En 2008 Camilo Baráibar publicó Médanos con la editorial Trilce, y fue un sacudón para la literatura juvenil de Uruguay. El libro circuló muchísimo, sobre todo entre su público ideal, y corría la idea de que el autor tenía la edad de los personajes (estudiantes en sus últimos años de liceo). En realidad Baráibar, nacido en 1985, ya había entrado en la veintena cuando apareció la novela; era el lenguaje el que transmitía la sensación de que el narrador, como su personaje, vivía en la adolescencia. Pura potencia ilocutiva: abordaje directo, frases cortas, jerga del momento (dosificada) y, sobre todo, una primera persona expuesta, confundida sentimentalmente pero con deseos definidos, levemente poética, ocasionalmente graciosa, siempre preocupada por hacer bien.
Además, aunque no mencionaba sitios específicos, la novela estaba inequívocamente anclada en “la Costa”, es decir, en Ciudad de la Costa. Recorridos en bicicleta, encuentros al aire libre, plazas a medio terminar, viajes pesadillescos en ómnibus poblaban las estaciones que transitaban Agustín, sus amigos y sus intereses afectivos.
15 años después aparece Olas, que retoma la historia justo donde la dejaba Médanos: Agustín ha conocido a una chica en el fogón playero de fin de año. La primera novedad es que en esta novela el narrador ya no es él, sino ella, María. La segunda es que, desde el arranque, hay varias guiñadas metaliterarias: María y Agustín discuten por mail sobre si dejarle usar su historia a “Camilo”, y dos por tres se menciona a un escritor “de la Costa” que parece que es muy bueno.
La tercera es que, aunque estamos apenas en el verano siguiente, el mundo se ha vuelto un poco más adulto: ganan espacio las voces de amistades mayores que ya ingresaron al universo laboral –una de ellas será la encargada de darle inesperado cierre a la novela– y que vehiculizan más articuladamente su inconformidad con la sociedad. Es cierto que en Médanos irrumpía la historia política reciente a través del tema del padre ausente y el descubrimiento de su compromiso; en Olas la perspectiva es distinta, porque ya no se trata de hijos de víctimas (víctimas ellos también, lógicamente) sino de jóvenes que encaran sus propios futuros.
Además, en esta entrega los desplazamientos no se limitan a la comarca canaria, sino también a Rocha y Montevideo. Esto, con todo, no hace sino llamar la atención sobre el asunto locativo. Como en buenos tramos de la obra de Jorge Alfonso, Diego Recoba, Gonzalo Baz, Martín Lasalt, Andrés Ressia, se trata de narrar los suburbios metropolitanos, pero aquí, en lugar de entornos en declive o directamente marginales, estamos en la zona donde se afianzó el último sueño inmobiliario feliz de la clase media montevideana. Por supuesto, están las paradas de bus hediondas y los supermercados sucios, pero se trata de un espacio fundamentalmente solar, y así, luminoso, sigue siendo el ánimo de las historias de Baráibar, como también lo era en los microrrelatos de Última conexión y en otros cuentos que dio a conocer recientemente.
Son, entonces, los mismos personajes, y apenas ha pasado el tiempo dentro de la historia –continuamos en esa época en que los celulares eran escasos, y es un detalle esencial para la trama–, pero definitivamente algo ha cambiado. Vemos a Agustín desde afuera, y aunque sigue resultando cercano, ya no es aquel chiquilín absolutamente querible de Médanos. El punto de vista de María (más allá de las dificultades técnicas que habrá conllevado), los juegos metaficcionales y la cabida a voces más experientes son marcas de distancia respecto de la historia original. Queda más claro ahora que Médanos era la primera parte de una bildungsroman, una historia de crecimiento, que, aunque se complejiza y adquiere aspiraciones colectivas, no deja de ser esencialmente optimista.
Olas, de Camilo Baráibar. 98 páginas. Ocho Ojos, 2023.