Poco antes de que se cumplieran dos décadas de la muerte de Mario Levrero, se editó Cartas a la princesa, un volumen que reúne parte de la correspondencia entre el escritor uruguayo y su pareja Alicia Hoppe. El libro se suma a las numerosas reediciones y publicaciones póstumas que han aparecido estos años, una de las formas en que se manifiesta el creciente interés por un autor ya canónico.

Primero el teléfono, luego el fax, posteriormente el correo electrónico y, a continuación, los diversos mecanismos de chat que desembocaron en el omnipresente Whatsapp fueron claveteando su ataúd para enterrar de forma definitiva la escritura epistolar, todo un género en sí mismo dentro de la literatura.

Los volúmenes que compilan cartas de escritores –que generalmente incluyen sólo las enviadas, no las recibidas–, más allá de su intrínseco valor literario, conforman un espacio de referencia en el que se puede atisbar, o chusmear lisa y llanamente, la cocina de los procesos creativos, sus iluminaciones, devaneos y mezquindades, las opiniones sobre colegas, editores y críticos, las referencias íntimas a parejas, exparejas y variados miembros de la parentela, las agachadas constantes y muy puntuales iluminaciones del mundillo literario en el que el autor de marras se mueve, así como otros asuntos que pueden escapársele al exégeta, biógrafo o articulista de turno. Dos elementos subrayan la condición particular de los epistolarios de escritores: las cartas (en principio) no han sido pensadas para su exhibición pública vía edición en un volumen, y su publicación suele ser póstuma, cuando el redactor principal no puede vetar de forma parcial o completa lo que cierta vez le escribió a un corresponsal en particular.

Una mirada no demasiado exhaustiva por la biblioteca que rodea al redactor de esta nota permite exhumar de los estantes algunos volúmenes que subrayan lo anterior: el primer tomo de las Cartas de David Herbert Lawrence (Ediciones Imán, 1945, con traducción de Narciso Pousa); Los libros de los otros. Correspondencia 1947-1981, de Italo Calvino (Tusquets, 1994, en traducción de Aurora Bernárdez), El viaje que nunca termina. Correspondencia 1926-1957, de Malcolm Lowry (Tusquets, 2000, en traducción de Carmen Virgili); Cartas de un joven escritor. Correspondencia con Julio E Payró, de Juan Carlos Onetti (Trilce, 2009); Cartas escogidas, de William Faulkner (Alfaguara, 2012, con traducción de Alfred Sargatal y Alicia Ramón) y Cartas, de Kurt Vonnegut (Random House, 2023, en traducción de Milo J Krmpotié). En ese disgregado estante puede ubicarse el flamante volumen Cartas a la princesa, del escritor, librero, guionista de cómics y creador de crucigramas y juegos de ingenio nacido como Jorge Mario Varlotta Levrero el 23 de enero de 1940 y fallecido exactamente 20 años atrás.

Alicia Hoppe, doctora y princesa

No entraremos acá en la discusión que, en ocasiones de forma enhiesta y en otras de manera soterrada, rodea la valoración general de la obra de Mario Levrero: mientras que muchos lectores no digieren las particularidades de su estilo, su trapicheo con la ciencia ficción y el policial, su espigación de la argamasa onírica para desarrollar textos literarios, su permanente incursión en la “literatura del yo” y la impronta que estableció a través de sus legendarios talleres literarios, otros, en cambio, celebran la singularidad de su ingenio para convertir la literatura en un terreno siempre lúdico y descontracturado, ajeno a las imposiciones de géneros y etiquetas, interpelante permanente del lector y que supo convertir la propia autobiografía en continua generadora de escritos.

A la primera categoría de lector esbozada antes no le dirán absolutamente nada estas Cartas a la princesa. Cartas a Alicia Hoppe. Buenos Aires, 1987-1989, tal el título completo del volumen que aparece en la portadilla interna de la página 7, pero a la segunda categoría, más allá de la celebración de la aparición de un nuevo libro de Levrero 20 años después de su muerte, le permitirá un acceso de primera mano a un momento clave en la vida del autor.

