En enero de este año, como ya es costumbre, se conoció la obra ganadora del Premio Alfaguara de Novela. El jurado de la edición número 27 decidió en forma unánime que la obra ganadora fuese Los alemanes, del escritor Sergio del Molino (Madrid, 1979), que venía publicando con el Grupo Penguin Random House (al que pertenece Alfaguara) y era conocido por su ensayo La España vacía (2016), sobre la despoblación de vastas áreas de su país, y por La hora violeta (2013), sobre la muerte por leucemia de su hijo.

La historia de Los alemanes está inspirada en un hecho histórico: la llegada a España de alemanes que huían de Camerún durante la Primera Guerra Mundial. Un siglo después de haberse instalado en Zaragoza y formar una pequeña comunidad, los últimos descendientes de los Schuster, una familia que tuvo un importante negocio de embutidos, se reencuentran a raíz de una muerte. Al mismo tiempo, unos turbios empresarios del fútbol amenazan con destapar secretos del pasado lejano, y no tanto.

Sergio del Molino presentó la novela en la reciente Feria del Libro de Montevideo y durante su visita conversamos sobre ella, el rol de la crítica y las culpas generacionales que sirven de excusa para no lidiar con las culpas actuales.

¿Cómo empezó a gestarse este libro?

Es una historia que había escrito ya en forma de crónica y ensayo, y la había rescatado, pero se resistía a transformarse en novela. Era algo que siempre ha estado ahí, que intenté abordar un par de veces antes y no conseguí que cuajara. Hasta que tomé conciencia de que mi literatura iba sobre la desubicación, sobre el sentimiento de extranjería, sobre la gente que no está en su sitio, que no está en su piel, que no se siente cómoda en el mundo en el que vive. Estos alemanes reclamaron su lugar cuando tomé conciencia de eso y a partir de este hecho histórico y de lo que había investigado podía contar una historia de desarraigo, una historia de sentimiento de extrañeza en el mundo de una forma superlativa y de una forma muy poco convencional, porque era un grupo humano, un grupo de alemanes que no encajan en ninguna categoría convencional de desarraigados o de extranjeros, o como quieras llamarlo. A partir de ahí, con la idea del cementerio alemán, con esa noción que tengo de que los muertos nos habitan y que los muertos están siempre presentes en nosotros, la novela se fue imponiendo, y me senté y vi que estaba cómodo en el mundo de los Schuster y que aquello podía llegar a algún sitio.

¿Podría ser también que esa historia generacional precisara de una madurez tuya, no literaria sino de vida?

Sí, sin duda. Pero creo que está ligado, creo que la madurez literaria y la madurez vital van unidas. Probablemente en la poesía o en otros géneros no sea así, o no tenga por qué ser, ni siquiera en el ensayo, pero creo que la novela es un género más de madurez, que va ligado a la experiencia de la vida y de conocer, porque es un intento de comprender la vida. Y a los 20 años es muy difícil que comprendas nada. Hay casos extraordinarios de novelistas precoces, pero son muy raros. Lo normal es que la novela empiece a asentarse cuando ya ves el mundo con cierta distancia, porque ya no te deslumbra como la primera vez.

¿Trabajaste con plazos o el texto fue saliendo en forma natural?

Fluyó muy bien, fue muy natural. Yo no me pongo fechas; el libro está cuando tiene que estar. Soy un escritor rápido, es verdad, sí que cuando me obsesiono con el libro me meto con él e intento despejar mi mente de otras cosas. Y no trabajo en dos libros a la vez, soy monógamo en ese sentido, aunque tengo muchos otros trabajos que mantengo. Pero la escritura del libro es un compromiso, y si más o menos lo tengo claro y va fluyendo, soy capaz de prever más o menos cuándo lo voy a acabar. No soy un escritor de los que te dicen “he estado 20 años escribiendo un libro”. Yo no sé lo que es eso. ¿Cómo puede ser? ¿Por qué el libro no tiene 80.000 páginas? No lo entiendo. 20 años y son 400 páginas. ¿Has escrito una palabra al día?

¿Y en qué momento aparece la posibilidad de presentarte al premio?

Cuando ya estaba muy madurado el libro, hablo con mi agente y es ella la que lo propone. Dice: “¿Tú valoras la posibilidad de presentarte a un premio como el Alfaguara? Porque tienes posibilidades con eso”. Lo discutimos, lo hablamos, y dije: “Si llego a tiempo, lo presentamos, y si no, no. Sin ninguna prisa. Si no, se lo presento a mi editora y lo publicamos tranquilamente”. Y así fue. Lo hablé con la editorial y dijeron: “Si llegas, bien. Lo valoramos, y si no, lo publicaremos el año que viene, o cuando sea, no hay problema”. Y ya está. Pero fue con total naturalidad. Lo presenté y me olvidé.

¿Cómo fue la situación de recibir una llamada, con las pocas llamadas que se hacen actualmente, y enterarte de que habías ganado?

