Titulada muy sugerentemente Nunca acaricies a un perro en llamas, la novela del escritor y periodista uruguayo Alberto Gallo utiliza en forma muy peculiar y personal un universo de referencias que, más que como clave de lectura, funcionan como elementos constitutivos de la narración, desarrollándose, interactuando y complejizándose a lo largo del relato, que no deja de mantener una estructura muy clásica y asequible, contrariamente a la maraña intertextual que podría esperarse de un uso abusivo de este tipo de procedimientos.
El autor nunca se aparta de lo prometido a través de los epígrafes del comienzo del libro. En la primera página, un texto en verso de Sofi Richero reza: “Todos queremos escribir una buena novela japonesa/ con textura de acuarela y contundencia de piedra preciosa/ una lánguida novela japonesa con cerezos adheridos por el viento”. Al voltear la página, vemos tres citas: una del celebérrimo largometraje Rashomon, de Akira Kurosawa (lo cual implica aludir también al cuentista Ryonosuke Akutagawa), y otras dos de los también muy célebres y japoneses Haruki Murakami y Kenzaburo Oé. La elección de estos escritores implica tres generaciones y tres estéticas bien diferentes, aunque emparentadas por una tradición que la contigüidad de estos epígrafes pareciera querer poner de manifiesto.
La novela mantendrá rigurosamente la ambientación, que obviamente nos sitúa en Japón, el día siguiente al bombardeo nuclear sobre Hiroshima. De un modo rítmico, reafirma periódicamente la ambientación. La flor del cerezo, del principio hasta el fin, vuelve a aparecer, muchas veces como imagen de la vida y sus ciclos, de su belleza, de su fragilidad y finitud también, y en modo subyacente a lo femenino como fuerza arquetípica, cumpliendo una doble función de familiaridad y cercanía (al manejar evocaciones simbólicas muy frecuentemente relacionadas con las flores en nuestros universos significantes más próximos) y de extrañamiento y exotismo (al ubicarnos inequívocamente en el país del sol naciente).
Parte de la inteligencia del texto en el manejo de estas referencias consiste en que tampoco es imprescindible conocerlas en profundidad para que tengan potencia significante. No se trata de una reflexión sobre las características distintivas de la historia y la cultura japonesas, o de ciertas corrientes o exponentes literarios, no es una reconstrucción histórica del bombardeo a Hiroshima o de la Segunda Guerra Mundial en tierras niponas (de hecho, tres de los cinco personajes principales parecen salir más bien del Japón feudal retratado en las obras de Akutagawa y por tanto en el ya mencionado largometraje de Kurosawa). La búsqueda aquí parecería querer ir de lo particular a lo universal, situando lo primero en nuestras antípodas geográficas y culturales, llevando así nuestra atención hacia lo que puede haber de familiar o codificable y que podría, en última instancia, funcionar como un esbozo de universalidad (por ejemplo, la fragilidad de la condición humana ante la muerte y las grandes injusticias).
Por otra parte, los personajes por sí mismos tienen una fuerte carga simbólica y quizá hasta alegórica, y hay un juego muy gradual y sutil por el cual dichas significaciones van tomando una forma cada vez más definida y contundente a lo largo de la narración. La doble condición de monje y guerrero de Masato, el héroe, la feminidad veleidosa y aristocrática de Kumiko, la doncella, la tensión gravitante del padre de Kumiko, detentador en vida de cierto poder terrenal (aunque no el suficiente para escapar de la tragedia), y una niña, Sumi, ambivalente figuración de la inocencia y la pureza malogradas en forma injusta y execrable, pero también del poder de la intuición y de algo parecido a la magia. No hay mucho que agregar respecto a la obvia intencionalidad simbólica del restante de los personajes principales, más que decir que se trata de un perro llamado Cristo al que la detonación dejó con dos llamas ardiendo permanentemente sobre su cuerpo, detalle que no ociosamente da título a la novela.
Otra de las referencias evocadas por el autor, pero hacia el final del libro, es Juan Rulfo. No son los rasgos espacio-temporales del universo de Rulfo lo que se cuela en Nunca acaricies a un perro en llamas, que se mantiene impertérrita en su escenario nipón, sino algunas secuencias narrativas que se trasladan a este escenario, habilitadas también por cierta sensibilidad hacia la muerte y cierta figuración de la acción del Más Allá en el mundo de los vivos, donde la frontera entre ambas realidades se transita con mayor frecuencia y naturalidad y que podría constituir, al menos para las necesidades del texto, un punto de diálogo entre nuestros imaginarios sobre la cultura mexicana y la japonesa.
Nunca acaricies a un perro en llamas es parte, junto a Simioinglés (novela ganadora del Bartolomé Hidalgo en Narrativa en 2022), de lo que el autor ha llamado “trilogía de la impunidad”, y fue publicada originalmente en Buenos Aires por la editorial Norma en 2010. Constituye una obra muy llamativa dentro del panorama narrativo actual, por su denso simbolismo, su necesario toque lírico, y un procedimiento muy refinado, eficiente y personal para transformar elementos de otras obras en fuerzas dinámicas de la narración.
Nunca acaricies a un perro en llamas, de Alberto Gallo. 128 páginas. Planeta, 2024.