y tecnológica. El concepto tradicional de evolución copió, en cierto sentido, el modelo darwiniano aplicado a la evolución biológica y ha sido cuestionado por diversas corrientes antropológicas.
Sin embargo, resulta muy difícil observar la sociedad presente y no interpretarla como el resultado de una serie de factores evolutivos cuyo hilo conductor es el desarrollo tecnológico que acompaña (como causa o consecuencia) la evolución cultural. Hay quienes traducen el término evolución como camino de lo menos a lo más, de lo simple a lo complejo, de lo imperfecto a lo mejor; otros simplemente señalan que la evolución es cambio y no necesariamente para bien. La versión materialista del evolucionismo enlaza los cambios tecnológicos con las estructuras de los modos de producción. Juan Grompone se apoya en este marco ideológico para realizar su prospectiva en el tomo V de La danza de Shiva.2 El mayor cuestionamiento que se hace al evolucionismo es su connotación de progreso y su carácter universal, que considera que todas las sociedades humanas han pasado y pasan por las mismas etapas, lo que llevó a los europeos a considerar que las culturas que fueron encontrando en su camino conquistador eran una muestra de las etapas primitivas y que simplemente bastaba con empujarlas y contagiarlas del carácter civilizatorio para hacerlas evolucionar.
Desde el siglo XVIII, pensadores europeos se han preguntado por el origen de la desigualdad en la sociedad, y de qué manera la construcción de los estados y las sociedades urbanas complejas jugaron un papel en ese proceso. En cambio, los autores de El amanecer de todo se apoyan en múltiples fuentes documentales para señalar que no existe una historia evolutiva más o menos unitaria, fácil de explicar por sus etapas de lo más simple a lo más complejo, sino múltiples caminos de las sociedades humanas con desarrollos tecnológicos diversos y formas de organización social fundadas en distintos pilares.
El problema es que las comunidades desaparecidas dejan huellas dispares. Las más monumentales deslumbran y no permiten ver los largos períodos durante los que las sociedades se organizaron sin necesidad de tales ostentaciones edilicias. Estos períodos, a veces de cientos de años, son llamados despectivamente “anárquicos” y descartados, al considerarlos etapas poco significativas en el desarrollo de la cultura, como si durante ese tiempo no hubiera ocurrido nada y las sociedades humanas se sentaran a esperar el surgimiento del próximo imperio.
Graeber y Wengrow afinan también la vista y perciben que no todo lo monumental es brutal y esclavizante ni asociado a modos de producción agrícola. La sofisticación de los métodos arqueológicos y la abundancia y mayor acceso a material documental etnográfico debería permitir una mirada más amplia y profunda sobre los procesos sociales, prestando atención a lo que frecuentemente se descuida: “Qué pasa si damos importancia a los 5.000 años en los que la domesticación de cereales no llevó al surgimiento de consentidas aristocracias, ejércitos fijos o peonaje por deuda, en lugar de dársela tan solo a los 5.000 años en los que sí lo hizo. ¿Qué pasa si tratamos el rechazo a la vida urbana, o a la esclavitud, en ciertas épocas y lugares, como algo tan importante como el surgimiento de esos mismos fenómenos en otros? En el proceso, a menudo nos sorprendimos. Nunca hubiéramos supuesto, por ejemplo, que la esclavitud fue abolida numerosas veces en la historia, en múltiples lugares, y que muy probablemente lo mismo puede decirse de la guerra”.
Las ciencias sociales, según los autores, deberían ser más humildes y deshacerse de preconceptos: “Los teóricos sociales tienden a escribir acerca del pasado como si todo lo que sucedió se hubiese podido predecir de antemano. Esto es bastante deshonesto, dado que todos sabemos que cada vez que intentamos predecir el futuro fracasamos, y esto es tan cierto para los teóricos sociales como para todos los demás. Sin embargo, es difícil resistirse a la tentación de escribir y pensar como si el actual estado del mundo, a inicios del siglo XXI, fuera el resultado inevitable de los últimos 10.000 años de historia, mientras que, en realidad, evidentemente, tenemos poca o ninguna idea de cómo será el mundo en 2075, por no hablar de 2150”.
