Contra la novela del episodio fugaz o de la ausencia de episodio, fragmentaria, elíptica o poética, se alza la novela total, la que desmenuza un acontecimiento o una existencia hasta el último detalle con la rigurosidad de un entomólogo. Esa entelequia conocida como “novela decimonónica”, fijada con chinchetas sobre el tapiz del siglo XIX, tuvo su gran cimbronazo en la siguiente centuria, cuando diversas vanguardias, corrientes y la obra de escritores tan disímiles como James Joyce, Virginia Woolf, William Faulkner y Samuel Beckett, para nombrar apenas a los de manual, bailaron un foxtrot sobre las asentadas convenciones del género, demostrando que las fronteras impuestas no eran tales, sino meros mojones de naturaleza cambiante y que el universo estaba todo ahí, a mano, para ser explorado.

Sin embargo, la novela total, aunque no ya bajo el mote de “decimonónica”, nunca se diluyó como forma ni como tema, desplazándose en el tiempo y el espacio y alcanzando este presente deslavado que habitamos de innúmeras maneras.

La pretensión de contar una vida entera, desde el nacimiento hasta la muerte del personaje central, conforma la argamasa de una gran cantidad de novelas. Ejemplos hay a patadas, pero a modo de graficar lo anterior con un título, tan arbitrario en la elección como arbitrarias son las lecturas de cualquier crítico, me inclino acá por la novela Poderes terrenales (1980), del escritor inglés Anthony Burgess: a partir de un requerimiento específico, el protagonista octogenario rememora toda su vida, riquísima en acontecimientos y que se desplaza, además, con el transcurrir del siglo XX. La recurrencia a la primera persona en la novela de Burgess establece un quiebre importante en la noción de completud decimonónica, pues el narrador omnipresente le deja paso al visor del narrador que realiza su propio recorte de los acontecimientos.

Lecciones, la flamante novela del escritor británico Ian McEwan (1948), comparte con el citado libro de Burgess el afán de narrar una vida entera –la del pianista de acompañamiento Roland Baines–, pero a través de una tercera persona omnisciente y completista, que registra la existencia del personaje como un escáner y que por su propia extensión (580 páginas) y su riguroso despliegue cronológico (desde la posguerra de la tardía década del 40 del pasado siglo hasta 2022, en plena pandemia de coronavirus) constituye una moderna novela decimonónica.

Como se sabe, Ian McEwan asomó en estas costas como parte del pelotón de escritores británicos que, con el consabido delay de traducciones y difusión programática (de la mano de la editorial española Anagrama) a finales de la década del 80 y principios de la del 90 del pasado siglo, representó una suerte de revolución editorial, un más que bienvenido boom encabezado por el (no tan) enfant terrible Martin Amis (1949-2023) y el más atendible de todos aunque, justo es decirlo, la fama fue desluciéndolo gradualmente: Julian Barnes (1946). Junto a Amis y Barnes aparecieron, entre otros, los nombres (y los libros) de Kazuo Ishiguro (1954), Graham Swift (1949) e Ian McEwan.

Novelista solvente y de asuntos variados –el espionaje de posguerra en El inocente (1990), un obsesivo amor homosexual en Amor perdurable (1997), la sempiterna inmoralidad de la clase política en Ámsterdam (1998), la radiografía de una relación en Chesil Beach (2007) y la ética de la inteligencia artificial en Máquinas como yo (2019), oportunamente comentada en estas páginas–, McEwan ha compuesto en Lecciones su novela más extensa y al mismo tiempo más “clásica”, en el sentido de que su intención de amplitud, como se señaló antes, narra una vida completa.

Roland Baines, el protagonista, nació en el mismo año que su creador, 1948, y también asistió como este a la Woolverstone Hall School, un internado secundario para jóvenes de Londres. Allí conoció a Miriam Cornell, una joven y poco ortodoxa profesora de piano que no sólo determinará la profesión de pianista que el joven emprenderá con los años, sino que condicionará toda su vida adulta, comenzando por su devenir amoroso. No es la intención (ni mucho menos la voluntad) de avanzar en esta nota sobre los pormenores argumentales de Lecciones, que son múltiples y variados y que incluyen, entre otros asuntos, la historia de La Rosa Blanca (el grupo organizado durante la Alemania nazi que proponía la resistencia no violenta al régimen), la vida del poeta estadounidense Robert Lowell, la conversión de una escritora mediopelo en un resonante éxito de ventas y de crítica, la caída del Muro de Berlín, la crianza de un hijo sin rastros de la figura materna y la vida de un anciano bajo las medidas sanitarias de confinamiento pautadas por el coronavirus, pero a modo de conclusión me permitiré señalar dos apuntes acerca del oficio de novelista de McEwan, exhibidos a pleno en este libro.

De todos los autores que conforman aquel ya lejano boom de las letras británicas, McEwan ha sido siempre el que mayor tendencia ha tenido a incorporar en sus ficciones el comentario social, la referencia precisa a candentes asuntos del momento, en lo que en estos tiempos de etiquetas rápidas (y reduccionistas) lo colocaría como el más “progresista” del grupo. En Lecciones esto se vuelve especialmente notorio en la tercera parte, ubicada en un mundo bajo el covid. El otro apunte tiene que ver con el manejo de la obsesión como tema literario y leit motiv, asunto excepcionalmente abordado antes en la novela Amor perdurable y que acá vuelve a evidenciarse en la figura absorbente (e inquietante) de la profesora de piano.

Lecciones, de Ian McEwan. Traducción de Eduardo Iriarte. 584 páginas. Anagrama, 2023.