Aunque son las dos de la tarde, el canto de los gallos se repite desde todas las esquinas. Al mirar hacia un callejón estrecho, se materializa el responsable parcial de tanta incongruencia. Se mueve en zigzag en lo que parece ser una forma de entrenamiento. Un hombre va marcándole el paso, dando golpes sobre el pavimento con una vara. Estilizado y atlético, el gallo es de color oscuro, se diría que granate. El camino, más de pueblo que de ciudad, conduce al museo de Miguel Hernández, en Orihuela. De los balcones cercanos cuelgan algunas telas con versos. Son menos tibios que los que se han elegido para la cartelería oficial –ya desgastada– que hay en el centro. En este barrio popular, Miguel sigue siendo Miguel. Lo deja claro un grafiti en una de sus fachadas más humildes: “Vuestra sangre / vuestra vida, / no la del explotador / que se enriqueció con / la herida generosa / del sudor”.

Dentro del museo está la cama del poeta, su higuera, el corral de las cabras, su voz en un único registro. Y en una vitrina, tres testimonios. El de Joan Manuel Serrat, con su dedicatoria en el disco que volvió más universales todavía sus poemas. La firma de Mario Benedetti, quizá en una escapada desde sus múltiples estadías en la vecina Alicante, y unas palabras de Eduardo Galeano en el libro de visitas. Escribió Galeano: “Gracias por esto. Yo siempre quise estar aquí. Y estando, reconozco este lugar donde estuve sin estar estando: las palabras que me hicieron, el barro que soy” (fechado el 3 de mayo de 2003).

Narrador al escribir, Galeano prefería la poesía cuando se trataba de leer. Por eso aquella vez que fue a Barcelona, desde su casa del exilio en la costa catalana, se trajo los poemas completos de Constantino Cavafis. Los vino leyendo en el tren y en el tren le surgió la idea: contar la historia de América en pequeñas viñetas que hablaran de lo que la gran historia desechaba por considerarlo indigno del mármol. Por eso meses después escribió en la primera página de ese libro un recordatorio para sí mismo: “aquí nació Memoria del fuego”.

Encuentro de una voz y de una época

El estilo de Memoria del fuego está lejos del de Las venas abiertas de América Latina, el best seller de 1971. Ensayo periodístico sobre historia económica, con varias lagunas técnicas propias de alguien que nunca se dijo economista. Las venas... es un libro entretenido para el tema que trata, valiente para desnudar hipocresías históricas y el saqueo colonial, pero no puede ser esgrimido como ejemplo terminado de la prosa de Galeano. Será cinco años más tarde, con Días y noches de amor y de guerra, cuando empiece a encontrar su voz, aunque las viñetas aún sean algo extensas. El estilo reconocible como estilo Galeano, su marca de fábrica, es el que florece en todo su esplendor en Memoria del fuego, su gran trilogía. Esa que nació por una chispa de inspiración que le susurró en un tren el fantasma de un poeta alejandrino que escribía sobre amores en las cantinas portuarias y que traía al presente los ecos del helenismo y de Roma. Nada más lejos de su tema. Pocas cosas más cercanas a su espíritu.

Memoria del fuego no es sólo el mejor trabajo de Galeano. Es un reflejo representativo del Uruguay que iba a recuperar la democracia hace ya 40 años. Hay un arco democrático que llena estos años 20 de conmemoraciones por cuatro décadas de libertad. Comienza con los 40 años del plebiscito de 1980, sigue con los 40 de las acciones de la resistencia de 1983 (que tuvieron como culminación el acto del obelisco de noviembre, pero que incluyen el 1° de mayo de ese año y la semana de los estudiantes de esa primavera), continúa con los 40 de las elecciones de 1984 y tiene su culminación este 2025 con los 40 años de la toma de mando del primer parlamento posdictadura en febrero, del primer presidente en marzo y la liberación de los últimos presos políticos ese mismo mes. Hay una coda triste. La votación de la ley de caducidad de la pretensión punitiva del Estado, el 22 de diciembre de 1986, que buscó consagrar la impunidad de las violaciones a los derechos humanos por parte de militares y policías, fue el final de esa ilusión democrática. El freno de aquel impulso, como corresponde a un país atado al vuelo y los límites del batllismo.

