Hace un rato terminé de leer El barón Wenckheim vuelve a casa, del reciente premio Nobel László Krasznahorkai. Fue una experiencia intensa. Las frases son largas: casi 500 páginas pero poco más de 30 puntos. La trama es sencilla, pero el entramado no.

La novela podría haberse llamado El idiota, si el título ya no estuviera reclamado por Dostoievski. En las historias del ruso y del húngaro hay un noble con problemas afectivo-cognitivos, pero el barón Wenckheim, además, está viejo, endeudado y cansado. Entendemos que retorna a su pueblo natal –esa ciudad sin nombre que ambienta la obra troncal de Krasznahorkai– para morir, pero se lo espera como a un salvador; igual que las figuras proféticas de Tango satánico y Melancolía de la resistencia, será el recién llegado que se convierte en agente o señal de un trastorno colectivo. El barón ya no distingue la realidad de sus recuerdos –desde su adolescencia ha estado exiliado en Argentina– , es objeto de una enorme equivocación, amplificada por los medios y las autoridades, y a la vez él mismo malentiende distintos tipos de signos, por lo que falla incluso, y de manera extrema, al identificar a la mujer que desea reencontrar. El malentendido podría haber sido otro título de El barón Wenckheim vuelve a casa, pero también estaba tomado (por Irène Némirovsky).

Si hubiera un doble del barón, u otro tipo de figura tutelar en una novela plagada de personajes, sería el Profesor (pocos escapan de ser nombrados por su ocupación), un antiguo académico reconocido por su trabajo con los musgos que ha decidido retirarse del mundo de manera física y mental, lo que incluye ejercicios –dos horas diarias– de purgación de todo pensamiento. Muchas de esas horas de reflexión incontrolada, que se nos presentan “literalmente”, están dedicadas a refutar las teorías sobre el infinito del matemático Georg Cantor.

Por ese tipo de ideas científico-estéticas, y también por cierta clase de folklore pop (hay una banda de motoqueros neonazis tan estúpidos como brutales) y de una especie de humor peleador (lo argentino, es decir, la forma en que los húngaros buscan agradar al barón con retazos de nociones sobre un país del que ignoran casi todo) varias veces me encontré pensando en Thomas Pynchon mientras leía esta novela de Krasznahorkai. Incluso llegué a imaginarme cómo se vería si un corrector de estilo hubiera sustituido los millones de comas por algún otro signo de puntuación: en algunos casos sonaba como el estadounidense, pero en la mayoría perdía bastante.

En todo caso, Krasznahorkai, para la mayoría de los hispanohablantes que ahora lo leemos, suena a Adan Kovacsics, su monopólico traductor al español. Uno intuye que se debe estar perdiendo varias referencias y juegos de palabras, en una novela en la que el lenguaje y la cultura tienen un rol tan poco disimulado, así que más vale celebrar cada vez que Kovasics deja entrever el más allá del habla magiar.

Llena de subordinadas, cambios de foco, citas, irrupciones e interrupciones, las frases de Krasznahorkai me hicieron acordar a las de (el traductor) de Corrección, la maravillosa novela de Thomas Bernhard sobre el filósofo Ludwig Wittgenstein. Como Bernhard, la voz de El Barón Wenckheim odia a su país y, a la vez, está definida por él. Nada de crítica constructiva: sobre el final de la novela hay una “carta de lector” que, aunque debidamente censurada por el director del periódico opositor local, demuele todo lo húngaro.

Esa voz, que siempre está por encima de todos sus personajes, que se acerca a ellos de la misma forma en que cualquiera de nosotros puede suponer lo que están pensando los demás, pero no más, se permite dos escapes. El del humor, que ya les mencioné, apunta sobre todo a las torpezas, las miserias, los equívocos. Pero hay otra salida de tono, en realidad dos breves pasajes, en los que se alude a un horror metafísico, total, casi a lo Lovecraft. Entre esas dos excursiones se hornea el desenlace de la novela, que ya anunció Susan Sontag cuando proclamó a Krasznahorkai “maestro húngaro del apocalipsis” y que es el punto de no retorno en su historia alegórica de un país que fue traicionado por el comunismo soviético, esquivado por la socialdemocracia europea y capturado por el nacionalismo reaccionario.

Memorias de María Elia Topolansky

Cuando apareció Ana, la guerrillera (2017), una serie de entrevistas de Nelson Caula y Alberto Silva a la entonces senadora Lucía Topolansky, me llamaron la atención dos cosas relativas a sus circunstancias más personales. Por un lado, la poca consciencia que manifestaba acerca de la posición social de su familia de origen (parte de la élite conservadora gobernante y terrateniente) y, por otro, la fugacidad y la dureza de las menciones a su melliza. Ahora esa hermana, María Elia, ya cumplidos los 80 años, acaba de publicar un libro autobiográfico que es casi opuesto en varios aspectos a aquel: breve, generoso en imágenes poéticas y simetrías literarias, cuidado. Pequeña memoria: la vida, ese torrente se lee velozmente por su tema –una vida llena de incidentes: militancia, guerrilla, amores, parejas “transitorias”, fugas, clandestinidades, intentos de dar sentido a una deriva política peculiar– y también porque está secuenciado de manera inteligente por alguien que sabe que lo que tiene para contar es invulnerable a los spoilers. Topolansky insiste en que esta no es una historia de Tupamaros, esa organización de la que fue y volvió varias veces –es fugaz y lateral su relato sobre su pertenencia a la “microfracción” de la que fue expulsada-, pero sin duda es un fragmento muy interesante del devenir de la organización. También, como sugiere Virginia Martínez en el prólogo, es un aporte de primera mano a la comprensión del clima intelectual que hizo posible el surgimiento de movimientos revolucionarios en el Uruguay de hace 60 años.

Foto del artículo 'Gran novela de Kraznahorkai'

Hacia Rusia con amor

Alfabeto ruso: palabras que cruzan la estepa, de la escritora e investigadora argentina Marina Berri, ganó el Premio de No Ficción Latinoamericana Independiente en 2024. Es un libro fascinante, o doblemente fascinante, porque no soy exactamente un rusófilo y, sin embargo, me vi atrapado por él. Supongo que gran parte de su atractivo está en el juego entre el orden que promete el formato “alfabeto” y la arbitrariedad de los términos con los que Berri extrae caladas de la literatura, el arte y algunas costumbres rusas. La primera entrada, por caso, es un hit: “alogismo” es un concepto usado por un comentarista de Gogol para explicar el efecto desconcertante de algunas descripciones. Berri no sólo lo explica, sino también intercala sus propias experiencias e impresiones como traductora, viajera, escritora, y así lo hace durante el resto del falso diccionario. Hay algunos microensayos más previsibles (el apartado sobre el museo Hermitage) y otros sencillamente deslumbrantes (una disquisición sobre “fosa común” y “tumba fraterna” que va al núcleo de la invasión a Ucrania). Todos dan mucho más de lo que prometen.