Cuando Alice Munro fue nombrada premio Nobel de Literatura en 2013, ya estaba enferma y frágil, y –además– pocos meses antes había fallecido su marido. Su hija viajó de Vancouver a Estocolmo para recibir el premio en representación de ella. En la ceremonia, en vez de la tradicional conferencia que se espera que pronuncien los galardonados, se presentó una entrevista filmada que le realizara el periodista sueco Stefan Åsberg. El comité sueco había explicado la decisión de otorgarle el premio máximo de las letras por su obra cuentística, ya que, a su juicio, Munro era “maestra del cuento contemporáneo”, cuyos escritos capturan lo que significa “la sensación de ser simplemente un ser humano”.
La reciente muerte de Munro, ocurrida el 13 de mayo, cuando tenía 92 años, motiva tributos y elogios a nivel internacional. Alice Laidlaw (tal su apellido de soltera) nació en un pueblo de la provincia canadiense de Ontario en 1931. Su madre, proveniente de una familia de granjeros pobres, había logrado recibirse de maestra antes de contraer matrimonio con Eric Laidlaw, criador de zorros y visones sin mucho éxito económico. Ambos eran descendientes de bisabuelos escoceses e irlandeses protestantes que habían llegado a Canadá huyendo de la pobreza y las guerras napoleónicas. La familia Laidlaw –Alice tenía dos hermanos– vivía en las afueras de Wingham, en una zona de inviernos sumamente fríos y veranos calurosos y húmedos. El haber sido siempre más pobre que los demás niños de la escuela, y en especial la larga enfermedad de su madre, que contrajo párkinson cuando Alice tenía diez años, marcaron su niñez y su adolescencia.
Logró salir de ese entorno cuando asistió a la Universidad de Ontario gracias a una beca que cubría los dos primeros años, pero cuando se quedó sin el subsidio no pudo terminar la carrera de letras. Al año siguiente, en 1951, ya sin beca de estudios, se casó con James Munro y juntos se mudaron a la costa oeste, a Vancouver, donde tuvieron cuatro hijas (una murió al poco tiempo de nacida) y fundaron una librería que aún funciona, Munro Books. La pareja se divorció en 1972 y Alice Munro volvió a su Ontario natal. Allí se casó con el geógrafo Gerald Fremlin, que fue su compañero de ruta hasta que muriera inesperadamente en 2013.
Munro fue escritora toda su vida y sus primeros textos fueron publicados tempranamente, en los años 60. Hoy se la recuerda en especial como la escritora que recreó en múltiples cuentos la geografía y la sociedad de una zona específica de la provincia de Ontario ubicada en un territorio reconocible entre los lagos Huron y Erie, al sur, y dos pueblos, London y Goderich, más al norte. No tardaron en surgir comparaciones del territorio munroniano con el condado de Yoknapatawpha creado por William Faulkner. Y junto con Faulkner (“en realidad, no me gusta Faulkner demasiado”, dijo en alguna ocasión) se suele mencionar a Flannery O’Connor, cuyos cuentos acerca de personajes que viven en pueblos chicos del sur estadounidense y pasan por situaciones intensas tienen que ver en cierta forma con los de Munro. Flannery O’Connor sí fue citada por Munro como una de sus escritoras preferidas.
Si bien es cierto que la mayoría de los personajes de Munro habitan cuentos circunscritos geográficamente a esa zona de Ontario, muchos otros personajes munronianos viven en medio del paisaje majestuoso de la costa oeste canadiense, en el Vancouver donde se establecieron Alice y James Munro en los años 50 y 60 del siglo pasado. Y más allá de coincidencias geográficas, toda la obra de Alice Munro –más de 100 cuentos, muchos que se recogen o se presentan por primera vez reunidos en 13 libros– gira en torno a su propia vida.
O’Connor y Chéjov
Munro hurga profundamente en lo que fue su propia formación, las expectativas marcadas por los mandatos de la sociedad, el deseo, a veces frustrado pero muchas veces logrado, de huir; retrata mujeres de su generación atrapadas por redes de mandatos patriarcales que deben romper ellas solas, tanto antes como después de los movimientos de liberación de las mujeres. En sus cuentos hay mujeres jóvenes, niñas, recuerdos de mujeres mayores, tan personales, muchas veces angustiosos, difíciles; dolor, muerte, pero también mucho humor –no es una contradicción– y compasión por las mujeres que recrea y que son parte de ella misma.
