La raíces históricas del conflicto que tiene paralizado al mundo pueden buscarse muy atrás en el tiempo, desde el surgimiento del protoestado de Kievan Rus en el año 882, que llevó a Vladimir Putin a sostener que “somos un mismo pueblo” –una afirmación que está lejos de ser compartida por los ucranianos y que es, asimismo, objeto de debate académico–, hasta llegar al pasado reciente: el referéndum celebrado el 1º de diciembre de 1991 en el que una amplia mayoría del pueblo ucraniano se expresó en favor de la independencia de Rusia, acontecimiento que para muchos fue el hecho decisivo para que Boris Yeltsin y sus colegas de Bielorrusia y Ucrania terminaran de acordar la disolución de la Unión Soviética.

Sin embargo, para explicar la realidad actual no necesitamos un recorrido tan extenso, salvo para tener en cuenta que Ucrania fue un territorio donde, además del Imperio zarista a mediados del siglo XVII, convergieron potencias como Polonia, Lituania y el Imperio austrohúngaro, que ocupó una parte de Ucrania occidental hasta la Primera Guerra Mundial.

Esta historia hizo que a lo largo de los siglos en Ucrania surgiera un idioma propio, de raíz común pero diferente del ruso, y que persistieran, fundamentalmente en el oeste del territorio, vínculos y tradiciones diferentes de las rusas. De cualquier manera, el nacionalismo ucraniano, cuando surgió en el siglo XIX, fue un fenómeno limitado a los sectores intelectuales: la mayoría campesina (73 % de los habitantes en 1897) rechazaba las ideas de las ciudades, pobladas mayoritariamente por rusos y judíos. El único elemento común de los ucranianos era la pertenencia a la iglesia ortodoxa griega, no la nacionalidad.

En febrero de 1917 una revolución derrocó al zar Nicolás II e instauró un régimen democrático en Rusia que se extendió hasta el triunfo de los bolcheviques en octubre de ese año. En ese escenario irrumpió el nacionalismo ucraniano, y se creó un parlamento (Rada), que planteó inicialmente la participación del país dentro de una Rusia federal y al poco tiempo, arrogándose la representación de Ucrania, reclamó a Moscú la concesión de autonomía, que se transformó en una declaración de independencia luego de los acontecimientos de octubre.

La República de Ucrania, tal como la conocemos, fue una creación de los bolcheviques, que controlaron el territorio luego de una sangrienta guerra en la que, entre 1917 y 1920, participaron alemanes, nacionalistas ucranianos, tropas zaristas opuestas a Moscú y anarquistas. Al firmarse el tratado de creación de la Unión de las Repúblicas Socialistas Soviéticas (URSS) en diciembre de 1922, Ucrania se incorporó al nuevo esquema socialista. Hasta la llegada al poder de Mijail Gorbachov en 1985, Ucrania atravesó las vicisitudes derivadas de la cambiante política de los líderes soviéticos respecto de la cuestión nacional: desde la valoración positiva inicial de la lengua y las tradiciones a la represión en la década de 1930 y la posterior instauración de una política de “rusificación que promovía la lengua y la cultura rusas. La concepción de un “hombre soviético” que prevaleció durante los años de Brezhnev no favorecía precisamente el desarrollo del nacionalismo.

La presencia de rusos, sobre todo en el este del país, contribuyó a consolidar la idea de “dos Ucranias”: una volcada hacia occidente, con Lviv como ciudad más importante, y otra, la más desarrollada, ubicada en la región del Donbás, con una importante clase obrera de origen ruso y la utilización de la lengua rusa por parte de un sector importante de la población. La capital, Kiev, constituía una isla de relativa prosperidad en el centro del país.

La región de Crimea, perteneciente a Rusia, pero entregada a Ucrania por Nikita Kruschov en 1954, resulta particular. Allí la población siguió siendo mayoritariamente rusa. En enero de 1991 un referéndum dio como resultado el triunfo de la posición que planteaba la anexión a Rusia en caso de que Ucrania se convirtiera en un Estado independiente. No obstante, a fin de ese año, el gobierno de Boris Yeltsin reconoció la integridad territorial de Ucrania.

