Varios autores, entre ellos Lauro Ayestarán y Leopoldo Lugones, remontan los antecedentes de la payada a la antigüedad grecolatina, pasando por los trovadores y juglares del Medioevo. Hay quien la emparenta con otras tradiciones folclóricas más contemporáneas al género, como el contrapunto de los llanos venezolanos o el bertsolarismo vasco. Aunque hoy la figura del payador no se halle tan inserta en la cotidianidad como en otros tiempos, sigue siendo parte de peñas y festivales folclóricos, para no hablar de su parentesco más reciente con la cultura hip hop y sus payadores urbanos.

El género en sí no puede definirse sin atender la figura de sus cultores, los payadores y payadoras, que también las hay: en Uruguay actualmente tenemos, entre otras, a Mariela Acevedo, pero ya en los tiempos de Bartolomé Hidalgo emergió la enigmática figura de Victoria la cantora. Ayestarán, en uno de los dos artículos sobre este tema que publicó en 1957 en Marcha, plantea la necesidad de distinguir los hechos folclóricos de las obras de los “aprovechadores (en el buen sentido) del folclore”, que “se apoyan sobre los hechos folclóricos y los proyectan al terreno artístico con menor o mayor verdad o calidad estética”. Un ejemplo fácil de entender es la naturaleza de Martín Fierro, que reproduce temáticas y formas de las payadas, pero es una producción literaria y no una improvisación poético-musical. Ayestarán también cita entre los “aprovechadores” a intérpretes que consideraríamos folcloristas, como Ariel Ramírez, los hermanos Ábalos o Atahualpa Yupanqui. Con este criterio, tampoco sería una payada la famosa “Milonga de contrapunto”, interpretada por Alfredo Zitarrosa e Hilario Pérez, dado que se trata de una letra escrita en su totalidad por Zitarrosa y posteriormente cantada por ambos.

Como se ve, el tema es complejo, además de fascinante. Baste decir que Juan Pedro López, nacido en Canelones en 1885, sí fue un payador. Como consigna Martín Bentancor en la presentación de la antología La leyenda del mojón y otros poemas narrativos, editada por Más Quiroga Ediciones, “alguien que, con la compañía de su guitarra, cantaba versos repentistas”, esto es, improvisados, “ante un auditorio”. “Su nombre está íntimamente ligado a la consolidación de la payada como género popular sobre finales del siglo XIX y principios del XX de la mano de figuras como Gabino Ezeiza, José Betinotti y Álvaro Nava, entre otros”, dice Bentancor, que para complejizar aún más la caracterización se extiende sobre “la faceta de escritores que ostentaban algunos payadores”, cuyos textos “circulaban masivamente por la ciudad y el campo en forma de folletos o simples hojas impresas”.

La edición de Más Quiroga antologiza textos publicados en 1965, 20 años después de la muerte de López, en un libro editado por su sobrino y titulado Un payador de leyenda. Los poemas reunidos se han elegido bajo el criterio de tener una forma narrativa. Contar una historia mediante una composición con rima y metros regulares es muy típica de expresiones poéticas ligadas con la transmisión oral, no sólo en el folclore rural rioplatense sino también en el romancero medieval o las epopeyas de los aedos helénicos. No sólo en esto es evidente que, pese a que se trata de composiciones concebidas desde la escritura, la obra del autor esté estrechamente ligada a la oralidad.

Muchos aspectos de los poemas serían polémicos a la luz actual, especialmente desde un análisis con perspectiva de género. El más controvertido, seguramente, sería el que da título a la selección, “La leyenda del mojón”, en la que la narración de un crimen que hoy llamaríamos femicidio apunta a que la audiencia empatice más bien con el victimario que con la víctima. No se trata de un caso aislado: podemos recordar los tangos “Noche de reyes”, de Jorge Curi y Pedro Maffia, y “A la luz del candil”, de Julio Navarrine y Carlos Flores, ambos interpretados por Carlos Gardel. Pero no hay que irse tan lejos en el tiempo si recordamos el tono jocoso de “I used to love her” de Guns n’ Roses, o la romantización del crimen narrado en “Where the wild roses grow” de Nick Cave.

El debate público sobre este tipo de cuestiones muchas veces se polariza en dos posturas extremas: una que propugna la cancelación de todo contenido disonante con las sensibilidades actuales, y otra que entiende como afán de censura todo intento de una perspectiva crítica sobre lo que durante décadas fue naturalizado y aceptado. No corresponde aquí establecer cuál sería el justo medio entre estos dos polos, pero baste señalar que, en todo caso, siempre hay más de dos lecturas posibles.

Por otra parte, sorprende la diversidad de este poemario teniendo en cuenta su breve extensión. La mayoría de los textos se ubican en un entorno rural, y dentro de estos hay una gran variedad de situaciones y reflexiones: trágicos desenlaces pasionales (“El rebenque” y la mencionada “La leyenda del mojón”), duelos criollos, crímenes y venganzas (“El facón brasilero”, “Pancho Andueza”), la nostalgia del hogar de la infancia y la figura materna (“Mi tapera”, “Doña Micaela”). Uno de los más emotivos probablemente sea “Para Pepo”, tributo a un colega payador que ha sufrido quizá el más trágico destino para quien se dedica a su oficio: perder sus cuerdas vocales. Tres de los textos, en cambio, se sitúan en un contexto urbano: “El canillita”, mirada conmovida y profunda hacia un personaje cotidiano, “La madre loca”, un desgarrador alegato antibelicista, y “La santa”, centrado en la enigmática figura de una dama solitaria. Uno de los textos más sorprendentes, “La casa encantada”, es una historia de terror sobrenatural digna de la mejor tradición del género.

En todo caso, se trata de un acercamiento a una de las expresiones más significativas de nuestra cultura, en lo que nos identifica y lo que no, y un rescate editorial justo y necesario.

La leyenda del mojón y otros poemas narrativos, de Juan Pedro López. 64 páginas. Más Quiroga Ediciones, 2023.