A diferencia de otros grandes personajes recurrentes de la ficción estadounidense moderna como el Harry Conejo Angstrom de John Updike, el Harry Chinaski de Charles Bukowski y el Tom Ripley de Patricia Highsmith, culminadas sus vidas y desventuras por la propia muerte de sus creadores (aunque siempre habrá tiempo de que se desentierre algún manuscrito perdido y vuelvan a la existencia editorial), el Frank Bascombe de Richard Ford (Jackson, Mississippi, 1944) sigue vivito y coleando. Si bien el volumen de cuentos Francamente, Frank, aparecido en 2015, con el telón de fondo del huracán Sandy (2012) y un Frank Bascombe de 68 años dedicado al negocio inmobiliario en Haddan, Nueva Jersey, tenía cierto sabor a despedida –de los lugares de antaño, de los viejos amigos y de una América próspera y llena de oportunidades–, la reciente aparición de la novela Sé mía ha llegado para trastocar las cosas.

El quinto libro que Richard Ford le dedica al personaje de Bascombe –nacido en 1986 en las páginas de la colosal novela El periodista deportivo, vuelto a aparecer en las no menos notables El día de la independencia (1996) y Acción de gracias (2006), además del mencionado volumen crepuscular de cuentos– vuelve a tener un aire de despojamiento de este plano de las cosas, de despedida en sordina que, biología mediante, algún crítico se ha apresurado a definir como testamento literario, aunque quien esto firma no se anima a suscribir tal juicio de forma plena.

En Sé mía, Frank Bascombe tiene 74 años, ha logrado vencer un cáncer que lo tuvo a mal traer, ha cruzado el sinuoso páramo legal de dos divorcios, ha visto morir a varios amigos y a algunas amantes y, como en un recrudecimiento del antiguo dolor que subyacía en El periodista deportivo –la muerte de su hijo mayor Ralph, a los nueve años–, debe cuidar a su hijo Paul, de 47 años, que padece esclerosis lateral amiotrófica (ELA). El panorama es desolador para padre e hijo: uno que envejece a pasos agigantados asiste a la lenta y gradual agonía del otro; y el otro que va viendo su cuerpo reduciéndose en movilidad es testigo de la propia decadencia de quien ha asumido su cuidado.

El centro de la acción se ubica en Rochester, Minnesota, en cuya clínica Mayo Paul Bascombe está recibiendo un tratamiento ante la pérdida de dominio de sus extremidades, aunque en un momento del relato la limitada acción de los dos personajes centrales cobra impulso cuando padre e hijo emprenden un viaje hacia el legendario monte Rushmore, ese monumento nacional cercano a Keystone, en Dakota del Sur, que exhibe ante la acción del tiempo –y de los celulares de los turistas– los impertérritos rostros en granito de George Washington, Thomas Jefferson, Theodore Roosevelt y Abraham Lincoln.

Esta road movie anti road movie, en la que el deslizamiento por autopistas y caminos secundarios, noches reparadoras en moteles y almuerzos rápidos en restaurantes de carreteras se ven permanentemente interrumpidos por diversas situaciones que tienen que ver con la movilidad de uno de los viajeros –rampas, sillas de ruedas, imposibilidad de acceso a ciertos sitios–, le permite a Richard Ford desenmascarar esa imagen de postal coloreada del american way of life y bajar a pedradas del pedestal de lo bienpensante a la tan bastardeada noción de empatía.

La inminente muerte del hijo, que altera el llamado orden natural de las cosas, lleva a Frank Bascombe no sólo a pensar en su propia muerte, sino en la imposibilidad de definir cuestiones que la presunta madurez existencial señalarían como obvias, tal como reflexiona en un momento junto a la cama de la clínica donde duerme Paul: “Diré que cuando uno se está muriendo, su vida no es como la de los demás, ni siquiera como la de aquellos que pueden estar muriendo en la misma habitación o en la misma pantalla. Los moderadores del webinar nos quieren hacer creer que todo se puede compartir, que a la miseria le gusta la compañía, etcétera. Pero en estas semanas que hemos estado solos, unidos inconscientemente en el corazón, creo que Paul ha hecho todo lo que ha podido, aunque también está pasando por todo ello solo, incluso conmigo aquí..., quizá especialmente conmigo aquí. Un gran hombre dijo que todo el mundo sabe lo que es la luz, pero es difícil decir lo que es la luz. Y lo mismo ocurre cuando el tema no es la luz, sino las tinieblas”.

En los recovecos de esta historia de padre e hijo, sazonada por permanentes apuntes sobre el sistema sanitario estadounidense, la presidencia de Donald Trump, la invasión de las redes sociales en la cotidianeidad y la inminencia del coronavirus (la acción de la novela transcurre entre finales de 2019 y comienzos de 2020 y, en un momento de la trama, Frank Bascombe escucha en la radio la noticia de que “un virus estadísticamente apreciable” está siendo analizado en un laboratorio), Richard Ford también desliza una historia de amor.

La subtrama, que entre otras cosas le da nombre a la novela y que transcurre durante la primera parte del libro, está construida de forma tan brillante, con un manejo tan prodigioso de la elipsis, del fino arte de exhibir apenas la punta del iceberg y dejar en la percepción del lector el trabajo sobre lo no dicho, que Richard Ford se proclama acá no sólo en el más aplicado alumno y digno continuador de Ernest Hemingway (padre de otro personaje recurrente en sus propias ficciones: Nick Adams), sino que exhibe en su prosa un auténtico muro de sentido (ético y estético) ante la explicitud de este mundo en el que, redes sociales mediante, todo debe ser mostrado hasta el más recóndito detalle. Es en ese sentido, también, en el que Sé mía es la novela más ambiciosa de Richard Ford y también su obra más política.

Sé mía, de Richard Ford. Traducción de Damià Alou. 400 páginas. Anagrama, 2024.