Luego de la caída de la URSS

La apertura liderada por Gorbachov habilitó la reaparición de un nacionalismo ucraniano que, reclamando en un primer momento la autonomía, derivó, al compás del deterioro de la situación en Moscú, en una demanda cada vez más fuerte de independencia. Como ocurrió en otras repúblicas de la URSS, los mismos dirigentes comunistas se transformaron en fervientes nacionalistas: Leonid Kravchuk, que había participado del acuerdo de 1991, fue uno de ellos, convirtiéndose en el primer presidente de la Ucrania postsoviética, sucedido en 1994 por Leonid Kuchma, que gobernó hasta 2004.

En esa etapa, la situación política se mantuvo relativamente bajo control: la burocracia de la época soviética se reconvirtió con rapidez al nuevo esquema, pero las privatizaciones y el auge del negocio energético impulsaron el surgimiento de un fenómeno nuevo, los “oligarcas”. Algunos de ellos, nacidos en Ucrania, pero instalados en Moscú, potenciaron el desarrollo de la industria pesada en la región del Donbás. En forma paralela comenzó a registrarse, por un lado, la expansión de un discurso nacionalista xenófobo, antirruso y antisemita; y, por otro, una creciente voluntad de acercamiento a la Unión Europea (UE), sobre todo en las zonas occidentales del país. La asunción de Vladimir Putin como presidente ruso en el 2000 no modificó la situación.

En 2004 las elecciones presidenciales ucranianas enfrentaron a un candidato prorruso, Víctor Yanukovich, ex primer ministro de Kuchma, y otro prooccidental, Víctor Yushchenko. En las semanas previas a los comicios, Yushchenko denunció haber sido envenenado, fue tratado en Austria, volvió con la cara deformada denunciando a “enemigos” que no identificó y completó su curación en Ucrania. Su campaña, liderada por Yulia Timoshenko, una carismática y millonaria líder nacionalista, recurrió al color naranja en sus carteles y avisos, y nucleó detrás de sí a una cantidad importante de seguidores.

Ante la posibilidad del triunfo de un candidato que impulsaba el ingreso de Ucrania a la Organización del Tratado del Atlántico Norte (OTAN) y a la UE, Putin jugó fuerte: presionó para que las empresas rusas invirtieran en la campaña de Yanukovich, encargó a su secretario de Estado, Dimitri Medvedev, la dirección de la operación política del Kremlin en Ucrania, e incluso viajó a Kiev en la víspera de la votación con el argumento de que ese día se celebraba el sexagésimo aniversario de la liberación de Ucrania de los alemanes por parte del Ejército Rojo.

La primera vuelta, llevada a cabo el 31 de octubre, dio como resultado una mínima ventaja a favor del candidato prooccidental Yushchenko, lo que condujo a un balotaje en el que el líder prorruso Yanukovich se impuso de manera fraudulenta. La reacción popular se reflejó en manifestaciones que se prolongaron hasta que la Suprema Corte de Justicia anuló la elección y convocó a un nuevo balotaje, en el que triunfó Yushchenko por ocho puntos. La Revolución Naranja, como se conoció, por los colores de la campaña, a la ola de protestas, produjo un fuerte impacto en Putin, quien vio la mano invisible de Estados Unidos en todo el proceso.

Cinco años más tarde se convocaron nuevas elecciones que enfrentaron al líder prorruso Yanukovich, en representación del Partido de las Regiones, con Yulia Timoshenko, que ocupaba el cargo de primera ministra y se había distanciado del presidente Yushchenko. En esta ocasión, Yanukovich triunfó en segunda vuelta e inauguró un período en el que, pese a las buenas relaciones con Rusia, continuaron las negociaciones con Europa iniciadas por el gobierno anterior, que incluyeron la firma de un Acuerdo de Asociación con la Unión Europea y una apertura económica acompañada de reformas jurídicas y políticas.