Como todo lector frecuente de Levrero sabe, la princesa del título es la psiquiatra Alicia Hoppe, pareja del escritor durante más de 15 años, hasta el fallecimiento del autor de La ciudad. Los dos se conocieron muy jóvenes, en 1967, cuando ella era novia de Juan José Fernández, amigo de Levrero desde la infancia, no despertándose mutuamente mayor afecto: mientras que Alicia Hoppe consideraba que aquel bohemio y ocioso amigo de su novio ejercía sobre este una influencia nociva, el escritor confesaría luego que la primera imagen que se hizo de ella fue la de una mujer “celosa, egoísta, peleadora”.

Cuando Alicia Hoppe se recibió de médica internista en 1973 y estableció su primer consultorio en el Centro de Montevideo, Levrero, que vivía cerca, comenzó a frecuentarla como paciente, en procura de medicamentos para los múltiples males (reales e imaginarios) que lo aquejaban. Así comenzó a desarrollarse una relación de paciente-doctora, abierta a las confidencias, convirtiéndose Alicia Hoppe en la interlocutora ideal de un Mario Levrero propenso siempre a hablar sobre sus fobias, gustos y rechazos.

El vínculo continuó durante muchos años, insertado en sus propias vidas y trayectorias personales. En 1981, el mismo año en que Alicia Hoppe se recibió de psiquiatra, fue madre de Juan Ignacio, hoy conocido por su trabajo como cineasta. Levrero, por su parte, mantuvo una relación con María Lina Mondello y luego con Perla Domínguez, de las cuales nacieron, respectivamente, sus hijos Carla (en 1967) y Nicolás (en 1979), para vincularse posteriormente con Lil dos Santos.

Un momento clave en esta historia fue la separación de Alicia Hoppe y Juan José Fernández en 1986, cuando la pareja y el pequeño hijo vivían en Colonia. Paralelamente, Levrero arrastraba un destino azaroso e inquieto, reñido no sólo con el reconocimiento de su labor como escritor –para esos años ya había publicado La ciudad (1970), La máquina de pensar en Gladys (1970), Nick Carter se divierte mientras el lector es asesinado y yo agonizo (1975), París (1980), El lugar (1982) y Aguas salobres (1982)–, relegada desde temprano a su condición de “raro”, sino con sus propias fuentes de autosustento: sucesivos emprendimientos laborales destinados al fracaso y la financiación de su madre. Fue así que en los primeros días de marzo de 1985 el escritor viajó a Buenos Aires, invitado por su amigo Jaime Poniachik, propietario de Juegos & Co. SRL, una empresa de publicaciones de entretenimiento, quien le ofreció el cargo de jefe de redacción de las revistas de crucigramas Cruzadas y Juegos para Gente De Mente.

Instalado en Buenos Aires, Levrero, que había cruzado el charco con el manuscrito de La novela luminosa (que vería la luz recién al año siguiente de su muerte), comenzó a insertarse en el medio literario local. Sin embargo, la pronta separación de Lil dos Santos y la convicción de que con aquel desplazamiento y su labor en la empresa de entretenimientos estaba traicionando su verdadera vocación intensificaron su soledad y sus raptos depresivos. En diciembre de 1986 visitó a Alicia Hoppe en Colonia y por primera vez hablaron “sin defensas”, o, lo que es lo mismo, comenzaron a virar el antiguo vínculo paciente-doctora hacia una relación amorosa.

