Después del primer shock de las elecciones primarias, abiertas, simultáneas y obligatorias (PASO), en las que Javier Milei sacudió al país asomando por primera vez como candidato con chances, el triunfo de Sergio Massa en las generales había producido un efecto engañoso, que nos distrajo durante algunas semanas y al que se sumó después el penoso desempeño del líder libertario en el debate. Pero la realidad seguía obstinadamente ahí, cocinándose desde abajo y desde hacía demasiado tiempo. Nada más había que escuchar, porque lo que pasó el domingo no es tan difícil de entender, en dos planos posibles de análisis. Si observamos la superestructura político-partidaria, el voto bronca de La Libertad Avanza se sumó al voto antiperonista de Juntos por el Cambio. Si observamos abajo, una sociedad cansada expresó su hartazgo castigando al gobierno.

Comencemos por el primer plano.

Luego de las elecciones generales, Mauricio Macri entendió que había que sumar al electorado original de Milei –los insatisfechos, los jóvenes, el núcleo duro reaccionario– el votante antiperonista, al que conoce mejor que nadie. Una aritmética que podía haber tropezado, que podía haber resultado inverosímil (por momentos así pareció), que podía, en fin, fracasar. Pero funcionó, y Macri demostró una vez más que es un líder político de gran calado, que dispone de una intuición para anticipar el humor social infrecuente en un dirigente no peronista y que además está abierto al riesgo. La operación fue una creación enteramente suya, tan sorpresiva como inconsulta, que se consumó el día después de las elecciones generales, cuando invitó a Milei a su casona de Acassuso (todo un gesto que el libertario se aviniera a trasladarse al hogar de su protector). Macri sumó a un grupo de leales a los que no creyó necesario explicarles a qué iban y cerró en una hora el acuerdo que Patricia Bullrich anunció al día siguiente. Con esta jugada y con un par de intervenciones en medios amigos, condujo en los hechos el último tramo de la campaña.

Así, Milei pasó de impugnar a la casta, agitar la motosierra y prometer un recorte del gasto estatal del 15% a prometer la continuidad mejorada de la educación y la salud públicas en un tono sereno, inaugurando un estilo neomacrista que terminó dando resultados. Al final, lo que hizo Macri con Milei es un espejo de lo que había hecho Cristina con Alberto: unir a la oposición para enfrentar a un gobierno que detesta.

El segundo plano de análisis, que ya hemos abordado en notas anteriores, es el más decisivo, porque refiere a las mutaciones estructurales que viene atravesando la estructura social, ese mundo nuevo hecho de desigualdades superpuestas, emprendedurismo popular y digitalidad omnipresente. Si alejamos el foco de la política y lo trasladamos por un momento a la sociedad, es fácil comprobar el malestar por la situación económica, la bronca acumulada ante una cotidianidad imposible y la frustración ante la crisis de los servicios públicos: el salario que no alcanza, el hospital que no da turno, el colectivo que no llega. El hecho de que ni siquiera los elogios de Milei a Margaret Thatcher en un debate con una audiencia equivalente a la final del Mundial hayan alcanzado para hundirlo demuestra el grado de saturación social con el actual estado de cosas.

Pasó, decíamos al comienzo, lo lógico, lo que los manuales de ciencia política enseñan desde la primera página: que las elecciones son un plebiscito sobre el gobierno y que con semejantes niveles de inflación y pobreza era muy difícil que el candidato oficialista pudiera ganar. Primó el voto económico, el órgano más sensible según la vieja ocurrencia de Juan Domingo Perón. Lo novedoso es que para manifestar este hartazgo la sociedad, que podría haber elegido a Horacio Larreta, Bullrich o Juan Schiaretti, optó por el candidato más extremo, el que prometía las soluciones más mágicas, el que estaba dispuesto a exhibir su fragilidad emocional en público y el que, desanclado de tradiciones partidarias, llegaba rodeado de una caravana de oportunistas y losers. Pero Milei también era el outsider que contrastaba con los candidatos de la política tradicional, Massa y Bullrich, más establishment imposible. Y el que supo representar un deseo de reseteo, de shock. Milei encarna novedades: se ha comentado poco en estos días, pero no debe ser casual que en un momento en que la juventud sufre la precariedad y la falta de perspectivas sea el presidente más joven desde la recuperación de la democracia.

Como venimos insistiendo desde hace tiempo, la sociedad está rota, astillada en mil pedazos, desacoplada de su dirigencia. El hecho de que la catarata de apoyos de políticos, empresarios, intelectuales, líderes sociales y artistas obtenida por Massa no haya logrado torcer los resultados confirma que la relación de la élite y de buena parte de los argentinos está quebrada, que el mundo de los que tienen poder –incluyendo a aquellos que tienen poder simbólico– vive en una galaxia alejada de la de las grandes mayorías. El antiprogresismo es una tendencia en ascenso, y la fotito del artista comprometido o la periodista de izquierda advirtiendo sobre el peligro democrático de un triunfo libertario generó un efecto opuesto al buscado, reforzando la sensación de extrañeza y aun de rechazo entre lo que pasa “arriba” y lo que pasa “abajo”. Quizás cueste percibirlo, pero desde hace tiempo lo popular transcurre por otros caminos, reflejo cultural de un país que en las últimas décadas ha ido perdiendo su cualidad integrada y su igualitarismo centenario para fracturarse al más puro estilo de las sociedades oligarquizadas de América Latina. No hay que ir muy lejos para entender lo que está pasando socialmente en Argentina: alcanza con mirar Perú, Colombia o Chile.

Sobre este paisaje devastado se recorta el triunfo de Milei, que fue rotundo, policlasista y nacionalmente extendido. Quedará para próximos análisis imaginar cómo se desarrollará su gobierno, calibrar el tamaño exacto de la distopía que se avecina. Pero a juzgar por su discurso del domingo, en el que recuperó el tono exaltado inicial y aclaró que no es tiempo de gradualismos, ya podemos intuir tiempos oscuros: las dos experiencias de gobiernos de extrema derecha que existen hasta ahora –Trump y Bolsonaro– transcurrieron en países poco acostumbrados a la movilización social, con capitales alejadas de los grandes centros poblacionales, sin los niveles de organización popular y potencia sindical típicos de la Argentina, un país mucho más jacobino y movilizado (en cierta forma, es como si la extrema derecha hubiera llegado al poder en Francia). A esta perspectiva pesimista habría que añadir la inexperiencia de Milei, la debilidad institucional y territorial que abre un gigantesco signo de pregunta sobre la futura gobernabilidad y el dato centralísimo de una sociedad ansiosa, cargada de demandas reprimidas y poco dispuesta a conceder períodos de gracia.

Pero ya habrá tiempo para esto. Por ahora digamos que el triunfo de Milei marca el fin de la Argentina de 2001, aquella que logró recuperarse rápido de la crisis de diciembre y que después de unos años de crecimiento y bienestar se hundió en un pantano extenuante de recesión económica y parálisis política: los años perdidos de la grieta. Y digamos también que puede ser el fin también de la Argentina de 1983, aquella en la que los actores políticos competían descarnadamente pero sin romper nunca –ni cuando Carlos Menem amenazaba con reelegirse, ni cuando Fernando de la Rúa huía en helicóptero, ni cuando Cristina o Macri se pasaban de rosca– los límites de la democracia y la convivencia pacífica.

Este artículo fue publicado originalmente en Le Monde diplomatique edición Cono Sur.