Katya Adaui nació en Lima en 1977. Antes de su último libro publicado, la novela Quiénes somos ahora, había lanzado cuatro libros de cuentos y otra novela, Nunca sabré lo que entiendo, además de incursionar en la literatura infantil. También se desempeñó como periodista y actualmente reside en Buenos Aires, donde dicta cursos de escritura para la Universidad Nacional de las Artes.

Su ficción se caracteriza por una gran densidad emotiva puesta en tensión con un sintético despojamiento en su expresión, una prosa mínima, metonímica, donde rara vez se encuentran estructuras oracionales complejas aunque sí son frecuentes las ausencias de verbos conjugados. Esto lleva la narración a una dimensión muy cercana a lo poético, llegando en algunos pasajes a proponer ordenamientos tipográficos más cercanos al verso que al párrafo prosaico. Asimismo, la ambivalencia de los vínculos afectivos, con gran predilección por los familiares, se manifiesta en sus aspectos tiernos y brutales, demostrando una inquietante proximidad entre el amor y la violencia.

Quiénes somos ahora constituye un vuelco hacia una autorreferencialidad que, aunque marca una diferencia con su producción anterior, no abandona las estrategias y obsesiones ya ensayadas y desarrolladas por Adaui. Por tanto, el desnudamiento del yo se articula sobre una cosmovisión ya madura y asentada, en la que el devenir de recuerdos, reflexiones y sentimientos, pese a su aparente aleatoriedad, obedece a una dirección muy elaborada en la construcción de sentidos, con una presencia muy fuerte, en este caso, del vínculo materno desde la perspectiva femenina.

En tu último libro utilizás un punto de vista femenino. En textos anteriores no sólo habías elegido frecuentemente el masculino, sino que también había mucha reflexión en torno a la construcción de la masculinidad misma.

Yo venía de un mundo más cuentístico, y por lo general casi todos mis personajes eran varones, porque me preguntaba sobre sus vínculos con el poder, con la pérdida de poder. Y para Quienes somos ahora pensé: voy a hacer dos cosas que he hecho pocas veces. Me puse ese reto. Una narración en primera persona, con una narradora que administrara justicia en su mirada hacia el mundo que la rodeaba, tanto lo familiar como lo que ocurría por fuera de él. Fue una decisión que tomé muy conscientemente: primera persona y narradora. Nunca dudé de que fuera así. A veces con los cuentos sí tenía dudas; acá no, tuve claro quién hablaba desde un comienzo. Y su mirada tenía que ser sobre esto, una mirada íntima sobre el duelo, sobre la memoria, sobre el ejercicio del silencio, del llamarse al silencio, de callar. Y sobre qué se narra cuando se narra. Entonces ahí hay como un paneo episódico, que también era diferente a mis textos anteriores.

“Me interesa mucho lo que pasa cuando está todo a punto de irse al diablo”, dijiste en una entrevista con relación al título Geografía de la oscuridad. ¿Qué encontrás en estas temáticas, qué te posibilitan?

Mira, cuando los personajes entran en un estado negativo, los agarras en un instante en que su mundo va a cambiar para siempre. Entonces o el mundo se va todo al diablo, o el mundo empieza a mejorar, pero vuelven transformados de esa experiencia. A mí me gusta pensar el duelo, porque ocurre siempre en conjunto con la vida. La muerte está ahí siempre. La vida y la muerte están siempre conversando. Recuerdo mucho que el día en que yo enterraba a mi padre nació el hijo de mi mejor amigo. Y también pasa en el velorio que siempre alguien se ríe, siempre hay risas en los velorios. Es muy raro. Nunca nadie va y le dice: “oye, ¿cómo te ríes? Estás en un velorio”. La gente entiende que en los momentos de mayor dolor necesitas la fuga de la risa. Entonces yo quise que en esta novela piense el afecto, que piense el duelo, que piense el cuidado del otro, que piense la piedad, y que tenga episodios más oscuros o más de claroscuro, y de ahí ir hacia la luz como una cosa compensatoria.

