Mientras la Intendencia de Maldonado y el Ministerio de Transporte y Obras Públicas definen los mecanismos para ejecutar el proyecto urbanístico y acuático que apunta a recalificar y revalorizar la zona portuaria de Punta del Este, el arquitecto y magíster en Estudios Urbanos Leonardo Altmann analizó para la diaria los posibles impactos de la propuesta planteada en el plan maestro divulgado a principios de este mes.

El Estado se propone vender la manzana 48 para financiar parte de las obras de infraestructura portuaria, ¿le parece una medida acertada?

El Estado siempre hizo caja con terrenos públicos para financiar obras y es algo muy común en la gestión urbana, no debería sorprender. En Maldonado, esto ha tenido un montón de expresiones en la historia reciente. En la época de la dictadura se vendió una parte del fraccionamiento del barrio San Rafael, al lado del hotel, que estaba planteada como un parque público, para financiar la construcción de la rambla costanera de la península y otras obras de infraestructura en la ciudad. También en esa época se vendieron terrenos vinculados con adeudos de las sociedades anónimas de Mauricio Litman en el barrio Cantegril, donde luego se construyeron los más emblemáticos edificios en altura de la avenida Roosevelt. Terrenos que nunca habían salido del dominio público desde la época de la colonia hoy son puestos como parte de una operación financiera para realojo masivo del asentamiento Kennedy. Es decir que el formato de vincular venta de terrenos públicos a obras de infraestructura no es un negocio nuevo.

Esta enajenación se asocia a un desarrollo inmobiliario con dos edificios más altos que lo permitido. ¿Cómo impactaría en la identidad urbanística de la zona?

En principio, en la manzana 48 está el edificio de la primera comisaría que hubo en Punta del Este, que hoy es un museo. Es uno de los pocos edificios de principios de siglo XX que quedan en el balneario. No sabemos si esta parte de la manzana, significativa de la historia del lugar, será preservada en sus sectores más antiguos, aunque el edificio no tiene ninguna cautela ni normativa que lo proteja. Sería importante saberlo.

En los lugares turísticos el suelo tiene otro comportamiento, con un mercado inmobiliario más dinámico y una voracidad en la sustitución edilicia que no ocurre en otros. Los terrenos valen más por lo que se puede poner encima que por el valor social o arquitectónico de sus construcciones.

En líneas generales, me parece importante la calificación en torno al puerto y darle calidad urbana a un entorno deteriorado. Pero, cuando se dan esos procesos, la ciudad debería estar muy atenta y valorar mucho su arquitectura cívica. En este caso, habría que preservar cuestiones en lo edilicio: en lo micro, el edificio de la vieja comisaría y, a otra escala, la discusión de las alturas, del lenguaje de la arquitectura en el entorno.

¿Serían necesarios estudios técnicos para determinar la afectación que tendrán las excepciones, antes de aprobarlas?

Aquí se propone un desarrollo con una altura de 15 metros, cuando la zona permite nueve. La centralidad histórica de Punta del Este –la Punta de la Salina, el extremo sur– tiene dos normativas bastante cautelosas sobre su carácter residencial, que surgen de una ordenanza de 1974. Hay como dos dameros. Uno abarca el entorno al faro, donde la normativa plantea siete metros y un factor de ocupación del 50%, y es muy estricta en cuanto a retiros; incluso pide que el tratamiento del retiro frontal sea con jardinería. Sólo se permite una vivienda por predio. Cualquier bloque de edificio en propiedad horizontal que haya en esa zona es anterior a 1974.

Por otro lado, la normativa de la centralidad que corresponde a las calles 9 y 10 –que son anteriores al desarrollo de Gorlero– promueve una altura de nueve metros y un factor de 100% de ocupación en planta baja y 50% en plantas superiores. Hacia fines de los 90 se añadió a eso una normativa que permite, en algunos tramos, el sector gastronómico. Entonces, cualquier afectación de ese carácter de la zona debería contemplarse con otro tipo de análisis sobre sus implicancias. Además, si bien en los puntos turísticos la normativa puede ser más flexible o adaptativa en el marco de acuerdos entre el Estado y privados, la ciudad precisa un sinceramiento de la planificación; le hace mal resolver caso a caso. No termina siendo beneficioso para la ciudad en su conjunto, más allá de que se puede sacar dinero con la manzana 48 y que haya un precioso paseo costero. Hay que lograr los equilibrios.

¿Qué ha podido analizar sobre el proyecto de infraestructura portuaria?

Es comprensible que, si Punta del Este pretende sostener un público exclusivo o de determinado perfil económico, apueste a darle ciertas amenidades, como un muelle que admita el amarre de yates de alta gama. Ahora bien, desde el punto de vista legal, el puerto llega hasta el muelle de Mailhos en la calle 28, aunque los muelles y la explanada de estacionamiento de barcos terminan unas cuantas cuadras antes. Se plantea una escollera de cierre que estaría a la altura de la calle 27, donde se encuentra el restaurante Virazón.

Esa zona del puerto ofrece un paisaje emblemático de Punta del Este: las visuales y escenografías más potentes tienen que ver con la contemplación de la playa Mansa, de cómo se infiltra el paisaje de serranía de forma limpia sobre el agua, con la isla Gorriti. Ese paisaje costero tendrá una afectación por el movimiento del muelle de cierre. Entonces, dotar al puerto de una infraestructura que puede ser necesaria entra en conflicto con la preservación de atributos ambientales y paisajísticos que son los que dan identidad a la zona. Más allá de los flujos de inversiones inmobiliarias y la necesidad de servicios, queda la sensación agridulce de estar afectando las características distintivas del lugar.

¿Qué lugar debería tener la sociedad civil, la participación ciudadana, en todo esto?

En el plan urbano y su modelo de gestión no hay espacio para una participación institucionalizada porque no se requiere una instancia de puesta de manifiesto o de audiencia pública. Así que la participación ciudadana depende del humor de la administración de turno, de cuan permeable quiere ser y cuánto quiere escuchar.

Las excepciones pasarán por la Junta Departamental; es de esperar que algunas organizaciones quieran ser escuchadas.

Desde hace unas cuántas décadas, la movilización social se infiltra en el proceso interno de la administración entre los técnicos y el jerarca político que decide. Son actores que cada vez reclaman más su derecho a ser parte de una gestión democrática del territorio. Desde la administración pública hay que verlo como una oportunidad, no como un problema. Los cambios en las ciudades y en los territorios necesitan integrar un componente de participación en distintas escalas y niveles, más allá la discrecionalidad del jerarca. Eso ayuda a anticipar conflictos, a darle legitimidad a las transformaciones, sobre todo cuando implican cambios espinosos. Creo que el conflicto de Punta Ballena ha sido un parteaguas en ese sentido. Cada vez más actores y sectores socioeconómicos y culturales de la vida de la costa empiezan a reclamar, con una mirada crítica en un Maldonado donde todo sucede a mucha velocidad.

Leonardo Altmann es profesor adjunto del Departamento de Territorio, Ambiente y Paisaje del Centro Universitario Regional Este y docente del Instituto de Estudios Territoriales y Urbanos de la Facultad de Arquitectura de la Universidad de la República. Obtuvo su maestría en Estudios Urbanos con una tesis sobre los procesos de transformación urbana de Maldonado y Punta del Este en las décadas de 1970 y 1980.