Aunque en repetidas oportunidades Yanukovich declaró que el Acuerdo de Asociación era conveniente para el país, la principal controversia estaba vinculada con el juicio a la ex primera ministra Timoshenko, condenada a siete años de prisión por tráfico de influencias; la UE pidió por su libertad argumentando que el juicio había sido de carácter político. Ante este reclamo, al que se sumaba el hecho de que el gobierno estaba en bancarrota y la ayuda que ofrecía la UE resultaba mínima, Yanukovich anunció, el 21 de noviembre de 2013, la postergación de la firma del Acuerdo de Asociación. Con ello, tomaba distancia de Europa.

Maidán

La decisión generó la protesta de un grupo de ciudadanos que se reunieron en Maidán, la plaza principal de Kiev. A partir de ese momento se sucedió una serie de manifestaciones, con acampadas en la plaza, en rechazo al presidente, acusado de buscar cortar los lazos con Europa. En el heterogéneo grupo participaron, junto con grupos pacíficos defensores del acercamiento a Europa occidental, grupos nacionalistas de extrema derecha como Svoboda, caracterizado por su racismo y antisemitismo. Los manifestantes contaron con el apoyo de diferentes dirigentes europeos e incluso del excandidato a la presidencia de Estados Unidos John McCain, quien los visitó para hacer público su respaldo. En un primer momento el gobierno no intervino, suponiendo que la llegada del invierno debilitaría las protestas. Además, un préstamo de 15.000 millones de dólares otorgado por Rusia pareció aliviar la situación económica. Sin embargo, a mediados de enero se produjeron graves enfrentamientos que dejaron un saldo de 67 muertos, de acuerdo a la versión oficial. El 20 de enero de 2014 (conocido como “jueves negro”) la violencia llegó a su punto más alto, con situaciones confusas que incluyeron, por ejemplo, francotiradores que disparaban tanto a la policía como a los manifestantes.

En este marco, el gobierno negoció con la oposición una salida, que consistía en la formación de un gabinete de coalición y el adelantamiento de las elecciones. No obstante, Yanukovich no ratificó los acuerdos y se ausentó del país “sin autorización”, lo que llevó al Parlamento a destituirlo y designar en su reemplazo un gobierno de transición que convocó elecciones para el 25 de mayo de 2014. La salida de Yanukovich del poder fue calificada como un golpe de Estado por Rusia.

El Euromaidán (“Revolución de la dignidad”) fue un acontecimiento de enorme trascendencia, cuyas consecuencias se hacen sentir hasta hoy. Para explicar su importancia es preciso analizar el comportamiento y los objetivos del gobierno de Putin. Tras la caída de la URSS, Estados Unidos inició una política de debilitamiento de la Federación Rusa. Con la situación internacional en sus manos, Washington consideró que luego de la Guerra Fría Rusia había dejado de ser una potencia y podía ser tratada con desdén. No resulta exagerado hablar de “humillación” para describir el trato recibido por Rusia durante el gobierno de Yeltsin: documentos recientemente desclasificados muestran que, en la década de 1990, durante el gobierno de Bill Clinton, se hicieron repetidas promesas de que la OTAN no avanzaría hacia el este. La violación de estas promesas ha llevado a que en la actualidad formen parte de la OTAN Bulgaria, Croacia, Eslovenia, Eslovaquia, República Checa, Polonia, Rumania y las tres exrepúblicas soviéticas del Báltico, Lituania, Estonia y Letonia.

Pero las cosas pronto comenzarían a cambiar. Durante la primera década del siglo XXI, Rusia experimentó una fuerte recuperación macroeconómica, apoyada en la exportación de gas natural y petróleo, acompañada del surgimiento de un líder político como Putin, un nacionalista que se planteó como objetivo el retorno de Rusia a su lugar de gran potencia mundial. Para alcanzar ese objetivo, Putin buscó inicialmente acercarse a Estados Unidos, lo que implicaba compartir los objetivos de la lucha contra el terrorismo que Rusia estaba librando contra los independentistas chechenos (y Estados Unidos contra Al Qaeda).