La familia y los lazos familiares son tu gran obsesión. ¿La considerás un terreno privilegiado para estas temáticas o simplemente escribís sobre eso porque es lo que te surge?

Sí, como tengo ya tres libros que conversan sobre este tema, parecería que mi obsesión es la familia. Pero mi obsesión es el lenguaje para narrar la familia. Entonces ahora ya no estoy escribiendo la familia, en este libro yo cerré unos duelos, mis duelos íntimos, privados, escribiendo. Pero es un buen lugar para pensar en la escritura porque cada familia nuclea y potencia la sociedad que habitamos, a su manera. Cuestionar eso, esos horrores cotidianos o esas efervescencias de alegría cotidianas. Toda casa está hecha de monstruo y de reparo, de techo y de intemperie. Es muy raro que el lugar que te debería salvar también te pueda hundir. Yo fui testigo privilegiado, por venir de un hogar así, bastante roto, pero también donde nunca faltó la risa, la comida y el calor de una cama caliente. Es raro eso. Y aparte en Perú no se había escrito mucho de la clase media, hay más sobre las más altas o más bajas, pero de la clase media se había escrito poco, me parece.

Habitualmente no usás guiones para los diálogos. Allí se genera una confusión sobre qué dice cada interlocutor y, además, cuándo entra de vuelta la voz narrativa. ¿Hay una reflexión en torno al problema del individuo y lo colectivo, que está muy presente en las temáticas que abordás?

Si te soy honesta, mi tema con los guiones en principio es mi ignorancia. No sé ponerlos. Me parecía una pérdida de tiempo estar siempre averiguando cómo hacer las marcas de la locución. Entonces me autorizaron dos narradores, Cormac McCarthy con La carretera y Laura Restrepo con Delirio. Laura Restrepo incluso dijo: “empecé a odiar las hormiguitas que estaban ahí en el texto”. Entonces tengo que trabajar mucho la parte de dejar claro quién está hablando y cuándo está hablando. Y muchas veces entra el diálogo como parte de lo que el narrador o la narradora está diciendo. Pero la vida es así, ¿no? Estamos pensando y después nos volteamos y le hablamos a alguien. Entonces yo trato de hacer ese ejercicio de que el diálogo continúe. Ponerle guion para mí es un exceso de formalismo que me queda antiguo.

¿Cómo afectó el tránsito de Perú a Argentina tu escritura y tu vida personal?

A veces me dicen: “en tu exilio a Argentina”... No, no me exilié. Que te exilien es que te boten y la pases del carajo. No, yo hice una mudanza amorosa, con techo, tranquila, con papeles. O sea, no la pasé mal. Pero hay algo de mirar siempre, aunque sea una ciudad amiga, aunque sea el mismo idioma, una extranjería que una habita, ¿no? Y yo defiendo mi hablar como limeña. No tengo un tonito argentino, viviendo hace ya cinco años ahí. Hay algo de preservar tu identidad, pero al mismo tiempo que te pregunten siempre de dónde eres. Y nunca me dice nadie, a priori, sos peruana. Ni acá ni allá ni en ningún lugar del mundo. La española, la alemana, la rusa por el nombre Katya. Hay una confusión respecto de mi origen que a mí me encanta. En Wikipedia me pusieron chilena, después, ecuatoriana. Me gusta ese estado de confusión. Yo no pertenezco. No quiero pertenecer. Me gusta mi zona fronteriza, digamos. Entonces, sí fue una mudanza bonita, pero ahora es una mudanza de una crisis a otra. De una crisis política y social a otra crisis política y social. Es duro ver cómo los derechos conquistados se van perdiendo y estoy reviviendo lo que hemos pasado con 30 años de neoliberalismo en el Perú. Entonces viene el desempleo, viene la pobreza. Y además te dicen, pero en 20 años, en 30, vamos a estar bien. Y ahora, ¿qué comemos? Entonces, sí, es arduo, es arduo.

¿Cómo se manifiesta eso en tu escritura?

