Hace muchos mundos, pero pocos años, un hombre peleó con un chimpancé. Todavía era la época en la que los circos deambulaban en cajas pequeñas repletas de animales y de personas, aunque estas últimas tenían una mínima oportunidad de elegir otro destino.
Juan Manuel Bertón tenía siete años cuando vio la pelea entre el hombre y el chimpancé, lo que ubica la anécdota en 1986. Aunque quizás tuviera nueve años y haya sido en 1988. Cuando estás hablando de un Homo sapiens enfrentándose a un Pan troglodytes, la verdad es que el año es lo de menos, y todo lo que sí importa está presente en el texto.
Ese recuerdo, repleto de subjetividad explícita, es la chispa de Los peces no lloran, un profundo y ágil (sí, las dos cosas) ensayo que utiliza a los animales para hablar de nosotros, los Homo sapiens, porque a Juan Manuel Bertón le gusta usar el nombre científico de las especies y ese es solamente uno de los condimentos que hacen que el texto sea bien suyo.
Oriundo de Tarariras, Bertón tenía encima un par de libros de cuentos y el primer premio en el Mundial de Escritura de 2021. Esa capacidad para contar una historia en pocas páginas y lograr movilizar al lector se combinó en esta ocasión con su faceta de sociólogo y docente, en una incursión por la “no ficción” (con enormes comillas) que llega en el momento de su vida en el que las personas suelen cuestionarse su existencia.
En lugar de una típica crisis de la mediana edad, Bertón propone que toda la humanidad se cuestione el sentido de la vida, aunque más no sea porque cuestionarnos el sentido de la vida es lo que nos separa de chimpancés, peces, perros e incluso de la tan conversada inteligencia artificial.
El libro tiene dos grandes protagonistas. El primero es Bertón, quien desde el prólogo (que no es un prólogo, según él) justifica que se justifica porque necesita justificarse. Este tono de comedia nos indica que el libro tendrá más patos que pathos, a la vez que funciona como caballo de Troya (otro animal, y van...) para que Bertón diga “no me tomen tan en serio mientras busco la mejor forma de apuñalarles el corazón”.
Es que el segundo protagonista del libro somos todos nosotros, transformados en eso que llamamos humanidad y que él una y otra vez englobará como Homo sapiens, los que hemos tenido que inventar religiones y luego corrientes filosóficas para no morirnos del todo. Como corresponde a su metier, Bertón no se preocupa por las excepciones. No le importa que alguien lea el libro y piense “not all humans”, porque él no tiene tiempo para 8.000 millones de protagonistas. Apenas dos. Y encima el primero está incluido en el segundo.
La visión del autor sobre la especie humana (de la que quizás tú seas una excepción, querido lector) es más cínica que la de, por ejemplo, Carl Sagan, al menos en estas páginas. Desea centrarse menos en el milagro (científico, no religioso) de nuestra existencia en el espacio infinito y más en que esa existencia tiene un final definitivo, que está cada vez más cerca.
Incluso así, este no es un libro pesimista ni necesariamente nihilista, porque Bertón (y, por ende, la humanidad) no ha dejado de buscarles un sentido a las cosas, ni dejará de hacerlo. Es más difícil escribir un texto que no hacerlo, y Bertón se toma el trabajo de arrojar las cartas sobre la mesa en busca de respuestas, que difícilmente lleguen, y es por eso que seguimos escribiendo.
Ordenado en capítulos con historias independientes, incluye hechos de público conocimiento, como el de los jóvenes que mataron a palos a una perra en Colonia y que desató una oleada de violencia que llegó a superar el hecho original. Pero también está repleto de anécdotas personales de su infancia, adolescencia y de su vida como adulto y como padre. Así que de paso conocemos vida y obra de este Homo sapiens tan particular, que no le gusta que se rían tanto de sus chistes, que se cuestiona el rol diferenciado que les damos a algunos animales y que se encuentra en plena partida de ajedrez con la huesuda.
Como es lógico en las conversaciones que nos propone (aunque solamente escuchemos lo que él dice), aparecerá varias veces el darwinismo, el especismo, el existencialismo y hasta el marxismo, siempre aclarando que confunde las cosas, que hace asociaciones fáciles, que es un simple turista de ideas y que “el turismo de ideas es una droga muy adictiva”. Bueno, si resulta que no tiene sentido lo que hacemos, al menos hagámoslo estando puestos de algo.
Sin querer caer en la frase hecha y al mismo tiempo sin hacer mucho por evitarlo, este libro suma evidencias de que en la búsqueda de sentido también el camino puede ser la recompensa.
Los peces no lloran, de Juan Manuel Bertón. 132 páginas. Estuario editora, 2024.