La historia familiar de Alice Munro se reitera en varios de sus libros de cuentos, pero la veta más notoriamente autobiográfica aparece en particular en The View from Castle Rock (“La vista desde Castle Rock”, 2006), donde narra la historia de la emigración de sus antepasados, cómo llegaron a Ontario, la vida de sus padres y la suya propia. En Dear Life (“Querida vida”, 2012) nuevamente recuerda su infancia y juventud, a sus padres, y en especial a su madre ya cerca de su muerte. En un libro anterior, Who Do You Think You Are? (“¿Quién crees que eres?”, 1978), Munro ya había contado que su madre, una mujer ambiciosa que no se resignaba a la vida que llevaba con su marido, se había comprado un auto, y que cuando iban al pueblo de Wingham, Alice sentía que el trayecto recorrido por el auto les iba permitiendo ascender en la escala social, y que al transitar el camino de vuelta a la casa, dejando atrás el pueblo de gente más adinerada, experimentaba el franco descenso, suyo y de su madre, a la condición social de “pobres”.
La minucia con que detalla las vidas de sus múltiples personajes –siempre gente común, en su mayoría mujeres, pero también niños y hombres– que protagonizan situaciones cuyos dramas e intensidades subyacen al entramado social y de cuyos secretos terribles, a veces crueles, nos hace cómplices con sutileza e ironía nos lleva a plantearnos interrogantes con respecto a nuestras propias vidas.
Esta mirada enfocada en las complejidades de las personas invita a otras comparaciones: el autor que más suele invocarse es Chéjov. De hecho, en algunos ámbitos se habla de Munro como “la Chéjov canadiense”. Otras veces, la intertextualidad es más afín a la idea de “resonancia” de Genette: allí aparecen los nombres de Katherine Mansfield y Eudora Welty, que se suman al de Munro en diversos estudios críticos, en tesis de maestrías y de doctorados. El terreno de estudios munronianos ha sido fértil: a partir de los años 70, un sinnúmero de investigadores ha hurgado en su vasta producción cuentística. Además de la corona del Nobel al final de su carrera, en el transcurso de su vida su obra fue reconocida mediante los premios más prestigiosos tanto de Canadá, desde los comienzos de su carrera, como de otros países anglohablantes. Por otra parte, gracias a que muchos de sus cuentos se publicaron en primera instancia en la revista The New Yorker, de amplia circulación tanto en Estados Unidos como en Canadá, fue construyendo un vínculo importante con un público lector muy numeroso.
Liberación femenina
Alice Munro pertenece a una generación de escritoras del Canadá anglófono muy reconocidas en América del Norte y otras regiones de habla inglesa. Ellas han sido las voceras de una corriente de mujeres que irrumpe en la escena literaria en la década de 1960, cuando Canadá se encontraba en pleno proceso de romper con los modelos de Gran Bretaña y Estados Unidos tanto en las letras como en otras áreas de las artes, así como las políticas que las regulaban. Se gestó así el área de investigación que llamaron Canadian Studies (“estudios canadienses”), cuyas discusiones críticas lideraba Northrop Frye, y en la que se destacaron novelistas hombres como, por citar algunos muy conocidos, Michael Ondaaje, Mordecai Richler y, un poco antes, Malcolm Lowry. Fue la época en que se establecieron revistas literarias y se fundaron editoriales independientes.