Muy impresionante. Porque además yo había sido jurado del Alfaguara unos años antes, entonces sabía cómo funcionaba la dinámica, que se falla el día anterior, pero la plica se abría el mismo día del premio por la mañana. Sabía que la reunión era a las nueve, y ya eran las diez y pico y no me había llamado nadie. Con lo cual dije “ya está, ya se lo han dado a otro”. Y me llamaron como a las diez y media. Me llama Pilar Reyes [directora de la división literaria de Penguin Random House] y pensé que me llamaba para decirme “pues otra vez será, Sergio. Vamos, lo siento mucho”. Bueno, a partir de ahí ya fue una locura enorme y tengo muy pocos recuerdos de ese día. Fue un día absolutamente de locos, en el que yo vi a un montón de gente emborrachándose a mi alrededor y yo no podía, ni me acercaba a una copa, no podía ni brindar con la gente. Era una cosa terrible.

Sergio del Molino.

Sergio del Molino.

Foto: Ernesto Ryan

¿En los comentarios del jurado sentiste que habían entendido lo que quisiste escribir?

Sí, sin duda. Cada uno hacía una lectura. A [Juan José] Millás le interesaba la nota histórica, a otros les interesaba más la parte familiar, otros hablaban de cómo crecía el monstruo. Me parecía que eran lecturas de escritor, y eran muy interesantes porque son las que no sueles encontrar en una crítica. Son escritores y se fijan en cosas de oficio, y se fijan en la construcción de la novela como nos fijamos nosotros. Muy de cocina, muy de oficio. Entonces, no sólo es que te sientes reconocido; es como estar charlando con colegas sobre la construcción del libro, y eso es muy bonito. Me sentía comprendido, veían las dificultades a las que me había enfrentado como si ellos se hubieran sentado a escribirlo, y cómo ellos lo habrían planteado.

¿Fuiste consciente de que por ser una novela ganadora del Premio Alfaguara quizás fuera escudriñada hasta la última coma?

Me he dado cuenta de que sí, que ha condicionado algunas lecturas, incluso a veces para mal. Creo que es verdad que algunos lectores especialmente exquisitos, o algunos críticos especialmente soberbios, se han acercado con prejuicios. Y sé, porque les he visto comentar otros libros míos, que no habrían tenido esos prejuicios si el libro hubiera salido sin premio. No es algo que me preocupara en su momento y es algo a lo que asisto un poco atónito, porque yo no soy ese tipo de lector. Yo intento acercarme a los libros con la menor información posible; no me gusta leer ni las contraportadas ni nada. No procuro leer ni entrevistas. Intento ir lo más limpio posible a la lectura y he visto que es una actitud minoritaria, que en general condiciona mucho el hecho de que el libro esté premiado. Orienta mucho la lectura de mucha gente. Es verdad, a veces me pregunto cómo lo habrían leído si el libro fuera sin premio, pero eso es inevitable. También, si el libro perdura y sigue un tiempo, la gente se olvidará de que es un premio Alfaguara y lo leerán como un libro más mío y ya está.

Lo otro que se pone en juego, por la importancia del premio, es que el libro llega más rápido a más lugares, algunos quizás donde haya interpretaciones diferentes de tu obra.

Eso es a lo que aspiraba. Es una de las motivaciones para presentarme: saber que es un premio que tiene una vocación de trascender las fronteras del mundo en español y de crear un canon de literatura en español que no existe, o es muy minoritario. Es muy difícil para cualquier escritor en español trascender las fronteras de su propio país: la dieta lectora de cada país sigue siendo nacional, con pocos nombres que trascienden y llegan a todo el mundo hispanohablante. No queremos ser escritores de nuestro país, queremos ser escritores en español, y para mí era un acicate importante poder romper esas barreras. Y además no me preocupan las distintas percepciones, porque creo que en el fondo no existen. Creo que la literatura tiene la capacidad de trascender cualquier tipo de contingencia nacional y local, que a lo mejor otras artes no tienen. Y una historia local como es esta, que además me he esforzado mucho en que sea local, en que transcurra en una ciudad que sé que muy pocos conocen, que es muy poco frecuentada por turistas, pero que tenga esa vocación de universalidad, porque es una historia que nos interpela a todos. No estoy percibiendo grandes barreras ni grandes problemas; sí hay pequeñas notas interpretativas en cada país, pero estoy convencido de que somos mucho más parecidos de lo que pensamos. Que las diferencias suelen tener más que ver con cuestiones políticas o accidentales o banalidades culturales, pero en el fondo nos entendemos muy bien todos.

¿Encontraste alguna interpretación inesperada?

