Larvas es el tercer libro de Tamara Silva, y lo publica la prestigiosa editorial madrileña Páginas de Espuma. En sus ocho relatos, la autora consolida una narrativa propia y potentemente original, que, aunque ya era evidente en sus obras anteriores –las multipremiadas Desastres naturales y Temporada de ballenas–, en este esperado volumen parece dar un paso más en la exploración de su escritura.
Aunque no pretende ser una literatura de género, se percibe un mayor juego con elementos del fantástico, la introducción de lo insólito o incluso el terror. Si bien la tensión y metamorfosis entre la naturaleza, el hombre y lo sobrenatural siempre estaban latentes, aquí aparece como una presencia más corpórea: un caballo que regresa de la muerte y es visto por todos con cierta normalidad, unas adolescentes que juegan con un pescado en sus partes íntimas, una perra que mata de forma selectiva y justiciera. Nada se interpone en el micromundo del relato, no hay total desequilibrio: confiamos en el narrador, sea este un niño, un adolescente o un joven adulto; acatamos el pacto de verosimilitud propuesto.
Silva acierta en su capacidad de construir distintos narradores –incluso hay relatos en los que se permite alternar entre un narrador personaje y uno en tercera persona–, y en la mayoría, la focalización del punto de vista está en la niñez. La infancia aquí funciona como espacio de invención, de pensamiento mágico, de posibilidades, allí donde emergen ideas sobre el miedo, sobre lo que puede o no pasar, el mundo de las supersticiones. Transitar estas páginas es una especie de viaje en el tiempo, un reencuentro con aquel mundo, el del espacio de no tiempo entre la siesta y la tarde sin reloj, el de la gallinita ciega y el cuarto oscuro, el de los juegos coordinados con las manos, el de la telenovela prendida de fondo, el de los bichitos en frascos, las mascotas en los patios y sueltas, el de pensar el mundo desde una inocencia que interpela.
La violencia no siempre se nombra, pero se siente, se adhiere a la textura del relato, al gesto, a lo que no se resuelve. En “Tesis sobre el cuento”, Ricardo Piglia plantea que siempre hay dos historias: “Un relato visible esconde un relato secreto, narrado de un modo elíptico y fragmentario. [...] La historia secreta se construye con lo no dicho, con el sobreentendido y la alusión”. Bajo esta perspectiva, los relatos de Silva parecen componerse siempre de varias capas, algunas más superficiales, visibles, y otras que permanecen en la zona del misterio, apenas sugeridas, en una imagen o atmósfera, sin ser del todo develadas al lector. Eso que se refiere, pero no se explica, a veces se disfraza en el silencio adulto, que otorga otros sentidos que permanecen suspendidos.
Tanto en “Mi piojito lindo” como en “Agua quieta”, quizás uno de los más herméticos del volumen, percibimos el múltiple registro a través de las voces y la perspectiva infantil: se habla de una cosa, pero en verdad se disparan interpretaciones sobre lo no dicho. En un caso, los piojos como excusa para un ritual entre madre e hijo que está permeado por secretos, ausencias y promesas, hay un misterio familiar que no se comprende. En el otro, un dolor de oído deviene en escuchas imposibles. “Bajo el agua el mundo se siente distinto. Los sonidos se deforman y agigantan y terminan todos en una o eterna y aballenada”, “No quiere escuchar más nada... Pero es difícil oír y de repente dejar de oír e igual no entender nada”.
Algo del orden de lo siniestro subyace, una naturaleza que está cargada, que nunca es un mero telón de fondo, sino espacio dialéctico de libertad y amenaza. El paisaje más hermoso puede devenir opresivo, desencadenar la peor noticia. A la vez, la agencia humana sobre el espacio natural puede llegar a tener consecuencias insospechadas, modificar un orden, pasan cosas inquietantes, inexplicables, violentas.
El cuerpo transmutado
Silva pone al cuerpo como el espacio en disputa. Hay cuerpos que juegan, que se tocan, deseantes, cuerpos que se vuelven otra cosa: animal, deforme, materia, descomposición y ofrenda. Una metamorfosis que no se da por enajenación kafkiana, sino por el propio devenir, lo que tiene que ocurrir. En los cuentos de Larvas, la transmutación del cuerpo a veces responde a una lógica fantástica o insólita, pero se trata, más bien, de una fusión paulatina y ambigua con el entorno, está atravesada por esa violencia muda, no tematizada completamente. El cuerpo se disuelve, se reabsorbe o se integra a la materia del mundo, puede fundirse con la tierra, el agua, lo vegetal; el cuerpo no resiste, cede, se deja afectar. En “No acampar ni abordar”, la desintegración del cuerpo se produce en esos términos, lo orgánico cambia de estado, haciéndose uno con el paisaje: mujer montaña, piedra sobre el cuerpo, “veo a mi pedrusco, Ignacia”, “soy tejido blando disuelto en el agua de la montaña”. O en “La gallinita ciega”, el primer cambio se da por accidente, pero lo que ocurre después queda impregnado por la extrañeza, en la sugerencia o posibilidad de que una niña vuelva a ver a través de los ojos de su perra.
Hay un cuidado particular por el lenguaje. Las palabras no se utilizan al azar, incluso aquellas que desautomatizan la lectura, que no esperábamos ahí donde aparecen. Así también se da una permanente superposición de elementos o acciones con la “y” conjuntiva, o un ritmo pautado en la repetición de palabras o acciones; el significante sonoro cobra peso adicional, una palabra, un sonido que vuelve. Como dijo la autora en una entrevista reciente, la escritura también tiene que ver con lo lúdico, entregarse al juego de las palabras y sus posibilidades nuevas. Agradecemos esa entrega y quedamos expectantes de las próximas.
Larvas, de Tamara Silva Bernaschina. 104 páginas. Páginas de Espuma, 2025. Se presenta este viernes a las 19.00 en la Alianza Francesa (Bulevar Artigas 1271).