Es en este escenario de construcción identitaria que se inserta la obra de Alice Munro y de las escritoras que pertenecieron a esa generación; no solamente construyeron vínculos literarios, sino también, en varios casos, las unían lazos personales y de índole colectiva. Entre ellas, Margaret Lawrence (1926-1987), novelista , cuentista y amiga personal de Munro; Gwendolyn MacEwan (1941-1987), poeta y novelista; Carol Shields (1936-2003), cuentista, autora de novelas como The Stone Diaries y Larry’s Party, y que reseñó varias de las colecciones de Munro; Jane Urquart (1949), amiga de Munro cuya novela Away narra la vida de inmigrantes irlandeses y escoceses a Ontario, en conexión con la historia de Munro, y quien, además, prologó una colección de sus cuentos, No Love Lost; y finalmente no puedo dejar de mencionar a la fantástica, escandalosa Elizabeth Smart (1903-1986), nacida antes que estas pero igualmente presente con By Grand Central Station I Sat Down and Wept. Por encima de todas ellas, sin embargo, y hasta ahora sin el galardón del Nobel, se destaca Margaret Atwood, tanto por su obra creativa, multipremiada, innovadora, variada y comprometida, como por su trayectoria políticamente comprometida y su presencia mediática.
El 15 de mayo, Atwood le dedicó un homenaje a su amiga Alice, que había fallecido dos días antes, publicado en su web In the Writing Burrow. Cuenta ahí cómo se conocieron en 1968: el libro de Alice Dance of the Happy Shades (“Danza de las sombras”) le interesó tanto a Atwood que quiso ver a la autora personalmente. Cuenta asimismo Atwood que años más tarde su pareja, Graeme Gibson, entrevistó a Munro para su programa de radio. Atwood también agrega que escribió un capítulo para el Cambridge Companion to Alice Munro (2015), titulado Lives of Girls and Women. A portrait of the artist as a young woman (“La vida de las mujeres. Retrato de la artista como mujer joven”). Allí analiza el libro Lives of Girls and Women, uno de los primeros de Munro, publicado en 1971, que reúne ocho cuentos vinculados entre sí, además de algún capítulo narrado en primera persona por la protagonista Del Jordan. El libro se ha leído como una colección de cuentos, pero tanto para Atwood como para Munro es una novela en episodios, más que relatos separados.
El título del capítulo de Atwood para el Companion es sugestivo: remite al Retrato de Joyce, desde el cual Atwood lee un paralelismo entre Del Jordan y Stephen Dedalus, ambos protagonistas de una bildungsroman (novela de formación) que es a la vez kunstelroman (novela de artista); al final de la narración de Munro, vemos a la joven, al igual que el artista de Joyce, posada sobre el umbral de su vida adulta y creativa, pronta para despegar.
Como hemos anotado, la obra cuentística de Alice Munro tiende a centrarse en diversos aspectos de su vida personal (de ahí, el vínculo con Joyce). No porque Munro necesariamente hubiera protagonizado episodios idénticos, por cierto, pero, como señala su hija, la atmósfera de los cuentos y el conocimiento de la psiquis de las personas que retrata tienen la impronta de una posible conexión autobiográfica “Munro” grabada a fuego.
La lupa psicológica
Cuando en 2001 Sheila Munro publica una biografía de su madre, Lives of Mothers and Daughters: Growing Up with Alice Munro (“Vidas de madres e hijas: creciendo con Alice Munro”), comenta que mucho de lo que ella conoce de su madre es refractado a través del prisma de sus cuentos. “Es tal el poder que tienen sus ficciones, que a veces me parece que estoy viviendo dentro de un cuento de Alice Munro”, dice.
Las personas escudriñadas bajo la lupa de Munro con singular sutileza van apareciendo entre indicios, detalles, situaciones complejas, escondidas, de secretos indecibles, impensables, sexuales casi siempre; de resentimientos suprimidos en vigilia por ser prohibidos, hacia padres, o hijos, o maridos; deseos reprimidos por hombres casi desconocidos pero que erotizan los sueños; muchas veces de mujeres que no se animan, que no logran escapar al control de las redes sociales, relaciones familiares, de situaciones dramáticas, tapadas, difíciles, que pueden ser absurdas, crueles, terribles o simplemente banales.
