Cuando faltan menos de 24 horas para la asunción de Gabriel Boric en La Moneda, en la calle Providencia hay manifestaciones y el tránsito para vehículos está cortado. Se ven hordas de estudiantes secundarias que avanzan por la calle hasta llegar a un liceo donde existe una denuncia grave: encontraron un grupo de Whatsapp donde los alumnos enviaban fotos íntimas de menores de edad sin su consentimiento y hablaban de violarlas. Muchas chicas, de tres o cuatro establecimientos de la zona, se juntan para denunciarlos y en pocas horas la alcaldesa de la comuna, Evelyn Matthei (UDI), anuncia que tomará acciones legales para protegerlas. De un tiempo a esta parte, en Chile existe la noción de que las protestas logran cosas.

El mismo Boric milita en esa creencia, por eso se inició en la vida política como dirigente estudiantil en medio de la movilización universitaria más importante del último tiempo. Él formó parte de la masa crítica que pujó por cambios. Desde que entró al Congreso pasó al lado donde llegan las demandas y se trata de responderlas, siempre con una actitud crítica porque sus compañeros parlamentarios eran más reticentes al cambio de lo que a él le hubiera gustado. Pese a la evolución, Boric nunca antes había estado en una posición en la que existiera tanto espacio para resolver como lo estará a partir de hoy. Como presidente empezará a ensayar un rol distinto: ser el destinatario de las protestas, y dejar de ser quien las emita.

La presión de una ciudadanía movilizada es algo que se siente como una constante. El mismo día de su triunfo, cuando las calles estaban repletas de sus votantes celebrando que sería él quien reemplazaría a Sebastián Piñera en La Moneda, varios se permitían una broma punzante: en lugar del grito instituido en Chile “renuncia Piñera”, decían riéndose “renuncia Boric”. Su discurso, después, era interrumpido a menudo por un clamor: “liberar, liberar a los presos por luchar”, una referencia directa a quienes fueron detenidos en las protestas del estallido social y siguen en prisión preventiva.

Tradicionalmente los cambios de mando en Chile se llevan a cabo los 11 de marzo, una fecha que este 2022 cayó en día viernes. Los viernes, desde el 18 de octubre de 2019, son días de protesta en el centro de Santiago. La plaza, ahora nombrada Dignidad por la ciudadanía, se llena de manifestantes que buscan mantener vivo el espíritu del estallido, que quieren recordarle al resto de la nación que las cosas todavía no cambian y que la protesta tiene que mantenerse. Haberse formado políticamente en la movilización, afirman fuentes dentro del nuevo gobierno, les ayuda a sentir una mayor empatía con las demandas sociales, un fenómeno que nunca podrían minimizar ni menospreciar.

En algún momento, los jóvenes de la política chilena fueron los que tomaron el gobierno al término de la dictadura, las mismas autoridades que dejaron de ser percibidas como revolucionarias y contra las cuales los estudiantes se rebelaron. Esa evolución es evocada como una moraleja entre quienes asumen sus cargos hoy: la sensibilidad social también puede tener fecha de vencimiento. “Vamos a tener el desafío de sostener permanentemente esa empatía, de seguir con los pies en la tierra para no perderla nunca”, dicen. Uno de los grandes desafíos es mantener a la ciudadanía de su lado. “Vamos a necesitar a las personas movilizadas”, agregan.

Otro flanco que puede convertirse en una debilidad es el hecho de que los futuros ministros y el mismo presidente, si bien se forjaron en la movilización, pasaron a tener su domicilio en la institucionalidad hace mucho tiempo. “Para la gran mayoría de los dirigentes estudiantiles que entran al gobierno, su última experiencia en una organización social de masas fue 11 años atrás. Eso sucedió hace mucho tiempo y quienes siguieron militando en esas organizaciones no necesariamente están dentro del gobierno”, señala un activo exmiembro del movimiento estudiantil que no se ha sumado a los cargos de gobierno.

La posición, admite otro exdirigente universitario, puede ser compleja: “¿Cómo se hace para que un gobierno de avanzada dé cara a la movilización, cuando tuvo su génesis ahí hace 15 o diez años atrás, pero hoy pareciera tener pocos vasos comunicantes con ese sentir?”, se pregunta. En efecto, entre el gabinete de ministros casi no hay dirigentes sociales o sindicales, los que sí tuvieron roles muy visibles a partir del estallido. “Se corre un riesgo importante de perder de vista esa impronta de conexión con la ciudadanía que simbólicamente existe”, observa.