La argumentación está abrumadoramente documentada en investigaciones arqueológicas realizadas en todos los rincones del planeta: Teotihuacán, Chavín de Huántar, Tiahuanaco, Catal Huyuk, Uruk, Hopewell, Jömon, Jatinkiko, Stonehenge, y muchísimos sitios más. Etnografías realizadas durante el siglo XX son citadas con propiedad, particularmente las referidas a los grupos nativos norteamericanos; autores clásicos de la antropología (Boas, Lévi-Strauss, Marcel Mauss) son enlazados en una trama reflexiva que intenta reinterpretar nuestra visión unilateral de las culturas humanas. Los relatos de los colonizadores sobre los colonizados (misioneros, cronistas, aventureros, conquistadores) aportan miradas que los autores buscan comprender con una nueva óptica. El pensamiento político de intelectuales nativos americanos, su diálogo con los pensadores europeos y su influencia en el desarrollo de las ideas de la Ilustración del siglo XVIII son puestos en relieve frente a un relato minimizador que los colocaba en el papel de simples interlocutores ficticios de los filósofos de la época. Así, el norteamericano Kondiaronk viene a ocupar un lugar junto a Montesquieu y sus compañeros enciclopedistas.
La principal idea subyacente es que la historia de las sociedades humanas es mucho más diversa y zigzagueante de lo que solemos creer. El panorama incluye grupos humanos que adoptaron la domesticación de animales y rechazaron la agricultura o viceversa; otros que mantuvieron su comportamiento recolector simultáneamente con el desarrollo de cultivos; quienes abandonaron prácticas domesticadoras; quienes alternaban estacionalmente entre grandes concentraciones de población y pequeños grupos, con jerarquías temporales o sistemas de gestión colectiva; sociedades creadoras de grandes monumentos sin que esto significara cultura urbana, ni economía agrícola, ni aparente explotación de mano de obra, sino proyectos colectivos. La lista podría continuar.
Para los autores, los grupos humanos conforman su organización condicionados por una gran cantidad de factores, algunos materiales, otros culturales (en este sentido, cuestionan el paradigma materialista que considera que las condiciones materiales determinan las estructuras culturales y las formas de organización social). Uno de estos factores es el impulso a diferenciarse de sus vecinos rivales y hermanos, la llamada esquizogénesis o esquismogénesis, en palabras de Bateson.
El centro del planteamiento de Graeber y Wengrow es por qué nos quedamos estancados en un sistema y un discurso casi únicos, en los que la libertad para crear o modificar las relaciones sociales parece condenada al cajón de los recuerdos y la civilización occidental se presenta a sí misma como el modelo a seguir. Esta preocupación debería sustituir las clásicas preguntas sobre el origen de la desigualdad y del Estado.
No todo lleva al capitalismo
Volviendo al origen, los autores cuestionan, en primer lugar, el carácter de “revolución” de la domesticación de plantas y animales, demostrando que fue un proceso lento y largo de miles de años durante el cual convivieron el clásico forrajeo (recolección de frutos, pesca y caza) con formas de manejo de especies vegetales y animales que derivaron, a la larga, en la agricultura y la ganadería.
En segundo lugar, discuten la asociación de este proceso con la injusticia social. Basándose en abundante material bibliográfico y en los más recientes descubrimientos arqueológicos, rompen la asociación causal entre la domesticación de plantas y animales y la génesis de gobiernos y de estados y de la explotación de unos por otros. En primer lugar, aluden a grupos humanos no agricultores, algunos igualitarios, otros jerárquicos, con diversos tipos de organización social; en algunos casos, eran constructores de estructuras arquitectónicas monumentales de uso incierto, quizás estacional.