Trato de pensar la autoridad. Hay una autora que es psicoanalista, Alice Miller, que en un libro sobre los daños de la infancia, Salvar tu vida, piensa y recuerda el trabajo de investigación que hizo sobre los principales dictadores de la humanidad. Ella ve que Pol Pot, Idi Amin, Hitler, los rusos fueron víctimas de modelos muy autoritarios en el hogar, mucho abuso físico y verbal, exceso de intemperie. Y que se podrían o se pueden explicar los votos a estos seres autoritarios y fascistas porque uno en su casa ha vivido ese modelo y luego lo ha replicado. Entonces se empieza a sentir “esta es la mano dura que yo reconozco”. Y es peligrosísimo porque hace que países enteros como Alemania permitan el ascenso de un Hitler, o que las extremas derechas vuelvan ahora. Así, cuando el mundo siempre dice nunca más, vuelve a reaparecer todo esto. Entonces yo pienso en esa pequeña estructura de poder que es, por ejemplo, el vínculo. Más pequeño. Una familia, amigos, las relaciones. Y ahí puede haber esta dualidad que estamos viendo. Entonces la guerra siempre empezó de la boca para afuera. Siempre empezó con lenguaje. Lo reconocemos como la primera arma. En ese sentido mis personajes siempre se defienden con lenguaje. No matan, no tiran bombas, no se van lanzando portazos. Entienden, como yo entiendo la vida, que la forma de irte de tu casa es construyendo tu propia narrativa. Haciéndote cargo de tu propia historia.

Dentro del panorama de la narrativa peruana, ¿cómo ubicás lo que escribís? ¿Sentís afinidades? ¿Rupturas?

En Perú siento que lo que las autoras escriben es muy diferente a lo que los autores están pensando. Hay como una separación de preocupaciones. Aún se sigue rindiendo un homenaje en la escritura de los varones a Vargas Llosa, como buscando ahí una herencia, una continuidad y una mirada. Y hay otras escrituras que a mí me parecen interesantes también porque rompen con la tradición. Rompen, por ejemplo, con la tradición realista, escribiendo fantástico. O rompen con una forma de escribir que era nuestro modelo. Y una escritura también muy limeña. Ahora hay editoriales independientes, autores y autoras de otras provincias que no son Lima, que están pensando diferente. Están pensando la sierra, están pensando la selva, están pensando las migraciones forzosas a la ciudad, desde el campo. Esas escrituras me interesan. Yo me siento muy afín, por ejemplo, a Victoria Guerrero, que es una poeta, muy afín a Gabriela Wiener, a Claudio Ulloa Donoso, a Ulises Gutiérrez, a Fiorella Moreno, a Miluska Benavides, autores jóvenes o algunos más antiguos, más viejitos, pero que van pensando mucho en el lenguaje.

Leés bastante poesía, ¿no?

Trato, mira, trato. Sí, me gusta leer poesía. No podemos escribir bien si no leemos poesía. Pero hay un problema, porque la poesía se engolosina con la imagen. No está llamada a resolver una secuencia, sino a gozar el remolino de su propio ensimismamiento. En cambio, en narrativa, el texto tiene que ir hacia su final. Pero la poesía te da lenguaje, te da verso, te da estructura, te da imagen, y te da flor, te da un paisaje de flor, ¿no? Como que nutre el campo de tu escritura. Eso me vuelve loca de la poesía. Y especialmente José Watanabe. Murió joven todavía, pero parece un viejo muy sabio, como que nunca fue niño, y sin embargo es muy niño en su escritura. Y él me enseñó a mí el silencio, la mirada piadosa sobre los animales, y la mirada compasiva sobre los cuerpos débiles, los cuerpos que sufren de enfermedad. Blanca Varela, por supuesto, muy canónica, me encanta, pero el que me hace un efecto en el alma de ponerme a escribir y de desear mirar así es Watanabe.

Quiénes somos ahora, de Katya Adaui. 224 páginas. Random House, 2024.