La historia de la literatura está atravesada por últimos escritos y por escritores suicidas. Y por los últimos escritos de escritores suicidas. Antes de que hicieran su juego los albaceas, las viudas y los editores de turno, aquellos autores que decidieron ponerle fin a sus días ordenaron papeles, quemaron otros, dejaron órdenes expresas (que muchas veces luego fueron incumplidas) o no hicieron nada de eso, sino que simplemente entraron a la Muerte sin consideraciones de última hora sobre el valor de la eventual obra póstuma. Siempre será un misterio la reconstrucción de las horas finales de los escritores suicidas, como la de cualquier suicida si vamos al caso, pero en los terrenos del arte, o más bien de la exégesis del arte, tan habituados a la necrofilia y el trapicheo con cadáveres, continuamente hay espacio para encastrar teorías, especular sobre los prolegómenos de la salida y hasta para llenar tomos enteros con esos asuntos.

La literatura japonesa moderna tiene su propia línea de autores suicidas, sostenida en un arco posible que se puede cerrar (sólo a efectos de esta reseña y sin ignorar que otros autores murieron luego por mano propia) con el suicidio por inhalación de gas de Yasunari Kawabata en 1972, dos años después del harakiri de Yukio Mishima, y que se puede iniciar, con la misma arbitrariedad, en el ahorcamiento del novelista Takeo Arishima en 1923, sin olvidar al popular Osamu Dazai (del que en estas mismas páginas se reseñaron algún tiempo atrás los libros Ocho escenas de Tokio e Indigno de ser humano), que se ahogó junto a su amante en un canal del río Tama, una semana antes de cumplir 39 años. Cuatro años después de la muerte de Arishima y 21 años antes de la salida de Dazai fue el suicidio de Ryūnosuke Akutagawa, considerado el “padre del cuento japonés” y autor de los relatos “Rashomon” y “En el bosque”, en los que se basó el guion de la película Rashomon (1950), de Akira Kurosawa.

La editorial española Navona editó en un bello volumen, que acaba de aterrizar en las librerías locales, los relatos –nouvelles sería la categoría que mejor les caen– Ruedas dentadas y La vida de un necio, escritos por Ryūnosuke Akutagawa en el mismo año de su muerte, 1927, por lo que más allá de sus intrínsecos valores literarios tienen la candente prontitud de una despedida, factor que se vuelve mucho más inquietante si se tiene en cuenta que los asuntos que tratan ambas piezas son netamente autobiográficos. El aire de inminente salida del autor es tal que, de hecho, La vida de un necio comienza con una breve carta de Akutagawa al escritor Masao Kume, fechada el 20 de junio, un mes antes de su suicidio (“Reconocerás a la mayor parte de las personas a quienes menciono. Y, si optas por publicarlo, no quiero que pongas ninguna nota”, dice en un pasaje).

De los dos textos incluidos en el libro, “Ruedas dentadas” (que los lectores locales pueden haber leído con el título “Los engranajes” en el volumen El biombo del infierno, publicado por Ediciones de la Banda Oriental en 1985, con un prólogo de Elvio E. Gandolfo y sin que figure en el volumen, en una práctica lamentablemente habitual en la editorial montevideana, el nombre del traductor) es el más orgánico, por decirlo de alguna manera, porque en Akutagawa lo fragmentario se ensambla con un ritmo propio, único, desmontando a cada paso cualquier limitación formal que quiera imponérsele al cuento como género o manifestación estética. Muchos de los episodios que se relatan en “Ruedas dentadas” –un viaje del narrador a una pequeña ciudad, el suicidio de su cuñado, el incendio de una casa familiar– reaparecen en La vida de un necio, una suma de fragmentos breves (en ocasiones de no más de tres líneas) en los que bulle la convulsionada vida interior del narrador –que es el autor– y en los que se atisba una inminente sensación de final, de salida, de despedida de este plano de las cosas, sensación que, desde luego, se acrecienta al conocerse el dato de la muerte del escritor por una fuerte ingesta de barbitúricos.

La prosa de Akutagawa, o lo que de ella podemos atisbar a través del trabajo de los traductores Lourdes Porta y Junichi Matsuura, se cimenta en profusas descripciones de ambientes urbanos, a través de los cuales se hace fuerte la condición desoladora del narrador, que parece que nunca termina de encontrar su sitio en la tierra por la que camina, tal como ilustra este párrafo de “Ruedas dentadas”: “Cuando llegué a Ginza ya casi anochecía. Era inevitable que me deprimieran tanto las tiendas alineadas a ambos lados de la calle como los transeúntes que pasaban andando a buen paso. En especial, me disgustaban aquellos que caminaban jovialmente, como si ignoraran sus pecados. En la penumbra diluida por las luces eléctricas, caminé hacia el norte infinito”. El otro elemento destacable es el de cierta desestabilización en la progresión argumental, notablemente ejemplificado en “Ruedas dentadas” con una suerte de relato de fantasmas introducido al inicio (“El impermeable”), que gradualmente se diluye en la trama aunque los sedimentos de su impronta acompañan a las otras acciones que se describen.

De prístina escritura y (aparentemente) fácil lectura, estas dos piezas crepusculares de Ryūnosuke Akutagawa quizás no sean la mejor puerta de entrada al autor –puestos a empezar, recomiendo El dragón, Rashomon y otros cuentos (editorial Quaterni, 2012), una generosa compilación de relatos anotada por Jay Rubin, considerado uno de los principales especialistas en el escritor japonés–, pero ilustran notablemente ese género nunca repertoriado como tal de escritos últimos de escritores suicidas.

Ruedas dentadas y La vida de un necio, de Ryūnosuke Akutagawa. Traducción de Lourdes Porta y Junichi Matsuura. 146 páginas. Navona Editorial, 2021.