De esa manera, desmienten el prejuicio de que toda sociedad cazadora-recolectora se organiza en pequeños grupos, generalmente unidos por lazos familiares, sin ningún tipo de jerarquías, salvo las de género o los liderazgos ocasionales para actividades como la guerra o la caza. Y, en la otra punta, discuten la idea de que la adopción de economías productivas se asocia automáticamente con la desigualdad y la aparición de aparatos administrativos y militares de dominación.
Las investigaciones sobre asentamientos humanos de varios milenios de antigüedad en diversas partes del mundo muestran sitios de concentración urbana de grandes dimensiones, sin aparentes signos que indiquen jerarquías de clase ni estructuras administrativas de gobierno. El conocimiento tradicional consideraba a las ciudades como centros de poder, con clase dirigente y grupos sociales sometidos, con sistema de registro administrativo (escritura o protoescritura) y con una dependencia alimenticia de sistemas agrícolas intensivos.
Tradicionalmente, se tomaba a la escala poblacional como un factor determinante de la estratificación y de la aparición de minorías privilegiadas. En cambio, nos dicen Graeber y Wengrow: “No estamos sosteniendo que, invariablemente, las primeras ciudades en aparecer fuese donde fuese se basaban en principios igualitarios [...] las pruebas arqueológicas están demostrando que este ha sido un patrón sorprendentemente común, lo que apunta en contra de las narrativas evolucionistas convencionales acerca de los efectos de la escala en la sociedad humana”. Ejemplos de pequeñas sociedades aristocráticas vecinas de grandes urbes igualitarias lo demostrarían.
Otro tema de discusión tiene que ver con el Estado y su correspondencia causal con la organización administrativa, la desigualdad, la represión. “Si es posible tener monarcas, aristocracias, esclavitud y formas extremas de dominación patriarcal incluso sin un Estado (como evidentemente era); y si es posible también mantener complejos sistemas de irrigación, o desarrollar ciencia y filosofía abstracta sin un Estado (también parece ser así), entonces, ¿qué podemos aprender realmente de la historia humana estableciendo lo que entendemos como Estado y lo que no? ¿No hay acaso preguntas más interesantes e importantes que hacerse?”, escriben Graeber y Wengrow.
Podríamos responder que, aun aceptando esta disociación entre la escala y la jerarquía social, a la larga, todas estas sociedades sí terminaron generando estructuras jerárquicas más o menos militarizadas, esclavismo y sistemas económicos basados en la explotación de mano de obra de unos por otros. Los autores parecen querer decirnos que las cosas podrían haber sido de otra manera y que lo han sido en diversos momentos y lugares.
La teleología retrospectiva que parte de la premisa de que todos los procesos sociales que han ocurrido hasta el presente fueron derivando, por una especie de ley de la gravitación social, hacia el modelo civilizatorio europeo capitalista y democrático es el paradigma rechazado por los autores de este libro. La convicción de que las sociedades humanas son capaces de organizarse sin jerarquías ni dominaciones planea sobre el texto.
En el evolucionismo de corte marxista, esta convicción aparece como una posibilidad consecuente del desarrollo de las fuerzas productivas y de la superación revolucionaria del sistema capitalista. Esta premisa ideológica, dominante durante décadas en el pensamiento de izquierda, suena hoy como las utopías tan denostadas por el propio Marx. El anarquismo subyacente de los autores (explícito en el caso de Graeber) cuestiona este determinismo materialista e invoca la posibilidad de la existencia de sociedades sin explotación.3
Los intelectuales amerindios y la Ilustración
Los dos David ponen especial énfasis en rescatar los aportes de pensadores de origen amerindio en la interpretación de su propia historia y en aportar algunas de las ideas que fueron emblemáticas en los pensadores del Siglo de las Luces. En los primeros capítulos (y retomada al final) aparece la referencia a los intercambios filosófico-políticos entre intelectuales europeos y nativos americanos, particularmente, uno llamado Kondiaronk, cuyo leitmotiv es la comparación de las estructuras sociales de una y otras sociedades. El lugar privilegiado del dinero, la monarquía, las injusticias sociales, las absurdas disputas religiosas estaban en el centro de estas críticas surgidas de personas formadas en otros contextos sociales y recogidas autocríticamente por los pensadores europeos.
