Difícilmente podamos establecer un método que permita determinar en forma inequívoca cómo confeccionar una buena historia. A lo sumo, podemos concluir que ciertos recursos son y han sido eficientes durante milenios, pero se han aplicado tanto a obras actualmente canónicas, de esas que consideramos “maestras”, como a otras intrascendentes, mediocres o directamente malas.

Si nos circunscribimos a lo que puede catalogarse como autoficción, la incertidumbre es aún mayor. El término mismo no tiene 50 años, y si bien pueden buscarse antecedentes, tanto las obras presentadas bajo esta categoría por sus autores como las teorizaciones respecto a ellas son demasiado recientes. Ni siquiera puede decirse que haya un conjunto de obras consideradas particularmente valiosas y referenciales con algún nivel de unanimidad, además de que la eclosión de esta forma literaria, cuyo estatuto de género es aun discutido, ocurre en tiempos no muy favorables a establecer criterios valorativos más o menos universalizables.

Una de las particularidades de Los lejos, de Magdalena Portillo (Montevideo, 1991), consiste en la utilización de una forma más cercana al cuento que a la novela. No hay una ilación de episodios, sino episodios autónomos que se cuentan bajo títulos que abarcan entre uno o dos párrafos y cuatro carillas. No obstante, la historia de la protagonista, identificada nominalmente con la autora (rasgo inequívocamente autoficcional, enfatizado por algunos pasajes que exploran la carga simbólica de un nombre tan significante como Magdalena), va tejiéndose en estos episodios, a primera vista aislados, a través de tres vectores principales.

Por un lado, los vínculos familiares, especialmente el materno, atravesados por un fuerte sentimiento de no pertenencia que termina llevando a una ruptura drástica. Por otro, el vector más significativo, al menos en extensión: las relaciones amorosas, con una orientación netamente heterosexual y, por tanto, una obvia identidad masculina en el objeto de deseo, que normalmente toma la forma de varones mayores en edad que la protagonista con algún grado de sensibilidad o destreza artística. Entre ellos, el más importante parece ser un coleccionista de discos de vinilo emigrado a Buenos Aires, nombrado en el texto sólo con una inicial (F). El último vector es una pulsión a la búsqueda de la belleza y la conformación de un universo de referencias artísticas y ficcionales, que opera como refugio y a la vez como lugar de búsqueda y autoconocimiento.

El resultado es un tanto desparejo y no está a la altura de otras publicaciones de Portillo (ha publicado dos poemarios), pero, probablemente a causa de ciertas problemáticas ya enumeradas inherentes a la forma elegida, es un poco difícil explicar por qué. Los puntos más altos del libro se relacionan con el primero de los vectores mencionados. Quizá hay un alto potencial de por sí en la exploración de la figura materna desde una perspectiva femenina, un tema aún rodeado de silencios y tabúes, y cuyos aspectos insanos o negativos siguen generando incomodidad aun en pleno siglo XXI; se trata de un tópico lo suficientemente poco concurrido para que el riesgo de caer en la estereotipia sea escaso. Pero en los dos vectores restantes hay un efecto de sobrecarga, de exceso, que conduce a una insensibilización de quien lee frente a la carga emocional que la autora-narradora-protagonista pone en los hechos.

Quizá sea ilustrativo comparar lo que pasa con el idilio con F y la desgarradora nostalgia que provoca su ausencia a la narradora, y lo que sucede respecto al vínculo con su madre. En términos cuantitativos, los textos dedicados al segundo tópico son considerablemente menos. Eso lleva a que las pequeñas anécdotas que construyen el relato de la relación entre Magdalena y su madre resulten más significativas, más diversas entre sí, y menos intercambiables, sustituibles u omisibles. Resulta abrumador, por el contrario, el anecdotario de Magdalena y F, y la atención hacia detalles que pueden ser muy intensos y emotivos en la experiencia de un enamorado, pero que a fuerza de repetirse sin que haya un movimiento hacia otro estado de situación se vuelven vacuos y redundantes.

Algo así ocurre con la acumulación de referencias a autores, artistas u obras de arte de distinta índole, aunque de otro modo. Quizá el texto peca de cierta candidez en el sentido de que lo narrado, como búsqueda de una identidad y un lenguaje propio e individual, acaba por atiborrarnos de citas y paráfrasis que, pese a su aparente eclecticismo, resultan en definitiva previsibles, por provenir de obras artísticas plenamente aceptadas y legitimadas dentro de ciertos círculos sociales entre los que se encuentran quienes normalmente publican libros de poesía y narrativa en nuestro medio. Esto resulta contraproducente en varios aspectos: cierto efecto de circuito cerrado, por el cual se termina generando un texto en el que un sector sociocultural habla de sí mismo sólo para sí mismo, la posibilidad de que esa necesidad de referir a obras consagradas obedezca a una falta de confianza en la propia solidez creativa, o peor, a lo que las generaciones más nuevas llaman una actitud poser, por más sincera que pueda ser la conexión emocional de quien escribe con las referencias culturales que maneja.

Cabe también decir que, en última instancia, no deja de ser un libro escrito por alguien que, en balance, ha demostrado tener criterio y oficio, y además aún tiene mucho para dar. Las fallas no se encuentran a nivel de la construcción lingüística o la capacidad imaginativa. De hecho, los mejores textos del libro son realmente muy buenos, y sobre todo en los que abordan el tema del vínculo materno se logran momentos muy convincentes y jugados. Puede haber faltado un poco de maceración, una distancia con la investidura afectiva de los hechos que habilitara una selección más equilibrada. No sería injustificado conjeturar que muchas de las búsquedas de este libro quizá se cristalicen a futuro en hallazgos más afortunados.

Los lejos, de Magdalena Portillo. 160 páginas. Planeta, 2024.