A diferencia de una manifestación concreta de la maldad, del sufrimiento, del estamento sobrenatural o de la zozobra psicológica que proveen a los escritores (y a sus primos generalmente mejor cotizados, los guionistas) de un vasto repertorio de posibilidades creativas (y de las otras), el extrañamiento, en la tercera acepción que ofrece la Real Academia Española, es la cualidad de asombro ante algo que no se comprende bajo las claves racionales. A veces ni siquiera debe existir como un elemento concreto, localizable, sino que puede conformarse por una mera percepción sensorial, como cierta imagen ominosa que dibuja una sombra sobre el suelo o el ruido en sordina que llega a la noche desde un ventanal al otro lado de la casa. En otros casos, ese elemento extraño oficia de disparador del relato, tal como ocurre, para valernos de un ejemplo proveniente del mundo del cine, con la oreja humana que el protagonista encuentra en un basural al inicio de la película Blue Velvet (David Lynch, 1986), que no hace más que desencadenar un auténtico dominó de situaciones extrañas. Una vez definido, enfrentado al factor extrañamiento el genio creador elucubrará y elaborará su trama, que ya no dependerá tanto del asombro ante el elemento discordante en cuestión, sino de su propio estilo, su inspiración, etcétera.
En la escena clave de la breve novela Amandas, de la escritora montevideana Nancy Ghan (1980), una de las narradoras asiste a un casamiento y es ubicada en una mesa junto a cinco mujeres ciegas. El extrañamiento no se encuentra, desde luego, en la idéntica falta de visión de los personajes, y ni siquiera en el hecho de que las cinco mujeres tengan el mismo nombre, sino en el vínculo que las une y en cómo este se entromete en la percepción de quien cuenta los hechos.
Las distintas historias que cruzan Amandas funcionan como las piezas de un puzle; al fondo, como oculta entre bastidores, el lector puede percibir la imagen completa que la progresión de voces diversas que guía el relato por momentos esconde. La clave que adensa la trama está pautada por esas múltiples voces que arman el relato, conformado no sólo por el testimonio acerca de algunos acontecimientos de las sucesivas narradoras en primera persona, sino por determinados paratextos, llámese entrada de un vademécum, llámese nota biográfica.
Alrededor de las cinco mujeres ciegas que habitan una señorial finca en una imprecisa zona rural de Salto, Nancy Ghan desarrolla una historia tensa, cargada de misterios y puntuales giros gore, en una doble vertiente que avanza desde el mundo onírico a plena luz del día de algunas ficciones breves de Felisberto Hernández a las inusuales ambientaciones de ciertos textos de Marosa di Giorgio, la escritora salteña que cruza, joven, como un personaje más de Amandas. El mundo de los objetos es tan rico como los hechos de los personajes de carne y hueso, tal como refiere una de las narradoras al describir una casa: “Dicen que las casas son una extensión de sus habitantes. Dicen también que las paredes, los pisos, los techos y todo lo que se coloque sobre ellos reflejan el interior de quienes allí viven. Su personalidad, sus gustos, sus anhelos y sus fobias. Por supuesto, también reflejan las características de la sociedad y la cultura de una época”.
Condensadas en las poco más de cien páginas del libro aparecen reflexiones sobre la soltería y la crisis de la mediana edad, los vínculos que se generan en los llamados ámbitos laborales, la imposición social del casamiento en ciertas clases sociales, la iniciación sexual en un ámbito pacato, la obsesión amorosa convertida en pulsión para el daño físico, los misterios escondidos en recónditos senderos intrafamiliares y la cuestión de la belleza física y la permanente amenaza que sobre ella recae cuando un órgano se destruye o se marchita.
La suma de motivos y el permanente cambio de voces puestas por escrito, que se oyen siempre iguales, sin marcas de estilo que las diferencien entre sí, sin ningún rasgo de idiolecto o señal gráfica particular, conspiran contra la progresión de la novela. Al concluir la lectura, queda flotando en el aire la sensación de que la autora se apresuró a cerrar ciertas subtramas (el viaje de Diana a Salto, por ejemplo), sin permitir que algunas de las atmósferas construidas con tanto esmero se adensaran. También en la prosa se cuelan con demasiada frecuencia giros que diluyen la cadencia de la escritura –“me dirigí hasta ahí”, “mi gran cariño hacia ella”– que tienden a aplanar lo que, a falta de una imagen más elaborada, podemos llamar la progresión literaria de la novela.
Al margen de estos reparos estilísticos, Amandas es una novela por demás interesante sobre un tema que forma parte de la preocupación humana desde que el hombre desarrolló pensamiento abstracto, y que estos tiempos extraños que vivimos han colocado en primer plano: la identidad. Las tres secciones en las que el libro se divide –“Ser única, “Ser bella” y “Ser amada”– desmenuzan algunos asuntos que hacen a la actual discusión sobre el rol de la mujer en la sociedad. Sin teorías de fondo y sin empantanar el relato en discusiones que escapan del ámbito literario, Amandas desmenuza el tema a la interna misma de un universo de ficción, lo que en definitiva conforma el mayor logro del libro.
Amandas, de Nancy Ghan. 132 páginas. Fin de Siglo, 2024.