Progresivamente, sin embargo, Putin asumió que el rédito de esta estrategia era nulo: Washington, por ejemplo, se retiró de la discusión sobre el retiro de misiles antibalísticos (Tratado ABM) y George W Bush decidió unilateralmente la invasión de Irak. Esto llevó al gobierno ruso a reconducir su política internacional, tomando distancia de Occidente y dedicándose a fortalecer su posición frente a los “vecinos extranjeros” ‒las repúblicas de la ex Unión Soviética‒ y a mejorar sus vínculos con China.

La corta guerra librada en 2008 contra Georgia, considerada por muchos analistas una avanzada de Estados Unidos en el Cáucaso, y el posterior conflicto con Ucrania constituyen una prueba de que para el líder ruso existen “líneas rojas” cuya violación lo lleva a actuar.

Tensiones

La reacción de Putin tras el derrocamiento de Yanushevich fue instantánea: no había transcurrido una semana cuando combatientes sin uniforme ni insignias ocuparon en forma pacífica el territorio de Crimea. Inmediatamente después se convocaba a un referéndum para decidir su incorporación a Rusia, que, aunque celebrado de manera irregular, arrojó el resultado favorable que las encuestas venían señalando. El principio de autodeterminación que Putin nunca reconoció a los chechenos ahora resultaba válido para justificar la incorporación de Crimea a la Federación.

A los pocos días, además, comenzaron a conocerse las noticias de la presencia de fuerzas irregulares operando en Lugansk y Donetsk, en la región del Donbás, en el este de Ucrania, que contaban con el apoyo de la población rusa y prorrusa residente en la zona. Las autoridades ucranianas fueron desalojadas de sus cargos y se establecieron las dos “Repúblicas del Pueblo”.

El nuevo gobierno de Kiev, presidido por Petro Poroshenko, triunfador en las elecciones celebradas en mayo de 2014, envió a la región tropas regulares acompañadas de milicias formadas durante los sucesos de Maidán. El resultado fue una guerra civil. En este marco, un misil lanzado, de acuerdo a todos los indicios, por militares rusos impactó por error en un Boeing 777 de Malaysia Airlines, que trasladaba a 283 pasajeros y 15 tripulantes. Las consecuencias para Rusia fueron serias: Estados Unidos y Europa aplicaron sanciones que produjeron un freno al crecimiento económico.

La firma de los acuerdos de Minsk, el 5 de setiembre de 2014, permitió un frágil cese del fuego, interrumpido de manera frecuente. El gobierno de Ucrania solicitó ayuda militar a Estados Unidos, pero la intervención de Francia y Alemania facilitó la discusión y posterior firma de nuevos acuerdos, denominados Minsk II, en febrero de 2015. Este documento no sólo contemplaba un alto el fuego y el retiro de las armas pesadas del frente de combate, sino que establecía las pautas para el restablecimiento de las relaciones entre las regiones rebeladas y el gobierno de Ucrania, incluyendo una amnistía general, el intercambio de prisioneros, la salida del país de las tropas extranjeras y el retiro de las formaciones irregulares. Asimismo, se acordaba la discusión y sanción de una nueva Constitución ucraniana que habilitaba la autonomía relativa de las zonas de conflicto.

Las repúblicas de Donetsk y Lugansk, mientras tanto, celebraron sus propias elecciones. Estos procesos fueron apoyados por Moscú, que facilitó el acceso a la nacionalidad rusa de los habitantes de toda la región. Poco después se iniciaba una nueva escalada, cuando Rusia y Ucrania se enfrentaron por primera vez de forma directa en el mar, luego de que Rusia capturara tres barcos de la armada ucraniana en la costa de la península de Crimea.

La situación política seguía cambiando: mientras Putin inauguraba en 2018 su cuarto período presidencial, en Ucrania un comediante crítico de la clase política, Volodimir Zelenski, se imponía en las elecciones presidenciales, superando a Petro Poroshenko, que aspiraba a la reelección. El nuevo presidente manifestó, apenas comenzado su mandato, que el ingreso de Ucrania a la OTAN era el único camino para resolver los problemas con Rusia. Los intentos por llegar a un acuerdo duradero fracasaron nuevamente. A fines de 2019, una cumbre realizada en París con la presencia de Putin, Zelenski, Angela Merkel y Emmanuel Macron sólo dio como resultado real un intercambio de prisioneros.

