En las discusiones actuales sobre violencia sexual, el problema de la verdad parece ser ese palo en la rueda hacia algo que, en definitiva, debería ser la búsqueda de un consenso social. Si bien con relación a la infancia parece haber mayor acuerdo, cierto sector de opinión parece considerar un problema más acuciante la posibilidad de denuncias falsas, defendiendo los criterios de verificabilidad fáctica consagrados por el derecho romano que da base a nuestro sistema jurídico (sin decir que allí el paterfamilias tenía pleno derecho sobre la vida y la muerte de todo lo que hubiera en su lar, fueran cosas, animales o personas, y la legislación en delitos sexuales se basaba más en la honra familiar y el estatus social que en el consentimiento). Del otro lado se invocan, desde la estadística o el testimonio, hechos probatorios de la incidencia numérica de casos no denunciados o apresuradamente desestimados. No obstante, los adversarios dialécticos sostienen justamente un descreimiento hacia lo que no haya sido probado con los mismos criterios de verificabilidad que la otra parte pone en duda, creándose un diálogo de sordos con mucho de círculo vicioso.

Aunque el texto de Perra semeje una confesión desnuda, su autora, la canadiense Marie-Pier Lafontaine (1988), se ha ocupado de explicitar públicamente el carácter ficcional de sus dos obras (la otra es Armas de la rabia) publicadas hasta ahora. No solamente en entrevistas que ha dado como ganadora del premio Sade 2020: sus representantes legales argumentaron al respecto cuando la defensa de su padre, juzgado por el abuso hacia ella y su hermana, interpuso la publicación de ambos libros y algunas entrevistas como prueba de la personalidad fabuladora de la demandante.

La ficción, un dominio que escapa a la lógica binaria de verdad o falsedad, fue muchas veces en la historia un refugio para lo que no podía decirse sin sufrir castigo. Más cuando, como en estos casos, el primero de los castigos es la acusación de mentir.

Lafontaine, que cambió su apellido, ha dicho que el padre de su relato no es su padre, sino una construcción ficcional hecha en función de la historia a contar, y que la idea era que fuera “un personaje sin ambigüedades”. Las alusiones a argumentos de cuentos de hadas en las primeras líneas y en la imagen de portada dialogan con esta idea, ya establecida en desarrollos muy conocidos de la crítica literaria psicoanalítica, sobre los simbolismos relacionados con la sexualidad y la violencia en cuentos infantiles.

Al igual que el lobo de Caperucita o de tantos otros cuentos, el padre aparece retratado desde una única dimensión psíquica: ser un predador, y con una preferencia particular por las víctimas más débiles e indefensas. La diferencia es que, en lugar de intentar protegerse o escapar de una fiera en acecho, de una amenaza proveniente del afuera, las niñas que protagonizan el cuento viven en la cueva del lobo, y la madre, que en los relatos infantiles aparece como manifestación de la neutralización de la amenaza y la resolución del conflicto, es, en cambio, aliada del villano.

En este tratamiento tan unidimensional de los personajes, las hermanas son perpetuamente víctimas, pero no desde lo que coloquialmente se entiende como victimización. No se trata de alguien que se embriaga de autocompasión, sino que simplemente se pone en ese lugar sin cuestionarlo, y ya ni siquiera conecta con su propio dolor o humillación. Hay una estrategia formal que sostiene este efecto, y es la notoria escasez de adjetivos valorativos: rara vez se explicita que lo que pasa es doloroso, espeluznante, horrendo o siquiera desagradable. Obedecer a los fetiches del padre abusador es una rutina como para cualquier niño ir al colegio.

Otro detalle donde se percibe una operación muy probablemente intencionada es lo legibles que son estos fetiches. Los actos a los que el padre obliga a sus hijas dialogan con tópicos de la pornografía y la imaginería erótica de la cultura popular, especialmente del sado, pero no únicamente. Una de las formas en las que Perra interpela a quien lee es que muchas personas (y no sólo hombres heterosexuales) podrían reconocer su propia eroticidad en alguno de los actos que se cuentan. Ver a dos niñas obligadas a efectuarlos guarda cierto parentesco con el concepto freudiano de unheimlich, palabra alemana que suele traducirse como “lo siniestro” o “lo ominoso”, y que designa el efecto perturbador de algo que percibimos como familiar o hasta propio, alterado o deformado en forma inquietante, tan habitual en las pesadillas como en la literatura de horror o el cuento fantástico más clásico.

Como dijera el escritor portugués Fernando Pessoa, el poeta “finge tan completamente/que hasta finge que es dolor/el dolor que de veras siente”. Esta operación sobre los hechos, que implica manipularlos y en cierto modo deformarlos, cumple la paradójica función de parecerse más a los hechos desnudos que los hechos desnudos mismos. Lo que narra Perra es la historia de un abuso, y por eso los personajes están descritos sólo desde su rol en el acto, despojados de matices y complejidades, manifestando, de alguna manera, lo determinante que es el acto en sí y de qué manera perpetúa y reduce a los implicados a estos roles, aun cuando el vínculo se ha disuelto. Verdad a la que no se llega por la vía de los hechos, pero verdad al fin.

Perra, de Marie-Pier Lafontaine. 96 páginas. Ediciones Godot, 2023.