Paraguay cuenta con una larga tradición de niñeces desplazadas y vulneradas. Una de las formas que toma la opresión es el criadazgo. Es decir, el acogimiento de niños, niñas y adolescentes de bajos recursos por parte de familias sustitutas (con relación sanguínea o no), bajo una promesa de alimento y educación, generalmente encubridora de una serie de vejaciones que comienzan con la explotación laboral doméstica no remunerada. Esto ocurre sin guardia judicial ni intervención institucional. Según un análisis de la línea de Fonoayuda 147 del Ministerio de Niñez y Adolescencia, entre 2014 y 2016, el 76% de las afectadas eran niñas y adolescentes mujeres. La costumbre –de conceptualización compleja, debatida y cambiante– se remonta a la conquista y continúa hasta el día de hoy.

¿Cuán extendida es esta práctica? El último número oficial se publicó en 2011, a partir de la Encuesta Nacional de Actividades de Niños, Niñas y Adolescentes. El informe, realizado por el Instituto Nacional de Estadística con ayuda de la Organización Internacional del Trabajo (OIT), midió la magnitud y características del trabajo infantil y adolescente. Se estimó que al menos 46.993 infantes y adolescentes paraguayos de entre cinco y 17 años (2,5% del total de esa población) se encontraban en situación de criadazgo. La cifra, indican los especialistas, debe ser actualizada y metodológicamente revisada. También los contornos de la problemática: la Comisión Nacional para la Prevención y Erradicación del Trabajo Infantil y la Protección del Trabajo de los y las Adolescentes (Conaeti) continúa trabajando en una definición que responda a su desarrollo actual.

El valor de la primera persona

“Me levantaba a las cinco de la mañana, porque tenía que dejar todo preparado para los señores”, recuerda Tina Alvarenga. Activista por los derechos de las mujeres indígenas, docente, experta en proyectos comunitarios y cooperación internacional, es una de las voces más autorizadas del tema. Con nueve años, entró a una casa como “criadita” –así se refería frente a ella su patrona–. Ya adulta, dentro de la ONG Global Infancia, convirtió su vivencia en militancia pionera.

Tina y sus compañeros identificaron que el criadazgo constituía un tabú; una cuestión relegada al ámbito privado, que debía hacerse pública. Seguían, inopinadamente, el lema que motivó a tantas feministas: lo personal es político. De forma artesanal, fueron buscando experiencias personales para encontrar denominadores comunes. Luego, de la mano de reconocidas escritoras, tradujeron las entrevistas en relatos literarios para concientizar. Cuando la reconocida autora Renée Ferrer recibió las transcripciones con la indicación de que podía aportar su propia pluma, respondió: “Esto sobrepasa mi imaginación”. Los testimonios ficcionados fueron compilados en el libro Criadas hasta cuándo.

La mirada desde los derechos de los niños y las niñas llevó a Global Infancia a cuestionar las palabras que utilizaban. La identidad de los afectados, sus destinos, no debían reducirse a su condición de “criaditos” y “criaditas”. Así, empezaron a hablar de personas “en situación de criadazgo”.

Todavía quedaba responder qué distinguía a esta modalidad del trabajo infantil a secas. El aislamiento era un drama que atravesaba todos los testimonios, incluido el de Tina. “Yo estaba a 40 minutos de mi familia, sólo tenía que tomarme un ómnibus, pero no me dejaban ir”, relata. El factor de la distancia siempre aparecía: de forma física, en la mayoría de los casos, pero también emocional, afectiva.

Las involucradas en la investigación fueron notando otras características. Primero, el carácter adultocéntrico del fenómeno –como espejo de un rasgo social–: los niños no tenían voz, ni participación en la decisión de los adultos. A diferencia de las empleadas domésticas –Tina lo vio, ya que su hermana trabajó durante un tiempo en aquella misma casa–, las criadas no recibían salarios, no decidían cuándo salir, no tenían descanso y solían ser sustancialmente menores.

