El Emirato Islámico de Afganistán es un país mediterráneo (sin costas sobre el mar), ubicado en Eurasia Central (Asia Central, si tenemos en cuenta la separación histórica, política y demográfica). Tiene 649.969 km² de superficie y una población de 31.900.000 habitantes.

Encabalgado sobre la cordillera del Hindo Kush, se encadena con los montes de Karakorum y la meseta de Pamir. Lo rodean Pakistán al sur y al este, Irán al oeste, Turkmenistán, Uzbekistán y Tayikistán al norte y la República Popular China al noreste. Esta ubicación fue desde siempre un elemento geográfico estratégico: Afganistán está en la antigua ruta de comercio entre Europa y Asia, en medio de los flujos migratorios de los humanos de la Antigüedad y en la Ruta de la Seda.

Las comunidades se ubican en los valles intermontanos, donde se pueden instalar, donde cultivan el suelo y crían ganado; pero la mitad del área del país es improductiva y sólo se cultiva entre el 4% y el 5% del territorio. La numerosa población afgana vive principalmente de la agricultura y de la ganadería.

El rico subsuelo afgano es difícil de explotar; hay petróleo, hulla (carbón), lapislázuli, oro. Afganistán es un país de bellezas naturales deslumbrantes, de recursos que podrían lograr un nivel de vida adecuado a la población, tribal, multiétnica. Sin embargo, su población, en su mayor parte, está sumida en la pobreza, la falta de escolarización y la desigualdad de género, que se acentúa día a día en esta teocracia islámica fundamentalista.

Historia de paz ausente

La historia de este país remoto está colmada de invasiones, presiones internacionales, ocupaciones y pactos hechos entre potencias, que nunca tuvieron en cuenta a la población, a las familias, a las personas. Invasiones de imperios en épocas remotas; enfrentamientos imperialistas en los siglos XVIII y XIX, cuando Reino Unido y Rusia luchaban por anexar a Afganistán, de tal forma de poder controlar Asia Central y el Cáucaso; invasiones de ejércitos imperialistas en el siglo XX.

Hubo siglos de inestabilidad política y destrucción del pueblo. Hasta que en 1979 los soviéticos invadieron el territorio para apoyar a los rebeldes que provocaron la caída del presidente Nur Muhammad Taraki. Pero el mundo bipolar tenía a otro país imperialista que temía el crecimiento del comunismo de la Unión de las Repúblicas Socialistas Soviéticas (URSS). Fue entonces que el gobierno de Estados Unidos financió, preparó y armó a los muhayidines fundamentalistas islámicos, quienes declararon la guerra a la URSS.

Era 1989 cuando las tropas de la URSS se retiraron de Afganistán. Como siempre que los invasores se retiran, el pueblo quedó hecho trizas y abandonado, enfrentado en una guerra civil que lo desangró hasta 1996. Entonces el gobierno soviético tenía otras prioridades: la URSS colapsaba y Estados Unidos apoyó el ascenso del grupo Talibán.

Los vaivenes de los intereses hacen de la política internacional un nudo que se enreda más y más a medida que el tiempo pasa y el poder se desequilibra. El 11 de setiembre de 2001 fue un punto de inflexión: el presidente de Estados Unidos, George Bush, declaró la guerra a sus antiguos protegidos, que mantenían en el territorio afgano al grupo terrorista Al Qaeda y a su líder, Osama bin Laden. Poco después de la caída de las Torres Gemelas en Nueva York, las tropas estadounidenses invadieron Afganistán.

Los excesos de la guerra, la impunidad, la destrucción de pueblos, de la historia, de la producción, continuó hasta 2021, cuando los estadounidenses se retiraron dejando los despojos tras de sí. La ofensiva talibán triunfó cuando las fuerzas tomaron Kabul, la capital, y en unas cuantas semanas se hicieron con el control del país.

Desde ese momento en adelante, el fundamentalismo islámico campeó por suelo afgano. Cada decisión del gobierno de este país de Asia Central es un eslabón más en la cadena que se envuelve alrededor de los pobladores.