En esos años 80, ser demócrata –ser de izquierda– no era sólo tener ciertas opiniones políticas. También era escuchar ciertos discos, ver cierto cine y cierto teatro, leer determinados libros. De ese modo, Memoria del fuego puede ser señalada como la trilogía de esa primavera. Un libro de mirar hacia el continente propio más que hacia la Europa ajena, de hacerlo con compromiso pero sin corsés, con ecuménica ideología dentro de la familia de la izquierda, con algo de boba ilusión antes de que llegara el cinismo de los 90.

El primer tomo se publicó en España en 1982, con el autor exiliado, en los albores de la apertura de 1983. El último llegó al final, en 1986, con Galeano ya de nuevo en Montevideo. Galeano retorna al país con Memoria del fuego debajo del brazo y al año siguiente de parir ese tercer volumen, se toma la célebre foto con Mario Benedetti en la plaza Independencia. Ambos con la escarapela de “Yo firmo”, en el lanzamiento de la Comisión Nacional pro Referéndum. La larga marcha que recorrió el país en la imposible hazaña de recolectar las firmas del 25% del padrón electoral “para que el pueblo decida”.

Iniciaba así, en ese 1987, una posdata interminable. La permanente posdata democrática y su intento superador, cualquiera sea el nombre y la forma que tome, que ha seguido encontrando en la obra de Galeano una inspiración que va más allá de las frases (a veces apócrifas) que se eligen para pintar muros en las calles y subir posteos en las redes sociales. Con G de Gramsci, Galeano en general –y Memoria del fuego en particular, para quienes se toman el tiempo de leerlo en estos tiempos sin tiempo– es una fuente constante de contrahegemonía.

España hoy

Camino a la casa museo del poeta de Orihuela, se pasa por la plaza Ramón Sijé, esa donde se tomó una de sus fotos más conocidas. Hablando de plazas y de fotos, Miguel no llevaba escarapela –no la necesitaba–, pero estaba recitando en la tribuna. Quizá la elegía sobre su compañero del alma, que se había muerto como del rayo, quizá algún canto de soldado. Junto a la plaza está el Centro Cultural Miguel Hernández. Le queda sólo la cáscara. Uno de los trabajadores de la obra sale al paso y avisa que no se puede visitar. Nació en el mismo barrio que el poeta. Lo dice de un modo que parece que fueran contemporáneos, casi condiscípulos acostumbrados al juego en la vereda. Imposible. Tiene cerca de 40 años. Más que la edad de Miguel al morir en la cárcel, condenado por rojo. ¿Van a abrir el centro cultural después de la restauración? No. Ahora vendrán despachos de la alcaldía, dice. A las autoridades de ahora, en este pueblo gobernado por la derecha, ya no les gusta la cultura, se entiende en la entrelínea.

Un par de horas después, varias cuadras más allá, al salir de la casa-museo, la ciudad despide con otro grafiti: “Fora nazis dels nostres barris”. No es paranoia. Por debajo del cuello del uniforme de un policía, en la estación de trenes, asomaban las alas del tatuaje de un águila sospechosa. Es España. Esa en la que puede verse, un día de apagón general, una abuela algo borracha haciendo el saludo nazi y vitoreando a Franco, a las risas, en un bar en plena tarde. Es España. Esa en la que también puede escucharse, en otro café, a un hombre de 80 años recordar con admiración de niño su primera prisión por repartir unos volantes. Lejano momento en que el sargento del pueblo lo condecoró con un comentario que la autoridad pensaba despectivo: “Rojo, como su abuelo”. La permanente primavera democrática y su intento superador. Sea cual sea la forma y el nombre que tome. La memoria y el fuego.

Roberto López Belloso, desde Orihuela.