Aparecían el racismo, la discriminación y las diferencias de clase. “Además, con la criadita hay una diferencia en el discurso. Se dice ‘es como mi hija’, muchas veces se le permite acceso a la habitación principal, aunque la diferencia con los hijos biológicos es abismal”, evoca Tina, quien debía cuidar de otros niños de la familia, pese a que tenían una edad similar.

La tarea de concientización de Global Infancia estuvo dirigida desde un principio a impactar en las políticas públicas. Además de repartir los materiales entre personas cercanas al poder, una de las primeras actividades fue realizar talleres en escuelas. Entonces descubrieron algo: entre las propias educadoras había quienes tenían criaditas.

¿Casos “exitosos”?

En 2021, Sadys Maldonado, trabajadora social de la Facultad de Ciencias Sociales de la Universidad Nacional de Asunción, se recibió con una tesis sobre la implicancia del criadazgo en la vida de hombres y mujeres adultos. Era el primer trabajo integrador cualitativo sobre el tema en toda la carrera y su primera tutora quiso descartar el proyecto, ya que no veía allí algo que estuviera mal.

Junto a una compañera, conversaron con 12 excriados. A la mayoría le costaba explayarse sobre su pasado. Sadys identificaba un trauma persistente; un “sesgo de sumisión” que los llevaba a justificar actos de violencia padecidos. Una mujer le transmitió que debió huir cuando el jefe de hogar intentó violarla y la señora la culpó a ella.

Amanecer entre las cuatro y las cinco de la mañana y la utilización de productos químicos para la limpieza, perjudiciales para niños y niñas, conformaban algunos de los factores recurrentes. Entre todos, hubo un solo “caso exitoso”: un hombre que mantiene, hoy en día, relación con la señora que lo albergó, a quien llama “mamá”. Sin embargo, durante su infancia, aunque pudo estudiar y no recibió castigos físicos, no escapó al marco de la explotación doméstica.

¿Por qué ocurre esto en Paraguay?, se pregunta la trabajadora social. Esboza hipótesis: por la sobrepoblación de pobreza y desigualdades, por cierta tradición autoritaria, por la reclusión que imponen las familias receptoras (una de las entrevistadas podía ver a su familia, pero bajo estrictas condiciones de supervisión y acallamiento) y el aprovechamiento de mano de obra gratuita.

¿Qué dice la ley?

Aunque en Paraguay no existe legislación específica en torno al criadazgo (sí hay un proyecto), el país adhiere a diversos acuerdos internacionales como la Convención de las Naciones Unidas sobre los Derechos del Niño. Además, en 2001 se estableció el Código de la Niñez y la Adolescencia; existe una Estrategia Nacional de Prevención del Trabajo Infantil y Protección del Trabajo Adolescente; y se cuenta con un Sistema Nacional de Protección y Promoción Integral de la Niñez y la Adolescencia. En 2020 se sumó la ley que estipula que el Estado deberá proporcionar amparo a niños, niñas y adolescentes cuyo cuidado no esté garantizado.

De todas formas, los especialistas alertan que los progresos jurídicos y la adhesión a la regulación internacional no se traducen en políticas públicas, servicios suficientes (por ejemplo, para los menores que necesitan acogimiento), coordinación de los distintos sectores ni financiamiento. En 2022, sin ir más lejos, el 85% de las Consejerías Municipales por los Derechos del Niño, la Niña y el Adolescente carecía de presupuesto propio.

Agencias de derechos humanos de la Organización de las Naciones Unidas han pedido al gobierno paraguayo que intensifique sus esfuerzos para combatir esta práctica y que sea tipificada como delito.

En 2005, a través de la Ley 1657/01, Paraguay ratificó el Convenio 182 de la OIT respecto de “las peores formas del trabajo infantil” y aprobó un listado de 26 actividades que, por su naturaleza o las condiciones en que se realizan, ponen en grave riesgo la salud física, mental, social o moral de niños, niñas y adolescentes, interfieren con su escolarización o les exigen combinar largas jornadas de trabajo con su actividad educativa. El criadazgo se ubicaba en el puesto 22.