Suelen suceder las dos cosas, pero yo no presto mucha atención a la recepción del libro, sobre todo a la recepción crítica. He aprendido a no prestar mucha atención. Porque aunque haya críticos muy buenos y muy penetrantes, y lecturas muy interesantes, casi nunca aprendes nada de ellas. Cuando un libro llega a una librería, hemos escuchado ya todo, ya sabemos todo, nadie puede pretender sorprendernos con una interpretación cuando ya hemos estado trabajando, hemos estado años metidos en eso, y estamos rodeados de gente cuyo criterio valoramos mucho, y con la que hemos conversado, a la que hemos sometido el libro. El libro está escudriñado página a página, está expurgado, está muy trabajado. Es muy difícil que un crítico que lee el libro en dos tardes y lo reseña en otra media sea capaz de descubrir algo que no hemos visto. Es muy difícil que nos diga algo. Entonces, no suelen aportar nada. Salvo muy raras excepciones, nunca jamás he visto una lectura que diga “mira, es verdad, no había caído yo en esto”. No, porque necesariamente dedican muchísimo menos tiempo del que tú has dedicado.

Sergio del Molino.

Sergio del Molino.

Foto: Ernesto Ryan

Te encontré un apasionado de la oratoria y las conversaciones. ¿Cómo equilibrás la acción y las conversaciones para que la novela no quede simplemente como un conversatorio?

Te lo agradezco mucho. No sé si hay recetas, a mí me gusta mucho dialogar. Soy muy contrario a uno de mis escritores favoritos, [Vladimir] Nabokov, que era muy reacio a las novelas dialogadas. Él hablaba del prejuicio dialógico: si ojeaba una novela y veía que tenía muchos diálogos, la desechaba por mala. A mí me gusta la acción dialogada, la trabajo muy bien, se me da bien. Tengo facilidad para construir diálogos y no te puedo dar una receta, sé que es algo que disfruto, sé que me gusta poner a discutir a la gente, pero también porque a mí me gusta mucho discutir. Buena parte de mi vida y de mi trabajo transcurre en discusiones: trabajo mucho en la radio, tenemos una tertulia y estamos hablando siempre, y estoy siempre discutiendo, y eso forma parte de mi forma de ser natural, y creo que eso lo traslado un poquito también a la literatura. Creo que la conversación es una forma de conocimiento y una forma de avanzar. Puedes transmitir conocimiento y puedes hacer avanzar la acción las dos veces. Y creo en ese equilibrio, siempre lo buscas, y ahí es donde reside la gracia de un buen diálogo en una novela. Sin llegar a ser teatrales, respetando la sustancia narrativa de la novela, me parece que es un recurso estupendo, y a mí me apetecía hacer una novela dialogada. También un poco como reto a los que tienen muchos prejuicios por los diálogos.

La novela aborda la culpa generacional. ¿Cómo fue abordar este tema en un mundo en el que parecería necesario zafar de algunos traumas que se arrastran desde hace décadas?

Lo que hago es engancharme a una de las líneas de pensamiento más poderosas desde la Segunda Guerra Mundial hasta hoy, que sigue siendo vigente y que explica toda la tradición cultural alemana centroeuropea y, en buena medida, occidental. Hay un gusto por la memoria, un gusto por mirar atrás, una forma de intentar relacionarnos con el pasado que tiene mucho que ver con la culpa y con el traslado de la culpa entre generaciones. Hannah Arendt, que aparece citada varias veces, ha escrito mucho sobre eso, y en tono acusatorio decía que muchas veces la asunción de la culpa de cosas que hemos hecho de generaciones anteriores es una forma de eludir la responsabilidad del presente. Tú asumes los pecados que no has cometido para no asumir los que sí has cometido. Hannah Arendt hablaba de la hipocresía de los jóvenes del 68, cuando estaban todo el rato echándoles la culpa a sus padres del nazismo, y decía: “Sí, pero mientras hacéis eso, mientras estáis fijándose en vuestros padres, no estáis pendientes de la Alemania de hoy, no estáis pendientes de los problemas de hoy, que son vuestra responsabilidad y estáis eludiendo”. Y eso es un debate constante del pensamiento actual, que tiene que ver con el gran trauma de la Segunda Guerra Mundial que todavía no hemos superado, que todavía sigue vigente y sigue reverberando.

La novela tampoco plantea zanjarlo.

No se puede zanjar, es imposible. Esto va a estar siempre abierto. Las respuestas van a ser siempre individuales. No puede haber una respuesta unívoca, no puede haber una declaración de un país, un decreto-ley, no existe eso, ni una sentencia jurídica. Las respuestas cada uno tiene que encontrarlas a su manera.

Lo que puede mostrar el texto es que cada una de esas respuestas tiene sus propias consecuencias, y la novela sobre el cierre lidia con las consecuencias de quienes asumen o no cada una de las culpas.

Cada personaje reacciona de una forma distinta. Y creo que eso es lo que tiene que hacer la novela. La novela no puede plantear respuestas. La novela tiene que crear dilemas y trasladar la complejidad de ese dilema al lector, para que lo digiera y lo lleve a su manera. Lo que no puede hacer una novela es ofrecer un relato cerrado, unívoco, sin posibilidad de interpretación ni de respuesta. Ahí la novela fracasa. La novela no está para eso.

Los alemanes, de Sergio del Molino. 336 páginas. Alfaguara, 2024.