Hay escritores que al componer tramas, desarrollar personajes, pintar escenarios y estructurar sus libros no logran dejar atrás las fronteras de la biblioteca propia. Entreverados en un atado de referencias y de citas, sumergen el cuento o la novela en que trabajan en la tina de lavado de otros autores, apropiándose o tiñendo el material con líquidos ajenos. Proliferan así, párrafo tras párrafo, página tras página, los nombres de otros escritores y los títulos de otros libros, las conexiones internas que despiertan admiración y goce en el lector bibliófilo atento y que despliegan ante el que cruza por esas páginas una sabiduría librera, asentada en interconexiones múltiples, en paráfrasis con guiños para entendidos, en retórica de nota al pie y entrecomillado. Falta vida (en el sentido de experiencia vital, digamos) y sobra lectura, dirá un lector más interesado por el amasijo de la peripecia humana, aunque el tráfico permanente con libros y autores también forma parte de esa experiencia de vida.

Un ejemplo posible de la mediación entre ambas esferas es el del chileno Roberto Bolaño, que canibalizó en varios libros su autobiografía de trashumante por algunos países (especialmente España y México) con un pie siempre firme en su biblioteca (léase su obra mayor Los detectives salvajes, pero también cuentos como “Sensini” y “Carnet de baile”, y la novela breve Monsieur Pain). Un ejemplo de la biblioteca –o la suma de libros leídos, películas vistas, discos escuchados– avanzando como una infección en el organismo de la escritura propia lo constituye la obra del argentino Rodrigo Fresán, en un cuadro clínico que alcanza cotas de verdadera saturación en su novela de asunto mexicano Mantra, que por momentos parece un catálogo de lecturas. Pero hay un caso más grave, insalvable ya, diría un facultativo cualunque ante los resultados de los análisis del paciente, en el que todo rastro de vida ha sido vorazmente arrasado por el mal de la literatosis: el del catalán Enrique Vila-Matas.

La obra de Vila-Matas aterrizó con cierto ímpetu en estas tolderías en las postrimerías del siglo pasado. Títulos como El viaje vertical (1999) y, especialmente, Bartleby y compañía (2000) y El mal de Montano (2002) revelaban el oficio de un autor metaliterario, especialmente interesado en libros y escritores y en la explotación novedosa de variaciones ficcionales alrededor del ensayo, el diario íntimo y lo que entonces era una suerte de novedad reflotada y que hoy –para seguir con las figuras clínicas– se ha convertido en una suerte de gangrena avanzando por el organismo literario: la autoficción. Al edificio de la obra levantada por Vila-Matas, permanentemente galardonado con premios literarios, legiones de honor y doctorados honoris causa, se ha sumado recientemente un nuevo título: la novela Canon de cámara oscura.

Dentro de la biblioteca, todo

Para algunos lectores consecuentes de Vila-Matas, su nueva novela puede funcionar como una suerte de greatest hits, pues hallarán todos los tópicos que han cimentado la literatura del catalán durante décadas: las citas literarias, las vidas de escritores y los ambientes de alta rotatividad libresca (cócteles, editoriales de prestigio y conversaciones en las que se mezclan en justa dosis trascendencia y vacío). Se introducen también, fiel reflejo de época, asuntos como la excesiva tecnología en nuestras vidas y los vínculos parentales en un universo líquido, en permanente dispersión.

Esto último, igualmente, es mero decorado para que esta breve novela –con fuente tipográfica de buen tamaño y generosos márgenes e interlineado para cruzar las 200 páginas– desarrolle su verdadero asunto que, por supuesto, se inscribe en el plano netamente metaliterario. El escritor Vidal Escabia, siguiendo un dictamen de su mentor ya fallecido, el también escritor Altobelli, debe seleccionar de su biblioteca un total de 71 libros y colocarlos en un cuarto mal iluminado de la casa para que “algún día, cuando como lector estuviera más curtido, algunos de ellos llegaran a constituir un muy subjetivo canon intempestivo”. (Las cursivas al final de la cita son del propio Vila-Matas, o del narrador Escabia o de su mentor Altobelli post mortem, o de todos).

La confección de ese canon caprichoso, por el que cruzan autores y títulos como Carlo Emilio Gadda (El zafarrancho aquel de via Merulana), Elias Canetti (Auto de fe), Stefan Zweig (El mundo de ayer), Sergio Pitol (El mago de Viena), Alberto Savinio (Maupassant y “el otro”) y David Markson (La amante de Wittgenstein), está permanentemente envuelta en el mal de la literatosis del que hablé antes. Vidal Escabia no puede ejecutar una acción tan sencilla como salir de su casa sin endosarle al lector una cita literaria: “Salgo a la calle, pruebo sin demasiado éxito a pisar con seguridad el adoquinado, desciendo por el breve pasaje Mercader, que sigue donde siempre ha estado, no sé por qué dudo de que siga ahí, tal vez sea culpa de César Vallejo: ‘Salgo a la calle y hay calle. Me echo a pensar y hay pensamiento. Esto es desesperante’”.

Permítaseme registrar, a modo de cierre, un apunte de mero color local. En un pasaje de Canon de cámara oscura se cuela una cita de un autor uruguayo. No se trata del pasaje de algún libro de Juan Carlos Onetti, Felisberto Hernández o Ida Vitale, sino de un autor definitivamente alejado de cualquier posible canon literario y cuya obra seguramente Vila-Matas escuchó en alguna incursión montevideana: Fabián Fata Delgado. En una de sus múltiples disquisiciones, Vidal Escabia abre un mail con un mensaje en versos: “En bicho, bicho yo me convertí/ Un cocodrilo soy/ En bicho, bicho yo me convertí/ Un cocodrilo soy”. Pero ya es tarde, irremediablemente tarde, y ni siquiera Los Fatales pueden salvar esta novela.

Canon de cámara oscura, de Enrique Vila-Matas. 224 páginas. Seix Barral, 2025.