Mona Simpson, destacada académica y novelista estadounidense, se ha dedicado al estudio de la obra de Munro; vale la pena leer la entrevista que le hace en 1994 en The Paris Review (“Alice Munro. The Art of Fiction 137”). En 2006, Simpson reclamó en la revista Time la candidatura de Munro para el Nobel: “El drama de sus últimos libros es aún más osado. Una mujer se da cuenta de que el hombre de quien se está enamorando es un asesino; una violinista imagina matar a su bebé. Estos cuentos, narrados con una lucidez comparable a la de Chéjov, tratan de la naturaleza misma del acto de contar un cuento y el costo moral del arte”. Antes, en una reseña en The Atlantic sobre Hateship, Friendship, Courtship, Loveship, Marriage (“Odio, amistad, noviazgo, amor, matrimonio”, 2001) –un título ambiguo, irónico, como lo son muchos en Munro: ¿se refiere a etapas que hay que ir superando para llegar al final, o es una escala que llega a un final mortífero, absoluto?, ¿o son cuentos separados que tratan historias sin vínculo entre sí?–, Simpson había señalado que Munro “captura el alcance y la profundidad de la experiencia femenina como nadie lo ha hecho”.
Esa experiencia incluye, por supuesto, la sexualidad. Para Simpson, Munro, al ahondar, explorar, describir la sexualidad femenina, tema tabú para su generación, hizo para las mujeres lo que Philip Roth (1933-2018) hizo para los hombres desde Portnoy’s Complaint en adelante. De hecho, la obra de Roth comparte con la de Munro, su coetánea, rasgos autobiográficos y el enmascaramiento de las diferencias entre realidad y ficción. En otra nota publicada en The Atlantic, Simpson invoca a la archiconocida Alice Munro para acercar al público norteamericano a la obra de Elena Ferrante, a la que describe como “una Alice Munro napolitana”.
La conexión española
Otro lector atento de Munro es Pedro Almodóvar. Ya en La piel que habito, de 2011, hay una escena en que la actriz Elena Anaya tiene en sus manos un libro de Munro, Escapada, el título español de la colección Runaway de 2004. Almodóvar ya estaba leyendo a Munro para ese entonces, y en 2016 estrenó la película Julieta, basada en tres de los cuentos que integran dicha colección: “Chance”, “Soon” y “Silence” (“Destino”, “Pronto” y “Silencio”). La protagonista de Munro se llama Juliet; la de Almodóvar, Julieta, y la acción que en Munro trascurre en el “hábitat” escritural de la autora, en Almodóvar se desarrolla en España. Comparten ambas historias la fluidez temporal, en un ir y venir de recuerdos, memorias, excusas, remordimientos que atraviesan y se superponen, en imágenes escriturales y visuales, respectivamente, que acompañan y van contando las historias de Julieta joven y Julieta ya mujer madura que ha perdido contacto con su hija. Las imágenes estructuran las complejas relaciones íntimas entre una mujer, sus parejas y su hija, vidas y muertes.
Para la película, Almodóvar opta por unificar los tres cuentos de Munro y presentarlos como una sola historia, con una actriz joven, Adriana Ugarte, en el papel de Julieta joven, y Ema Suárez, que encarna a la Julieta madura. En una entrevista a propósito del estreno de la película, Almodóvar dijo que “a pesar de la distancia cultural y geográfica, siempre me habían atraído los temas de Alice Munro, que los sentía muy cercanos: la familia y las relaciones de familia en un entorno que podía ser rural, provinciano o urbano. Y también el deseo, la necesidad de escaparse de todo eso; siempre una cosa y lo opuesto, sin que esto implique contradicción alguna”.
Desguace de cuentos y empacho de bombones
Si bien la recepción de los cuentos de Alice Munro ha sido suma y sostenidamente favorable, desde su primera colección, Dance of the Happy Shades, que en 1968 fue galardonada con el premio máximo que se otorga en Canadá, el Governor General’s Award, también se han levantado voces en su contra. En 2013, una reseña muy contundentemente negativa salió en el prestigioso London Review of Books. Su autor, Christian Lorentzen. Lorentzen es muy conocido: reseña libros para la New York Magazine/Culture, ha sido redactor y columnista en el Review, escribe para la Rolling Stone, entre otras publicaciones. En este caso, escribió un artículo largo y cuidadosamente argumentado, explicando por qué está en desacuerdo con casi toda la crítica del momento (recordemos que es el año del Nobel) respecto de la obra de Munro.