La elaboración fue realizada por la Conaeti, con base en una amplia consulta que involucró a trabajadores, empresarios, profesionales de la salud, especialistas de la Organización Panamericana de la Salud y actores comunitarios a nivel nacional. Así, se estableció, una vez más, “el compromiso del Estado de tutelar” el bienestar integral de menores y adolescentes.

Mike Kaye es un activista contra toda forma de esclavitud y explotación. Fue oficial de Políticas para el Comité de Derechos Humanos de América Central, trabajó en conflictos civiles y con refugiados. Cuando formaba parte de Anti-Slavery International, redactó un informe sobre Paraguay.

“El problema no es si hay estándares internacionales o incluso legislación local”, indica el especialista. “En última instancia, tiene que ver con la voluntad política y los recursos. Si se busca prohibir el trabajo forzoso, se deben tomar los pasos adecuados para identificar dónde está sucediendo, para castigar a quienes están desarrollando esas prácticas. Pero también hay que tomar medidas para prevenir que la gente se vuelva vulnerable a la esclavitud y ayudar a la rehabilitación de las víctimas”.

En consonancia con lo expresado por quienes han pasado por la situación de criadazgo, comprobó que las poblaciones rurales e indígenas son más susceptibles a pasar por el criadazgo y que “el aislamiento es una predisponente fundamental”. Sin control estatal e incomunicados, los niños, niñas y adolescentes permanecen “apartados de las estructuras de soporte como la familia, los amigos”. En resumen, “no tienen hacia dónde ir, a quién acudir para contar lo que les pasa, ya que viven con las mismas personas que los explotan”.

Educar y reconocer, atacar el problema de raíz

Aníbal Cabrera Echeverría dirige la Coordinadora por los Derechos de la Infancia y la Adolescencia y sabe de la importancia de la divulgación. Con el apoyo del Ministerio de Educación y Ciencias, ha realizado talleres en escuelas que permitieron a los propios estudiantes identificar a compañeritos que se desempeñaban como criadas y criados. En este sentido, explica que una mirada detallada al Registro Único de Estudiantes –un legajo que contiene, entre otros datos, con quién vive cada alumno– podría ofrecer una aproximación a la cantidad de niños y niñas escolarizadas que atraviesan esa situación.

Sería una punta desde la cual empezar, ya que hay muchos menores por fuera del sistema educativo. Las denuncias ante la Fiscalía, la Defensoría Pública y el Ministerio de la Niñez y Adolescencia muestran que el criadazgo persiste. Para Cabrera Echeverría, el Estado en su totalidad debe tomar esta causa, brindar una cifra, porque “lo que no se nombra no existe”.

“El criadazgo parte de una asimetría económica entre la familia de origen y la receptora”, dice el profesional. A su vez, cuenta cómo la perspectiva evolutiva en torno al concepto de “protección” y a los derechos del niño fue cambiando, derribando viejas nociones de qué es aceptable y qué no.

Los roles de género, comenta, asoman, incluso en la opresión: “Vemos que el criadazgo afecta más a niñas y adolescentes mujeres, a quienes se asocia al trabajo doméstico. Los niños, por su parte, son relegados a otras tareas más vinculadas a la producción, el trabajo manual y los talleres”.

Define a Paraguay como una sociedad machista, en la que las infancias son relegadas a una condición de “minoridad” o “minusvalía”. Al mismo tiempo, resalta el trasfondo clasista que recorre diferentes ámbitos. “La militancia contra la Agenda 2030 y el convenio educativo con la Unión Europea, por ejemplo, afecta a los más pobres, ya que implica la quita de prestaciones sociales (váuchers escolares o de comida, boleto estudiantil), no a quienes ya tienen garantizados estos derechos”, precisa.

Familias humildes, fragmentadas o monoparentales, aquellas forzadas a migrar, embarazos tempranos: estos son algunos de los componentes que pueden empujar hacia el criadazgo.

Una versión más extensa de este artículo fue publicada originalmente en El Surtidor. Esta historia fue apoyada por el Centro Pulitzer.