Foto del artículo 'La máquina de pensar en Alicia: obra póstuma de Mario Levrero'

Eslabón perdido

Las 59 piezas que conforman estas Cartas a la princesa fueron escritas desde Buenos Aires, en un período de tiempo que va del 5 de marzo de 1987 al 31 de marzo de 1989. El propio Levrero conservó los originales, tras pedírselos a Alicia. “Probablemente las releyó, siempre en busca de rastros que le permitieran conectarse consigo mismo. Ofrecen un indicio de ello las marcas y subrayados que se observan en algunas de las cartas”, señaló en la presentación el crítico Ignacio Echevarría, editor del texto junto a la propia Alicia Hoppe.

A pesar de que no hay registros de un eventual interés de Levrero en la publicación de estas cartas, la reciente aparición del volumen viene a ubicarlo como un eslabón perdido (y ahora descubierto) entre Diario de un canalla –escrito entre diciembre de 1986 y enero de 1987, durante e inmediatamente después de la conversación “sin defensas” en Colonia– y El discurso vacío, redactado entre setiembre de 1990 y setiembre de 1991, cuando el escritor, Alicia Hoppe y su hijo Juan Ignacio ya convivían en Colonia.

La lectura de este manojo de cartas –del que fueron excluidos algunos pasajes demasiado íntimos así como las respuestas escritas por Alicia Hoppe, menores en cantidad ante el torrente epistolar de Levrero– permite, además de asistir “al surgimiento y los primeros meses de una relación amorosa bajo una luz a veces espléndida y carcajeante, pero a veces también cruda y poco favorecedora”, al decir de Echevarría, palpar de primera mano la visión del mundo y de las cosas de un escritor que combate a diario sus fobias y temores, como el fantasma de su vesícula extirpada en una operación, y sus eventuales descubrimientos de corresponsal en Buenos Aires.

En la segunda carta, por ejemplo, fechada el 28 de abril de 1987, Levrero cuenta: “Fui a ver a un chino que hace masaje y acupuntura por el consejo de amigos que salían maravillosamente bien de sus sesiones; yo no me engañé, porque esas cosas nunca me resultan bien, al menos de entrada, pero fui a ver qué pasaba. Fue una experiencia muy interesante, pero lo malo del caso es que después me enteré de que el sida se contagia por acupuntura, y estoy seguro de estar completamente infectado”.

En esa misma (y extensa) carta, al describirle a Alicia Hoppe el sitio que habita, escribe: “El departamento está frente al Congreso, cerca de donde estoy ahora, cruzando la plaza. Hipólito Yrigoyen es la siguiente a Rivadavia, rodea la plaza por el otro lado; mi departamento da sobre Entre Ríos, que es la continuación de Callao. Como aquí las calles cambian de nombre en Rivadavia, yo estoy haciendo a todo el mundo el chiste de que ahora me llamo Levrero (de Rivadavia para allá). Cuando cruzo para este lado, para ir al trabajo, vuelvo a llamarme Varlotta”.

Carta tras carta –muchas redactadas en diversas sesiones de escritura o incluso antes de que llegara la respuesta a un envío anterior–, Alicia Hoppe se convierte en el centro de la reflexión escritural de Levrero. Aunque le cuenta detalles de su trabajo en las revistas de crucigramas y los pormenores de la edición de ciertos libros (especialmente de Fauna/Desplazamientos, publicado por Ediciones de la Flor en 1987), le describe con lujo de detalles objetos tan diversos como un dolor muscular, un tango cantado por Roberto Goyeneche que él grabó en un casete de la radio o el argumento de la película Alphaville (Jean-Luc Godard, 1965), en las cartas compiladas en este libro Levrero se vuelve una máquina de pensar en Alicia para convertirla en el destino permanente de sus pensamientos y de una eventual vida en común.

El resultado es un libro personal y arborescente, que se lee como una novela más que como un epistolario en sí. Desde un pasado lejano, y a pesar de las dos décadas de la desaparición de este plano de las cosas, Mario Levrero se empeña en seguir escribiendo.

Cartas a la princesa, de Mario Levrero. 336 páginas. Random House, 2024.