La reseña es motivada por Dear Life, pero Lorentzen explica que se refiere no solamente a su colección más reciente y decididamente autobiográfica, sino a la obra en términos generales. Es así que en primer lugar se pronuncia en desacuerdo con quienes celebran a los personajes de Munro como gente común. Dice: “Resulta que esta gente común vive en un rincón rural de Ontario y son todos blancos, cristianos, reprimidos, pacatos, que cuelgan de un peldaño de la escala social entre pobres pero finos y clase media acomodada”, tras repasar a fondo varios de los cuentos en cada una de las diez colecciones. Reconoce que los amigos le han dicho que ese no es modo de leer a Munro, y les da la razón. No es el único que afirma que es preferible leer los cuentos por separado en una revista, aunque él añade irónicamente que sería como tomarse un descanso en un ambiente rural para distraerse de los artículos sobre las atrocidades que suceden en el mundo, o quizás la reconsideración de un verdadero maestro de las letras como Stefan Zweig. Ningún cuento se salva de su desguace irónico.
Como es de suponer, el artículo generó repercusiones varias, algunas con títulos como “¿Quién de nosotros tendrá la valentía de hablar en contra de Alice Munro?”, “Por qué está perfectamente OK detestar a Alice Munro”, o “Dense permiso para odiar a Alice Munro”. Aunque quizás el comentario más acertado fuera el de un lector del London Review of Books, quien anota escuetamente en la sección “Cartas”: “Acabo de comerme diez cajas de un kilo cada una de bombones. Me siento horrible. Los bombones deben ser malos”.
Recomendación fundada
En estos días, después de que la noticia de la muerte de Alice Munro recorriera el mundo, se han sumado a los obituarios, notas y elogios de varios medios y redes sociales recomendaciones para lectores que no hayan leído a Munro, listas del tipo “Dónde empezar a leer a Alice Munro”, “Los cinco mejores libros de Alice Munro” o “Lo que hay que leer de Alice Munro”. De algún modo, adhiriéndome a quienes instan a leer a Munro, va una sugerencia, aunque por cierto pueden abordarla, por ejemplo, siguiendo a Almodóvar y empezar por Escapada; o por “Child’s Play” (“Juego de niños”), el relato elegido por Salman Rushdie para integrar la selección de cuentos que compiló en 2008 para la edición de Best American Short Stories.
En realidad, se puede empezar por cualquiera de los cuentos en ediciones en español, o en las versiones originales sin compilar que se pueden leer en línea. Volví a leer The Love of a Good Woman (1998); me sigue gustando casi 30 años después de la primera vez. Traducen el título de esta colección de ocho cuentos como El amor de una mujer generosa. Es una lástima que se pierda el guiño que le hace Munro al texto bíblico de Proverbios 31:10, “A good woman is hard to find, and worth far more than diamonds. Her husband trusts her without reserve, and never has reason to regret it”, en la versión de Reina Valera, “Mujer virtuosa, ¿quién la hallará? Porque su estima sobrepasa largamente la de las piedras preciosas. El corazón de su marido está en ella confiado, y no carecerá de ganancias”. Otras versiones en inglés se acercan más al español y alaban a la mujer “virtuosa” (“Who can find a virtuous woman? For her price is far above rubies”).
Que las mujeres fueran buenas, o virtuosas, según los parámetros bíblicos, era, en esencia, lo que se esperaba de todas, y las mujeres de Munro no son excepción: el mandato social y patriarcal circunscribe las vidas de sus mujeres tanto como las tan señaladas delimitaciones geográficas y sociales. El desenlace del cuento titular, así como la resonancia intertextual de su título con el último capítulo de Proverbios, nos llama a reflexionar, cuestionar y, en última instancia, subvertir dicho mandato.
