Hace seis décadas, la poesía y la canción popular se llenaron de muchachas. De ojos de papel, jazmines del país, de mirada clara y cabello corto que salieron en los diarios, a las que rogaba el cantor que no partieran ahora soñando el regreso. No sería difícil establecer una genealogía entre estas muchachas y otras que en la historia del arte y la literatura dieron cuerpo a un ideal de pureza espiritual tan contundente que trascendió la mera valoración de sus virtudes individuales, ideal en el que se acrisolan los más arquetípicos y hasta primitivos imaginarios sobre lo femenino en sus aspectos más benéficos y hasta sacralizados.
Laura Raggio, Diana Maidanik y Silvia Reyes fueron nombradas colectivamente “las muchachas de abril” luego de ser asesinadas antes de cumplir 20 años por las autodesignadas Fuerzas Conjuntas en 1974. En el apelativo no hay solamente una categoría etaria y una ubicación temporal: además de la carga simbólica y emotiva del término “muchacha” (que no hubiera tenido “jóvenes mujeres” o “adolescentes”), el mes de abril, pese a corresponder al otoño en nuestro hemisferio, ha sido connotado durante siglos por la tradición poética europea (de la cual deriva nuestro canon literario, mal o bien que nos pese) con la plena entrada de la primavera, el despertar de la naturaleza y el inicio de su ciclo. El verbo latino aperire, vocablo que tan poco alterado ha sobrevivido en el castellano moderno como “abrir”, ha sido considerado desde la Antigüedad origen etimológico del nombre del cuarto mes, aludiendo a la apertura de los brotes primaverales. Aunque esta versión sobre el origen de esta palabra nunca fue comprobada, el efecto poético y sonoro no deja de operar.
La escritora y psicoanalista Andrea di Candia, autora de las premiadas La partida y Cadena de frío, hizo El brillo de tu ausencia con base en inquietudes de Daniel y Horacio, hermanos de Laura Raggio. Resulta también notoria la necesidad –manifestada durante décadas por familias y afectos de las víctimas de la represión militar en aquellos años– de preservar la memoria de los seres queridos más allá del martirologio y la ausencia. Pareciera que, en tanto las aspiraciones de verdad y justicia cada vez se vuelven más evanescentes, en tanto décadas de insistir en cosas que parecían consensuadas desde la Revolución francesa no se traslucen en verdaderos consensos sociales en el siglo XXI, y en tanto la utilización política y mediática de dramas íntimos y humanos los ha expuesto y deshumanizado, era necesario rescatar que se trataba de personas, de individuos, no consignas ni banderas.
Di Candia opta por dejar para el final los testimonios directamente transcritos de los allegados. La primera sección, que constituye el grueso del libro, es una narración biográfica ligeramente novelada y con un toque sutil de autorreferencialidad. Está escrita en segunda persona, hacia un tú que es Laura, mientras que en el yo adivinamos a la autora del libro, que no cuenta de sí misma, pero cuenta los hechos de Laura teñidos por su propia experiencia al conocerlos, en un ejercicio en que la implicación emocional de quien escribe pone a prueba la necesidad de no eclipsar a quien intenta rescatar en lo escrito. Intercaladas entre los capítulos, algunas secciones contextualizan históricamente distintos períodos de la corta vida de Laura.
Este retrato bastante literario de Laura aúna elementos de la experiencia personal de quien escribe con figuraciones simbólicas tan antiguas como la humanidad, con breves titulares de hechos ocurridos en el país y el mundo que no escapan a la emotividad que impregna todo. En el epílogo, el tono se vuelve mucho más mesurado y desapasionado al narrar brevemente lo ocurrido aquel 21 de abril de 1974 y las diferentes instancias judiciales hasta la publicación del libro.
Los testimonios directos funcionan más bien como un apéndice, pero es en este apéndice, y en otros muy breves pasajes, donde se deslizan preguntas y reflexiones que quizá no se escuchen en las expresiones provenientes de los actores más estructuradamente organizados que participan normalmente en el debate público.
El brillo de tu ausencia no es un libro de fácil lectura, pero no por factores estilísticos ni conceptuales. Cualquier relato de una vida truncada antes de los 20 años es un hueso duro de roer, por más cuidado que se tenga en evitar golpes bajos. Aunque desde hace décadas circulen decenas de relatos similares, los años de esfuerzos escasamente provechosos de sobrevivientes y familiares de víctimas del terrorismo de Estado y la creciente lejanía de las posibilidades de encontrar esas respuestas que hace tanto se buscan, se palpan cada vez más inequívocamente.
Conservar la memoria de un ser querido que ha fallecido trágicamente cuando apenas asomaba a la vida adulta, cuyas vida e imagen han tenido que pasar por el ojo público y judicial, exponiéndose a tergiversaciones y variadas expresiones de mala fe, es una empresa humanamente incuestionable, y no se debería pedir más a quienes la emprenden movidos por el afecto sincero y desinteresado. Desafortunadamente, no siempre la búsqueda de respuestas, más allá de duelos personales y memorias afectivas de quienes realmente debían y podían actuar en función de esta búsqueda, ha estado a la altura de las circunstancias. Cada quien sabrá qué parte le toca, y, de lo contrario, lo dirán los tiempos venideros.
El brillo de tu ausencia, de Andrea di Candia. 174 páginas. Mar Dulce, 2024.