El libro propone una revalorización de este pensamiento “externo” como muy influyente en los filósofos dieciochescos (y no como un simple recurso literario de poner en boca de extranjeros la crítica a la propia sociedad) y como revelador de que los grupos sociales americanos no eran simples agrupamientos salvajes carentes de pensamiento propio, sino civilizaciones reflexivas capaces de decidir y elegir cómo organizarse. Claro que ante la embestida colonizadora, estas capacidades se fueron reduciendo hasta casi desaparecer.
Contra las élites
Cuando se discute el evolucionismo social como paradigma, el sentido común reacciona y señala las grandes líneas de la historia de la humanidad que han confluido, con variantes, hacia sociedades complejas, más o menos urbanizadas, con acceso creciente a tecnologías cada vez más avanzadas y abarcativas y sistemas económicos cada vez más enlazados con el capitalismo mundial, con todo lo que ello implica de desigualdades al interior de cada sociedad y entre regiones del mundo. En ese aspecto hay que darle la razón a ese “sentido común”. Sin embargo, el evolucionismo con todas sus variantes (liberales, de derecha, progresistas, marxistas) tiende a simplificar el desarrollo social como un camino hacia un estadio civilizatorio que, según el cristal ideológico, puede ser la democracia de tipo occidental europeo o una hipotética y todavía no construida sociedad sin clases. Ambos modelos pecan de eurocentrismo, en la medida en que el modelo civilizatorio europeo se encuentra como estadío inevitable y deseable de ese proceso.
En este paradigma, todas las sociedades pasaron de una etapa forrajeadora igualitaria a una economía de producción mediante la domesticación de plantas y animales, cuyos excedentes permitieron el surgimiento de élites dominantes y multitudes explotadas. La creciente complejidad asociada al desarrollo tecnológico y el crecimiento demográfico genera diferentes etapas, cada una de ellas superadora de la anterior en calidad de vida, participación democrática y justicia social. De esta manera, se pasan a considerar como “naturales” cosas como la economía de mercado, los estados nación con sus burocracias y ejércitos y la democracia representativa.
Graeber y Wengrow desenredan esa madeja al cuestionar el paradigma unilineal y las causalidades supuestamente universales, porque desnaturalizan la realidad actual como resultado natural e inevitable de la evolución social, y discuten el actual concepto de Estado y la democracia como sistema óptimo para la organización de las sociedades modernas. No cualquier pensador se atrevería a decir que los sistemas electorales son como los combates agónicos de las sociedades aristocráticas y que, por algo, la democracia ateniense prefería el sorteo para elegir a sus administradores: “La democracia, como la hemos acabado conociendo, es un juego de ganadores y perdedores que se disputa entre individuos de fortísima personalidad, mientras que los demás quedamos reducidos básicamente al papel de espectadores”.
En el capítulo 10 hay una interesante digresión sobre cómo la terminología histórica condiciona nuestra visión de los procesos sociales. Las denominaciones históricas reflejan y orientan nuestra visión de los ciclos de auge y supuesta decadencia. Denominaciones como proto, pos, medio, formativos, predinástico, tardío centran la atención sobre un momento de esplendor y de gran poder de las élites gobernantes y, por lo tanto, de gran desarrollo urbano y arquitectónico, a veces también artístico. Los períodos supuestamente “oscuros” o “preparatorios” o “tardíos” son desatendidos, como si las sociedades desaparecieran como sus esplendores imperiales o como si su única “función” fuera preparar otro momento luminoso.