Actualmente, Afganistán es una teocracia electiva absoluta con un jefe de Estado, el emir Hibatullah Akhunzada, cuya residencia está en la ciudad de Kandahar y que concentra todos los poderes en su persona.

Desde hace poco más de un mes, la voz de la mujer es considerada “awrah”, es decir, parte de la persona que debe ocultarse, como el rostro, el pelo, el cuerpo.

El jefe supremo de los talibanes creó el Ministerio de la Moralidad, que se apoya en el mothasabeen, la policía de la moralidad. La nueva legislación permite a esta ala del ministerio intervenir en la vida de las personas y de las familias con absoluta impunidad, controlando desde cómo se visten hasta lo que comen y beben. Del mismo modo se ha hecho una nómina de “vicios” y comportamientos reprobables, nómina que se amplía cada pocas semanas y que afecta de manera directa a las mujeres y a las niñas afganas.

El Ministerio de la Moralidad aplica sin piedad su fuerza y ha detenido a miles de personas, basándose en la sharia, ley religiosa islámica.

Desde hace poco más de un mes, la voz de la mujer es considerada “awrah”, es decir, parte de la persona que debe ocultarse, como el rostro, el pelo, el cuerpo. La autoridad considera un vicio que las mujeres hablen en la calle, en las aceras, en cualquier lugar que esté fuera del interior de sus casas. Es pecado, incluso, que sus voces se escuchen a través de las ventanas.

El gobierno talibán alega que este conjunto de nuevas reglas, promulgadas la penúltima semana de agosto, buscan “promover la virtud y eliminar el vicio”.

Intento hacer una reflexión objetiva sobre esta situación, pero la verdad es que no puedo. Como profesora de Geografía, como ciudadana de un país republicano, como mujer, me es imposible hacer un juicio objetivo frente a esta locura. ¿De qué otra forma puedo catalogar una amputación semejante en una sociedad del siglo XXI?

Me pregunto cuál es el concepto de “vicio” para los hombres de estas comunidades islámicas fundamentalistas. Conozco practicantes islámicos aquí, en Uruguay. Uno de mis mejores amigos pertenece a la religión islámica. Hay familias integradas a la sociedad del país, respetuosas de sus creencias y de las nuestras, de la laicidad que nos define y de las costumbres de unos y otros. No reniegan de su origen, viven con fe y en paz. Y sé que la inmensa mayoría del pueblo islámico se define así. Las mujeres son madres, hijas, abuelas, hermanas, que estudian, trabajan, tejen sueños y luchan por ellos. Quieren aprender, saber, ser protagonistas. ¿Por qué estas normas inhumanas se instalaron en Afganistán? ¿Es el miedo a la fuerza de las mujeres, a la inteligencia, a la capacidad de transformación que nos hace poderosas? Me inclino a pensar que sí: el miedo es la palabra clave.

Muchas mujeres afganas protestaron cantando públicamente. Se sentaron en las plazas y los parques en pequeños grupos a cantar. Y mientras las veía en las imágenes de los noticieros y de las redes sociales, mientras veía a los mothasabeen llevárselas detenidas, la desolación me ganaba.

Esos muchachos, ¿no fueron acunados en los brazos de sus madres escuchando sus canciones de cuna? El emir Hibatullah Akhuzanda, los integrantes del Ministerio de la Moralidad, ¿no se detienen a escuchar las risas, los llantos, las historias de sus abuelas, de sus esposas? ¿No se enternecen cuando sus hijas cantan, cuentan, sueñan?

Creo que las mujeres de todas las etnias, de todas las creencias, de todas las comunidades, debemos unirnos para terminar con esta crueldad que suma, además, la imposibilidad de una educación libre y de calidad. No podemos abandonar así a las mujeres afganas ni a ninguna mujer cuyos derechos fundamentales, como el de manifestarse públicamente desde la cotidianidad hasta la opinión, desde la risa hasta la protesta, sean aplastados de esta manera.

Las mujeres de Afganistán tienen que hablar, tienen que hacerse escuchar, tienen que dejar ver sus rostros. Y, con ellas, todas las mujeres de los pueblos del Islam. Todas. Porque la palabra “vicio” nunca estuvo peor definida.

María García Marichal es profesora de Geografía.