Si hay un fenómeno apreciable en la narrativa de los últimos años, es la atención al punto de vista femenino. No sólo en relación con la autoría, es decir, con el hecho de que ciertas obras estén escritas por mujeres, sino que también se encuentren enfocadas hacia la experiencia de ser mujer. Si bien es muy poco probable que lo poco que llevamos del siglo XXI compense el indiscutible predominio masculino en la literatura universal desde la Antigüedad hasta nuestros días, lo cierto es que tan significativa eclosión de narrativas femeninas conlleva la dificultad de abordar el tema sin repetir lo ya dicho, tanto para quienes analizan o reseñan ficciones como para quienes las escriben.

Si bien estas perspectivas suelen asociarse con producciones más tendientes a la autoficción o “literaturas del yo”, en el caso de Almas rasgadas, de Carolina Cataldo, se percibe un mayor grado de ficcionalización, adscribiéndose a la más pura tradición del cuento corto, en algún caso microrrelato, con peripecias y desenlaces tan claramente identificables como los que promulgaban Poe o Quiroga. La presencia de la muerte como manifestación de lo fatal aparece en no pocos cuentos, aportando una cuota de universalidad a una experiencia particularizada hacia lo femenino, y no es casualidad que la autora haya considerado necesario explicitar su feminismo en la contratapa.

Con la única excepción de “Las tardes con Julia”, todos los cuentos (y el poema) se titulan únicamente con un nombre de mujer (generalmente el de la protagonista) cuya letra inicial es la A: “Azucena”, “Alicia”, “Anna”, “Amy”, “Alfonsina”... Esta decisión ya abre un cierto abanico interpretativo. Quizá haya una conexión, más o menos tensa, más o menos armónica, entre la individualidad y una identidad colectiva, nombres distintos con una característica común. O quizá se nos esté diciendo que los nombres no importan, que se podrían elegir sobre la base de un criterio tan arbitrario como una consigna del juego que llamamos tutti-frutti. En todo caso, este criterio denota un cuidado conceptual hacia el conjunto, que se aprecia también en la elaboración misma de los textos que lo componen.

Suele ocurrir en ciertas narrativas de carácter reivindicativo (llámense minoritarias, contrahegemónicas, subalternas) que la libertad individual se vuelve uno de los temas principales, porque tienden a representar a un individuo en una relación de fuerzas desigual con su entorno social. Es de esperarse, entonces, que si se parte de una postura feminista, se aborde el tema de la violencia de género, en algún caso potencial, como en “Anna”, en otros efectiva y consuetudinaria, como en “Alicia”, o incluso simbólica e institucionalizada, como en el onírico “Azucena”, en el que la protagonista homónima al título se sueña desnuda en una iglesia. A pesar de cierta sordidez siempre presente, hay un gran optimismo respecto del carácter empoderante de los distanciamientos, los cortes, las huidas de las situaciones de maltrato y sumisión, incluso desde un gesto tan drástico como cometer un asesinato (“Anamaría”, un cuento con no pocas resonancias de “Una rosa para Emily”, de William Faulkner). Pero no es sólo el género masculino quien ejerce violencia: en más de un cuento se constata la presencia de un vínculo materno abusivo (“Amparo”, “Axia”) y hasta un intento de filicidio (“Aylin”).

Por otra parte, el vínculo con lo masculino tampoco se construye solamente en sus aspectos violentos. El deseo sexual y el encuentro erótico son tópicos explorados con sus altibajos y complejidades, vinculados en gran medida con el tema de la libertad, y aquí quizá el aporte de la perspectiva feminista tenga que ver con el foco en la mujer como sujeto deseante, ejerciendo, con diferentes grados de éxito, un rol activo en la seducción (“Andrea”, “Adela”), permitiéndose, en el mejor de los casos, paladear esa tan tradicionalmente masculina sensación de conquista (“Amanda”).

Esta particularización de la experiencia femenina, como se adelantó, no impide tampoco incorporación de temáticas más universales, entre las que la muerte ocupa un lugar preponderante. Esas muertes solitarias e imprevistas, muchas veces causadas por pequeños pero fatales errores o descuidos, recuerdan bastante algunos textos de Horacio Quiroga (aunque con una ambientación urbana), agregando indicios de que este libro abreva de una tradición cuentística sumamente canónica y clásica. En otros casos, aparece la muerte que se asocia a la culpa, a no haber impedido un desenlace fatal o no haber ofrecido un gesto reparador cuando este ya era inevitable (“Alba”, “Agnes”, “Las tardes con Julia”). La muerte aparece aquí como la verdadera manifestación de lo ineludible: es posible escapar a los mandatos sociales o a los vínculos abusivos, pero no a la certeza de nuestra propia finitud ni a su impredecibilidad.

Otro tema también bastante universalizable, y por demás prestigioso al haber sido explorado por grandes maestros, es el del doble, que aparece en varios cuentos y con muy distintos tratamientos: una actriz de cine que a raíz de un episodio traumático desarrolla una personalidad alterna (“Aylin”), un hombre que comienza a confundir características de su pareja y otra mujer que le atrae (“Alfonsina”, uno de los dos cuentos con narrador masculino), o simplemente una charla de la protagonista frente a un espejo (“Andrea”). Confirmando las elucubraciones de Borges, generalmente la introducción de este tema les quita a los textos que la utilizan el estatuto realista que predomina en otros, aportando una dosis de inquietud propia de lo fantástico, aunque sin entrar de lleno en esta categoría.

“Anahid”, el único poema del libro, resulta bastante débil, ostentando una confesionalidad llana y poco elaborada, además de no dejar clara su relación con el conjunto. No obstante, respecto del manejo de la técnica del cuento corto más clásico, la ejecución es en muchos casos irreprochable, lo cual no es poca cosa.

Almas rasgadas. Diecinueve cuentos y un poema, de Carolina Cataldo. 136 páginas. 2024.