En esos momentos (que pueden durar cientos de años), “a menudo descritos como épocas de ‘caos y degeneración cultural’, temporalmente muy importantes, los sistemas de gestión colectiva pueden ser muy variados y, probablemente, mucho más participativos y autonómicos en ausencia de los grandes poderes centralizados”.
La interpretación más común establece que los pequeños grupos son igualitarios y las grandes sociedades jerarquizadas. No hay pruebas arqueológicas de que esto haya sido así. Ha habido sociedades organizadas en pequeños grupos jerarquizados con importante protagonismo de las élites guerreras competitivas y, por otro lado, grandes concentraciones de población sin signos de uso de violencia o de jerarquías reales o sofisticadas burocracias administrativas, llamadas en ocasiones “aldeas desproporcionadas” o “megayacimientos”, como forma de negar lingüísticamente que una ciudad pueda existir sin esas marcas. El igualitarismo estaría reservado para el pasado idílico de las sociedades humanas (desde una perspectiva rousseauniana) y para el invento exclusivamente occidental de la democracia. El polo hobbesiano sería la otra cara de la misma moneda al señalar que la violencia de unos contra otros es la condición natural hasta que ese mismo invento vino a ponerle freno.
Hay que tener en cuenta que la observación etnográfica de los grupos “primitivos” contemporáneos durante el siglo XX resulta una falsa observación del pasado si no considera que estos grupos se encuentran ya marginalizados y privados de sus amplias redes de comunicación existentes antes de los procesos colonizadores.
Llamar períodos anárquicos a cientos de años en los que no aparecen testimonios arqueológicos que expliquen las formas de organización de estos grupos humanos resulta un recurso fácil para despreciar formas de autogobierno que por su falta de espectacularidad no podemos comprender cabalmente. ¿Qué se quiere decir cuando se habla de “colapsos” de civilizaciones? ¿Colapsaron las sociedades o sus élites?
Fundación
El amanecer de todo resulta una convocatoria a echar mano al abundante material etnográfico y arqueológico, y a liberarse de prejuicios y preconceptos para reinterpretar la historia de la humanidad.
Es, a la vez, un libro extenso e intenso. Bien podría inaugurar una nueva tradición en la literatura histórico-antropológica y, en mi modesta opinión, debería considerarse casi imprescindible para la formación de todos a quienes interesen las ciencias sociales.
El amanecer de todo: Una nueva historia de la humanidad. De David Graeber y David Wengrow. 848 páginas. Ariel, 2022.
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El tipo de titulación que usan para las secciones internas de los capítulos reaviva una antigua tradición de describir el contenido que recuerda los títulos de Don Quijote, como el travieso antitítulo: “Donde se cuenta lo que en él se verá”. Así como la novela de Cervantes puso un punto final a una tradición literaria (la de las novelas de caballerías), este libro parece pretender algo parecido: que la historia de la humanidad ya nunca se vuelva a leer con la misma óptica. ↩
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Grompone se atreve a especular, con sólida fundamentación materialista, que a medida que la sociedad capitalista abarque con su economía de mercado la totalidad de las sociedades humanas y, simultáneamente, el desarrollo tecnológico alcance ciertos límites (tamaño microscópico de los procesadores y velocidad de procesamiento), ya no tendrá más espacio para crecer. Como es sabido que el crecimiento es inherente al sistema capitalista, este entrará en crisis y se generará una nueva estructura social apoyada sobre los cimientos de lo ya construido. ↩
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Respecto de la clásica dicotomía materialismo marxista/idealismo anarquista, resulta ilustrativa una referencia del pensador marxista David Harvey en una entrevista reciente al ser interpelado sobre sus afirmaciones aparentemente anarquistas: “Me gusta mucho la respuesta que dio Henri Lefebvre cuando le preguntaron por qué era marxista y no anarquista: ‘¡Soy marxista para que un día todos podamos vivir como anarquistas!’”. ↩