El primer cuento le da el título a la colección. Los restantes siete tienen mujeres como protagonistas transitando distintas etapas de sus vidas, algunas en Vancouver, otras en Ontario. Y a pesar de que los cuentos son muy distintos entre sí, al leerlos tenemos la sensación de que podría tratarse de la misma mujer. Madres jóvenes, mujeres recién casadas, abuelas, hijas. Los hombres con quienes se vinculan. Deseos, pasiones y frustraciones; violencia, caos: vemos, por ejemplo, a una chica que acaba de dar su bebé en adopción que descubre que su padre es médico abortero; una madre joven se enamora de un hombre joven con quien actúa en Eurídice de Anouilh, y deja a su marido, y a sus hijas que se quedan con el padre. Sin embargo, asoman aquí y allá momentos de mucho humor, un humor que la voraz lectura de Lorentzen no registró.
En alrededor de 90 páginas, “The Love...”, el cuento de apertura, plantea diversos episodios que van dando vueltas alrededor de lo que al principio aparenta ser el eje central: la muerte misteriosa de un señor muy respetado en la comunidad. El enigma de su muerte se va enredando en una madeja de secretos, de cosas desconocidas que a veces asoman, con aroma a lo prohibido. No podemos confiar en nuestras percepciones y expectativas como lectores, porque el texto es elíptico, evita resoluciones y nos obliga a confrontar el hecho de que, en última instancia, hay cosas en la vida de las personas que nunca vamos a poder saber.
La primera escena es estática: en el museo del pueblito de Walley se expone una caja roja con una nota aclaratoria, donde se explica que perteneció al señor DM Willens, optometrista, y que la caja de instrumentos tiene su importancia para la comunidad ya que el señor Willens se ahogó en el río, pero la caja se salvó, supuestamente encontrada por el donante que permanece en el anonimato. El texto prosigue con una descripción detallada del oftalmoscopio y del retinoscopio, aparatos complicados, pesados, extraños.
La acción en sí comienza luego de este cuadro. Tres muchachos se dirigen al río para zambullirse en sus aguas heladas –el primer baño de la temporada–. Primavera de 1951. Allí descubren un auto sumergido en el barro, un auto que enseguida identifican como el Austin del señor Willens. Los muchachos vuelven a sus casas, pero la divulgación del hallazgo se posterga mientras la voz narradora nos cuenta los pormenores de sus vidas y de sus familias en la pequeña comunidad, mientras el lector o la lectora espera ansiosamente que informen sobre la muerte cuanto antes. Al final, uno de los muchachos le cuenta a la madre, quien llama a la Policía, y estos, a su vez, le informan a la viuda, que explica que no le sorprendió que su marido no volviera por dos días porque muchas veces debía manejar varios kilómetros para atender a sus pacientes.
Cambiamos radicalmente de escena y aparece Enid, una mujer cuarentona, soltera, que cuida enfermos; en este momento su paciente es la señora Quinn, que se está muriendo de una enfermedad muy rara que le afecta el funcionamiento de los riñones. El señor Quinn, que había sido compañero de escuela de Enid, es un hombre taciturno; aun así, a medida que la señora se vuelve cada vez más maliciosa e insoportable, comienza un acercamiento con Enid. A su vez, Enid comienza a tener sueños eróticos que la llenan de vergüenza.
La tercera parte conecta ambas historias, la de Willens y la de los Quinn. La señora Quinn era paciente de Willens, que, nos enteramos, solía propasarse con las mujeres que atendía (¿la señora Willens sabía?). Una vez, el señor Quinn encuentra al optometrista y su mujer en una escena casi grotesca, y del golpe que le da lo mata. Marido y mujer deciden esconder el asesinato disfrazándolo de accidente, o sea, el auto que cae al río. Todo esto se lo cuenta la señora Quinn a Enid mientras agoniza. Pero ¿será cierto?
Una vez muerta la señora Quinn, Enid se plantea el deber moral (¿la mujer virtuosa?) de denunciar al marido por el crimen que cometió. Como no está segura de la veracidad de la historia, decide contarle a Quinn lo que sabe durante un paseo que ella propone, en bote por el río. Y entonces él podrá decidir si va a matarla para así mantener el secreto escondido. El cuento se detiene cuando el señor Quinn va en busca de los remos mientras Enid espera en la orilla del río.
¿Qué pasó? ¿Quién donó los instrumentos optométricos al museo?
El amor de una mujer generosa, de Alice Munro. Debolsillo, 2020.