Así llegamos a los sucesos de marzo y abril de 2021, cuando Rusia comenzó a concentrar tropas en la frontera con Ucrania con el argumento de que el país estaba recibiendo armas y asesoría militar por parte de la OTAN. A partir de ese momento la tensión fue creciendo, hasta llegar a la situación actual. Mientras Biden declaraba estar convencido de que Rusia iba a invadir Ucrania, Putin daba un nuevo paso al reconocer la independencia de las repúblicas de Donetsk y Lugansk. La respuesta de Estados Unidos y de la UE fue una nueva tanda de sanciones que afectan sobre todo al sector financiero, en el que la presencia rusa es importante. Finalmente, el 23 de febrero Putin ordenó la invasión de Ucrania.

Estación de metro Vokzalna en Kiev, luego de que sonaran sirenas de ataque aéreo en la capital Ucraniana.

Estación de metro Vokzalna en Kiev, luego de que sonaran sirenas de ataque aéreo en la capital Ucraniana.

Foto: Daniel Leal, AFP

La cabeza de Putin

La situación obliga a imaginar posibles escenarios con la mayor objetividad posible, asumiendo los riesgos que implica tratar de explicar el comportamiento de los actores. Si es posible tomar distancia respecto de la demonización de Putin en la que suelen caer la prensa occidental y algunos analistas, es preciso reconocer que su actuación no está guiada por motivaciones imperialistas, sino que ha asumido una serie de riesgos calculados a partir de su principal objetivo, que consiste en mantener fronteras seguras y una “zona de influencia” liberada de las presiones occidentales.

Esta concepción tiene un origen histórico. Rusia es una potencia terrestre que carece de protección frente a los invasores occidentales: Napoleón a principios del siglo XIX y Hitler en 1941 así lo demostraron. Además, la sensación rusa de estar aislada y rodeada de enemigos se potenció durante el período soviético, cuando se concebía como una isla revolucionaria rodeada de enemigos que esperaban el menor tropiezo para acabar con la experiencia comunista. Esta percepción trascendió el derrumbe de la URSS y sigue vigente en importantes sectores de la clase dirigente rusa. No hay que olvidar que Putin fue educado en el régimen soviético y formó parte de su aparato de seguridad. Por lo tanto, la decisión de la OTAN de expandirse hacia el este en el momento de mayor debilidad de Rusia se convirtió en un factor de intranquilidad que, cuando el país superó la crisis, condujo a la acción diplomática. La voluntad inicial de Putin de acercar Rusia a Occidente desapareció cuando los países del Báltico pidieron el ingreso a la Alianza Atlántica.

El aumento de la tensión en los últimos días hasta culminar con la invasión da cuenta, en principio, de la primacía de los sectores más belicistas del entorno de Putin, que venían proponiendo forzar una negociación a partir del hecho consumado, que no necesariamente implica una ocupación permanente. El triunfo militar de Rusia sobre Georgia en 2008, de hecho, no llevó a la ocupación sino al establecimiento de dos repúblicas independientes, Osetia del Sur y Abjasia. Quizás el objetivo de Putin no sea la incorporación efectiva de Ucrania a la Federación Rusa, sino el establecimiento de un gobierno “adicto” que se convierta en un freno a la expansión de la OTAN.

La impresión es que Moscú actúa sin calcular en profundidad la dimensión de sus actos: la invasión abierta sobre Ucrania hace más difíciles de aceptar los argumentos de Putin y somete al pueblo ucraniano ‒“nuestros queridos hermanos”, en palabras del mismo Putin‒ y también, por sus consecuencias, al pueblo ruso a los horrores de una nueva guerra.

Este artículo fue publicado originalmente en Le Monde Diplomatique edición Cono Sur.